Cuando sacaron a Medardo
Humberto de Entrerrios y García de Vinuesa de su casa, esposado y custodiado
por las fuerzas de seguridad del Estado, nadie de los vecinos, que asistían
asombrados a la detención, podían creerse lo que estaban presenciando.
Es verdad que don Medardo, como
era conocido en el pueblo, no era demasiado simpático, que era un tanto
altanero y que apenas si saludaba a ninguno de sus vecinos, pero todo le era
perdonado por su alcurnia y por su ascendencia cultural y por ser el cronista oficioso
de la villa, que para eso había dedicado toda su vida al estudio de los viejos
legajos, que hasta que él los descubrió, habían permanecido siglos olvidados
entre el polvo y las telarañas del archivo del ayuntamiento. Como, por su
natalicio, no podía dedicarse a ningún trabajo que menoscabase se raigambre, y
las rentas familiares le permitían una holgada subsistencia, había dedicado
toda su juventud al estudio de la historia local y su madurez a escribir
una docena de libros que recogían todos los avatares de aquel pequeño pueblo
que fundara el prohombre que inició la dinastía “Entrerrios” que había dominado
el lugar desde tiempos inmemoriales.
Ahora, ya casi septuagenario,
salía de su casa detenido por la Guardia Civil, pero con la cabeza bien alta y
sin permitir que le cubriesen el rostro porque, en todo momento, él había
defendido su inocencia ante sus captores, repitiendo, una y otra vez, que todo
era un mal entendido propiciado por la envidia y la inquina de sus acusadores.
Don Medardo vivía solo en una
casona que había sido el solar patrio de la familia. Cuando murieron sus
progenitores, y como nunca se había mostrado dispuesto a contraer nupcias,
vivió solo en esa mansión demasiado grande para una persona sola, pero en la
que, poco a poco, fue cerrando habitaciones hasta que solo dejo útiles un
dormitorio, su despacho donde pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a la
lectura y a la escritura, un pequeño saloncito donde rara vez recibía alguna
visita, un cuarto de baño, la cocina y la alacena, donde los miembros de la
benemérita habían encontrado el cuerpo del delito.
En la casa también vivía Cándida,
el ama de llaves, que ya servía en la casa cuando él nació y que ocupaba una
pequeña habitación junto a la cocina, con un aseo para su uso particular. Todos
los días, porque ella ya no podía hacerse cargo de todas las labores, venía a
la casa Juliana, una joven muy hacendosa, sobrina carnal de Cándida, que se
encargaba de la limpieza y principalmente de la cocina, para la que tenía
grandes habilidades, cosa que siempre apreció don Medardo, que estaba
encantando con la muy positiva mejora que sufrió la gastronomía de la casa,
desde que llegó la nueva cocinera.
También, todos los días, a las
9,30 de la mañana, puntual como le gustaba al señor, llegaba Romualdo, su
secretario, que se encargaba a revisar, trascribir y después digitalizar y
organizar todos los escritos del historiador, que nunca había querido entrar en
el conocimiento de la informática, porque aseguraba, que la historia, y sobre
todo la de su familia, había de ser escrita con pluma estilográfica como era
propio de su prosopopeya.
Romualdo, que siendo joven entró
a colaborar con don Medardo, pronto se convirtió en su fiel e imprescindible
colaborador, recibiendo, complacido, el aprecio y el agradecimiento de su amo, por su inquebrantable fidelidad, ya que en repetidas
ocasiones había desdeñado trabajos mejor remunerados para continuar al lado de
su maestro, que le había iniciado en la ciencia histórica y el amor por su
tierra.
Tanto es así que hasta rehusó el amor de una joven del pueblo que se había enamorado
del joven amanuense, y que aseguraba que el culpable de ese desdén no era otro
que el viejo historiador, del que el joven debía estar
algo enamorado.
Mucho después se supo que ella
fue la autora de la denuncia ante la Comandancia, porque ya se sabe que los
celos, y más de una mujer joven y despechada, son muy peligrosos.
La acusación era grave. A don Medardo se le
había acusado nada menos que de necrófago. En la denuncia se especificaba que
en aquella gran mansión, había una pequeña habitación donde se ocultaban varios
cadáveres de animales para después ser comidos por el denunciado.
El juez de guardia había firmado
la orden de registro. El Comandante de puesto envió a sus mejores hombres
porque era consciente de la posible repercusión mediática que podría tener la
previsible detención de tan importante personaje local.
Efectivamente los agentes
descubrieron el macabro habitáculo y encontraron allí los cadáveres, algunos ya desmembrados, por lo que no tuvieron más remedio que proceder a su detención,
por ser ciertas las acusaciones.
Inventario detallado de los
restos encontrados y confiscados en la alacena de la casa de don Medardo Entrerrios:
- Dos liebres ya despellejadas y un conejo de campo recién
muerto.
- Una perdiz, aún con sus plumas y tres codornices
(No se especifica si peladas o no)
- Un gallo de corral ya desplumado y un pato aún con
plumas.
- Diversas piezas (no se indica de qué parte del
animal) de una vaca más bien pequeña. (Se desconoce dónde está el resto del
cadáver)
- La cabeza, costillas y una paletilla de cordero
recental.
- Un jamón curado, salado y untado con pimentón,
un pernil fresco, el costillar y algunos
otros restos de un cerdo blanco.
Nota: Entre
las piezas del cerdo se echan en falta las manos (Posiblemente para dificultar
su identificación) La cocinera informa que las cocinó la semana pasada, con una
punta de jamón, el codillo y un trozo de papada del mismo cerdo, en una fabada para el señor, quien, asegura ella, es muy
aficionado a esta clase de comidas.
Firmado: El guardia primero.
Rubricado.