Os trascribo íntegro, porque lo considero de interés general, el Pregón de la PASIÓN DE CHINCHÓN, pronunciado por don Luis Lezama el pasado domingo día 24 de marzo en el Teatro Lope de Vega de Chinchón, con algunas fotografía del acto.
“LA PASIÓN DE CHINCHÓN no existió hasta 1963.
Cuando en septiembre de 1962 fui destinado como coadjutor a la parroquia de Chinchón no tenía el más mínimos conocimiento del pueblo. Fue una sorpresa para mí llegar en la Veloz al centro de nuestra Plaza Mayor al atardecer de un día del aquel caluroso verano que había ya rendido las fiestas de la Virgen y de San Roque. Estaba el tabloncillo puesto y me llamó la atención aquel lugar con la espectacular iglesia de Nuestra Señora de la Asunción presidiendo todo. Nadie salió a recibirme. Era uno más de los sacerdotes primerizos que llegaban a nuestro pueblo para iniciarse en la pastoral rural de la diócesis capitalina de Madrid.
Subí por la cuesta camino de la casa parroquial. En aquel entonces vestía sotana y me impresionó ser saludado por la gente del lugar que se cruzaban en mi camino y oía cuchichear:
- Es el cura nuevo!
- Qué jovencito!
Sorprendí al cura párroco Don Moisés en su domicilio de la “casa de los curas”. Me recibió con cierta perplejidad:
- Le esperábamos mañana sábado, me dijo. Nadie nos ha comunicado el cambio de su llegada. Hubiéramos salido a recibirle.
Hice las presentaciones de rigor aunque él ya había sido advertido de mis características personales: vasco, despistado e inexperto. Tiempo después cuando la constancia de mi agua horadó su piedra, me lo contó. Nos hicimos grandes amigos y aprendí mucho de su experiencia y conocimientos de la gente de los pueblos. Hoy lo recuerdo con verdadero cariño.
En su casa de hospedaje me acogieron el tío Tomás y Doña Carmen, la tía “Cohete”. Pronto aprendí que en mi pueblo de adopción eras más conocidas las personas por sus motes que por sus verdaderos nombres.
En la Fonda Madrid era yo el único huésped estable. Los demás eran viajantes de un día para otro, traficantes de ajos, ajeros poderosos que manejaban mucho dinero venían a comprar el oro del pueblo y algún extraño turista que se quedaba a comer los huevos fritos con chorizo que hacía la Sra. Carmen o algún puchero de garbanzos, lo habitual de la casa.
La Fonda Madrid fue mi casa, el tío Quico mo contertulio de la panadería y Teresiano, el herrero, mi confesor habitual, maestro de un cura novicio en los temas de un pueblo castellano. En la fragua de Tere aprendí quien era quien, cómo se trataba a las personas de una sociedad tan peculiar, cual eran las costumbres y los dichos del lugar. Aprendí a exclamar ¡“mia que”! que es una expresión muy peculiar de los chinchonetes.
La Iglesia de Chinchón estaba fuertemente arraigada en la sociedad. Las participación de los creyentes en los actos de culto era muy alta y significativa. Las manifestaciones religiosas tramaban fuertemente arraigadas las costumbres de la vida social. Fiestas, procesiones y hermandades o asociaciones eran relevantes a lo largo de todo el año. Razones profundas para los hijos del pueblo que por buscar trabajo habían emigrado a la capital y a otros lugares de España.
Pronto descubrí en la convivencia de los días que el pueblo tenía un poder seductor. Seducía más que otros a los escasos visitantes que venían atraídos por la leyenda del cuadro de la Asunción de Goya y por el impresionante monumento de su Plaza Mayor que había sido objeto de un cartel de turismo de España repartido por el mundo con la imagen de Antonio Bienvenida toreando en el centro del ruedo. Quienes venían a Chinchón, repetían.
Lo de “Chinchón, anís, Plaza y mesón” empezó poco a poco a ser verdad. Porque el gran mesonero de Castilla, Cándido de Segovia, se prestó a enseñarnos su arte de asar el cordero el cochinillo en el primer horno de media bola que instalamos en el Club Parroquial Santiago. Los jóvenes de entonces emprendieron el camino de restablecer la restauración heredada de sus mayores. El pueblo se abrió al turismo. Los coches llegaron a la Plaza. Las bodegas y las cuevas desvelaron sus encantos. La uva de Chinchón empezó, gracias a la Cooperativa, a ser un don preciado. Hasta las HH. Clarisas aprendieron a hacer soplillos y pastas para vender a los visitantes. El duende de Chinchón salió del Castillo e impregnó la vida del pueblo.
