Hay que reconocer que los políticos, de un tiempo a esta parte, están bajando considerablemente de valoración ante la opinión pública, y yo creo que no hace falta buscar otros culpables que a ellos mismos. ¿O sí?
Vamos a ver. Los que vivimos la transición cuando éramos todavía jóvenes, recordamos la ilusión que se podía respirar entre los que se entregaban a la “res pública” con la loable intención de hacer una sociedad más justa y equitativa en la España que salía de una dictadura. Pero de eso han pasado ya casi cuarenta años, y aunque “veinte años no es nada”, el doble, ya puede ser demasiado.
Y resulta que aquellos jóvenes ilusionados se fue transformando en “profesionales” que hicieron de la política su única ocupación y que tenían que defender su “status” porque no sabían hacer otra cosa. Después de conseguir el poder, quisieron también acaparar las riquezas y pusieron la ambición personal por delante del “bien común”.
A la política fueron llegando, desde jóvenes con excelentes currículum universitarios, desocupados oportunistas e idealistas con el verbo fácil, a los herederos de las antiguas familias franquistas que ya conocían lo que era el poder político; porque todos ellos pensaban que allí era más fácil hacer carrera que en la empresa privada. Y pasados esos años se fue formando una “casta” en la que, como en cualquier otra profesión, había que defender a los colegas, haciendo gala de un corporativismo transversal que iba igualando poco a poco a todos estos profesionales de la política, que no hacían nada (o eso parece) para evitar los casos de corrupción que aparecen en casi todos los partidos.
Y ahora está pasando, lo que está pasando. Los más finos lo llaman “desafección hacia la clase política”y el hecho evidente es que cada vez tienen menos credibilidad los que se dedican a esto.
Sin embargo, lo primero que habría que decir es que no todos son iguales, porque, ya se sabe, que no es justo generalizar.
Y además, hay que reconocer que no únicamente son los culpables los profesionales de la política. Vamos a plantearnos una suposición:
Supongamos que los poderes fácticos, los que tienen el poder en la sombra, (podemos llamarlo, “Dinero”, “Mercados”, “Grupos de presión” o como mejor nos parezca), quieren poder seguir decidiendo los destinos de la nación sin que los “representantes del pueblo” les incordien demasiado. Lo más beneficioso para ellos sería que esos “representantes” fuesen perdiendo su prestigio y su credibilidad, de forma que el pueblo se hastiase y “renunciase” a seguir votando a sus representantes, haciendo calar la idea de que no sirve para nada.
A partir de eso, ya no es difícil tener las manos totalmente libres para hacer lo que a ellos más les convenga. Si la abstención llegase al 80% sería muy fácil para esos poderes “colocar”a “sus representantes” en el Gobierno de la Nación, y sin ningún tipo de oposición real.
Y ante esta alternativa hay dos reacciones posibles: Una por la derecha y otra por la izquierda; o dicho de otra forma, la dictadura o la revolución. Y las dos opciones traerían consecuencias parecidas, porque ya se sabe que los extremos se tocan: la destrucción del sistema.
¿Pero es que los actuales representantes del pueblo no se están cargando desde hace tiempo el sistema que nos daba un aceptable grado de estabilidad y de progreso?
Pero vamos de dejar esta cuestión para los politólogos, que saben mucho más que yo de estas cuestiones. Es que, como está de moda, a mí también me apetecía dar mi opinión sobre esta cuestión; pero si no estás de acuerdo, no pasa nada.