Si paseas a lo largo de la costa, viendo cómo las olas del mar van golpeando las rocas, es necesario que además de la vista y el oído actives los demás sentidos.
La otra tarde, en San Vicente do Mar, enfrente de la playa de la Lanzada, en el concello de O Grove, disfruté con un grupo de amigos de un largo caminar por el paseo de madera que han construido a lo largo de la costa para salvar los desniveles de la quebrada orografía de la zona y poder admirar los bellos paisajes que forman los peñascos que sobresalen del agua en las horas de baja mar.
La vista se pierde en el horizonte, donde la bruma empieza a ganar terreno a los últimos rayos de sol que parecen jugar a reflejarse en las superficie del mar. La espuma del agua salta en casi diminutas gotas que terminan durmiendo entre las arenas de las recónditas playas que se mezclan con las rocas donde la espuma forma delicados encajes blancos que poco a poco se diluyen entre los musgos de las piedras.
A nuestros oídos llega el graznido de las gaviotas que se atempera con el silvo del viento entre los árboles y los arbustos que parecen haber colocado estratégicamente un decorador evezado en el conocimiento de la naturaleza. A veces el viento se hace más sonoro y nos llega con el estruendo de las olas al romper bajo las rocas y entonces las gaviotas parece que se callan para no interrumpir la sinfonía de esta orquesta de viento dirigida por la batuta sabia de la madre naturaleza.
El agrio y dulzón olor de las algas se mezcla con el salitre del mar que llega a traspasar nuestra pituitaria para llegar hasta nuestro paladar y hacernos creer que estamos degustando los sabrosos frutos de esta mar de sabores privilegiados, esos sabores que poco después podrá saborear el paciente pescador que ha tirado su caña junto a las rocas.
Y para terminar, mientras caminamos por este sendero artificial de maderos bien ensamblados por unos concienzudos carpinteros, nuestros rostro se ve azotado por ráfagas del viento suave que nos trae la brisa del mar, que ya está preparando su huida hacia el descanso de la noche. Nuestra mano comprueba cómo el rugoso tacto de las rocas se hace suavidad al coger la arena rubia de la playa, donde nuestros pies reciben el confortable masaje de su mullido suelo.
Un paseo a la caída de la tarde, cuando el sol avanza hacia su ocaso que nos ha permitido utilizar todos nuestros cinco sentidos para gozar de una tarde privilegiada, en los albores de la primavera, en un paraje de encanto, junto al mar en San Vicente.