Así los acontecimientos religiosos tomaron carta de ciudadanía. Chinchón se hizo referencia en la capital. Una fiestas, una romería, la Semana Santa, atraía a nuevos visitantes. Sus rincones, las cuestas, las cuevas y los lagares, los patios de las casas y la simpatía del pueblo que se prestaba a la convivencia cobijaron artistas y escritores.
En la Semana Santa caminábamos de un lado a otro por la orografía del pueblo portando a hombros nuestros santos. Hasta los más jóvenes se prestaban a ello. Había tal devoción en aquellos años 60 que me impresionaban más los silencios que los cantos. Jóvenes, mayores, niños y grandes hacían piña por sus santos desde el amanecer hasta el anochecer. El pueblo olía a incienso y a leña quemada lo mismo que ne la vendimia olía a uva prensada y en la aceituna recogida de enero a la almazara del vientre de la oliva recién ordeñada... Ni una saeta. Ni un gemido. Lo más, el llanto de la viejecita cuando pasaba la Dolorosa por la puerta de su casa. Un viernes santo era un Viernes Santo.
Tuve la osadía de haber escrito en varias noches de vela, siendo aún seminarista en Madrid, en febrero del 62, un “vía crucis” para ser representado por los niños de la catequesis si el destino me llevara a un pueblo de la Sierra Madrileña donde fuera.
La Historia de la Pasión de Chinchón salió de aquella narración catequética que elaboré en las noches del Seminario para ser dicha y representada por los jóvenes de un pueblo. Cuando el destino me llevó a Chinchón y recorría sus calles de día y de noche me di cuenta que aquel era el lugar elegido por Dios para manifestar la Pasión. Parecía que había sido escrita para ser allí representada. Geográficamente, su orografía, el carácter de sus edificaciones ancladas en las comisuras de los cerros, tenía las características de la tierra donde Jesús entregó su vida y fue crucificado.
Cuando empecé a conocer el carácter y la personalidad de los chinchonetes me ratifiqué en que aquella era buena arcilla para moldear un proyecto que suponía un arraigado sentimiento espiritual capaz de transmitir de padres a hijos por encima de las consideraciones sociales y políticas. Chinchón tenía y tiene el sentimiento de lo espiritual y es susceptible de interpretar la tragedia.
Miré en los pueblos de alrededor y, siendo parecidos, no era nada semejante. La Pasión estaba presente en Chinchón, en las historias que contaban, en las fiestas y en sus expresivos sentimientos religiosos. Su vida era una historia apasionada por el trabajo del día a día y por la fiesta de los toros.
En el último plenilunio del año recorrí el pueblo inundado por la luz de la luna de mano de mi amigo Alfredo. Era una luz divina a la que ponía estaciones y palabras como si se tratara de un ensayo general. Vi los lugares idóneos perfectamente retratados. Me retiré de madrugada y seguí soñando aparecidos de romanos y Pilatos con Jesús preso, Jesús conducido por la calle de la Amargura, Jesús encontrándose con la jovencita del pueblo que era María, Jesús muerto, Jesús resucitado y las campanas sonando a Gloria, que no quería dejarlo muerto y no resucitado…
La “Vida de Jesús” del Padre José Julio Martínez S.J. fue la síntesis de mi inspiración. Al día siguiente Antonio regresaba del huerto al atardecer. Ya le había observado como posible Jesús y había buscado la complicidad de su novia.
-Antonio, ¿Te gustaría hacer de Jesús en la representación de la Pasión el año que viene en Semana Santa?
Puse en sus manos la “Vida de Jesús”. La fue leyendo. Al cabo de unos días me sorprendió su decisión de hacerlo. Luego, durante mucho tiempo, hablábamos cómo podría ser Jesús de Nazaret nacido en Chinchón.
Fue un invierno aquel de intensa actividad. Mi texto de la Pasión se enriquecía tras los ensayos. En el Club Parroquial y en las calles, al regresar del trabajo del campo, nos juntábamos a ensayar escenas. Ante el asombro de los vecinos los mozos se convertían en apóstoles y las mozas en santas mujeres. Las palabras del evangelio sonaban nuevas con dejes y acentos populares. La chavalería nos rodeaba y repetía las divinas palabras lejos de la rutina de la liturgia. El atrezo era tan sencillo que surgía de las mismas casas como si el lavatorio de los pies de Pedo se hubiera celebrado con aquellos mismos barreños de barro cocido en aquellos mismos lugares de la casa del Altillo, de la esquina Olaya para desembocar en la Plaza por la columna del francés. Ya nos estábamos creyendo que vivíamos en nuestra Jerusalén. La corona se tejía con espinos buscados cerca de Valquejigoso. La crus era un leño fuerte y alto a la medida de Antonio. Los motes empezaban a ser San Pedro, Judas, la Magdalena, el Centurión… y los pregonaba ya hasta el cartero repartiendo la correspondencia. A Jesús le abrían paso en la plaza antes del primer estreno.
Era Pili Montero una mujer singular. Tenía unas dotes excepcionales para dirigir y lo había comprobado en las veladas de nuestro Teatro donde era capaz de convertir en actores hasta a los “maletillas” que invernaban en mi casa buscando el tiempo de las capeas por los pueblos de alrededor. Fue ella quien puso en pie a los intérpretes de la Pasión, la que hizo posible el reparto de papeles y la que consiguió entusiasmar al pueblo hasta crear la Hermandad que tan fuertemente está arraigada entre nosotros.
Chinchón se había convertido en un “plató” nada artificioso. Después de aquel primer año han seguido 50 en lo que hemos visto crecer día a día esta apasionada tradición. Sigue siendo un “Viacrucis” que se vive y se siente más que una representación entre bambalinas. Se reza a sus intérpretes como si fueran de verdad. Esto sucede un año tras otro. Mira que han cambiado cosas a nuestro alrededor. Pero la PASIÓN DE CHINCHÓN sigue teniendo sus mismas virtudes de popular pasión, nada sofisticada, soportada con el sacrificio de los más jóvenes que se unen a sus mayores para heredar su puesto, su interpretación y sus palabras. Más que una tradición escrita es una tradición oral que hay que vivirla.
Aquellos primero años los viví con especial devoción. Alentaba en el pueblo un espíritu de conversión. Antonio me empezaba a decir que sentía una vergonzosa veneración por su persona en los demás de la cual no era digno, estábamos sorprendidos y perplejos porque la Pasión suponía conversión en nosotros y en aquellos que desde los pueblos vecinos y ya desde Madrid se asomaban cada año a ver un Viacrucis con cruz alzada y monaguillos que recorría rezando y cantando los lugares paralelos del pueblo donde se ejecutaba la Última Cena, el Huerto de los Olivos, la calle de la Amargura, las caídas de Jesús, el encuentro con María, la Crucifixión, el Santos Entierro y la Resurrección de Jesús. Era un resumen triunfal de las tradicionales precesiones. Era una catequesis visual que quedaba grabada en las mentes de los niños, de los jóvenes y de los ancianos.
En la primavera de 1964, antes del Triduo Santo, los niños hacían cruces de madera y jugaban por los cerros a interpretar sus particulares pasiones de Chinchón. Recitaban de memoria los textos y buscaban entre los mejores su Jesús de Nazaret. Yo me quedé embobado viéndolo con mis propios ojos allá por el Cerro Colorao…
Nacieron también en los pueblos cercanos fotocopias de la Pasión de Chinchón que aún perduran haciendo buena la original.
Antonio, Miguel Ángel, Reinaldo, la sucesión en el tiempo de Jesús y sus más de 300 seguidores, los buenos y los malos, el pueblo que condena y que salva han contraído un vínculo ineludible con lo que ya es más que una tradición de nuestro pueblo: ¡SU PASIÓN!
Dicen que cuando las coplas las canta el pueblo ya no tienen autor. Ya son del pueblo.
Afortunadamente la PASIÓN DE CHINCHÓN ya no tiene autor. Es del pueblo.
LUIS DE LEZAMA
A los 50 años de la Pasión de Chinchón”.