miércoles, 31 de agosto de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VII (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO VI. LOS AMIGOS.



Dicen que el que tiene un amigo, tiene un tesoro; si esto es verdad, nosotros entonces éramos afortunados, porque teníamos muchos y buenos amigos.
Los amigos de entonces eran para toda la vida. Los amigos se hacían en las calles de tu barrio, se continuaban en el colegio, seguían cuando ibas a buscar novia y después se conservaban durante toda la vida, reuniéndose todos los domingos para jugar al tute y al mus y para tomar unas “alcahueses” que habían comprado en la plaza, entre trago y trago de limonada.


Entonces la amistad era un bien duradero que se mantenía durante toda la vida.
En aquellos años el concepto de amistad tenía una gran importancia para los niños.
Desde muy pequeños nuestros padres nos daban una gran libertad. Nada comparable con la situación actual. Entonces la sensación de inseguridad no existía y lo único que se podía temer era algún que otro pequeño accidente mientras perpetrabas las travesuras propias de la edad.
La única norma inflexible de los padres es que tenías que estar de vuelta a casa, cuando “venía la luz”, es decir, cuando se encendía la iluminación de las calles. Y pensándolo bien era una norma concisa pero flexible, que además no era necesario cambiar dependiendo de la estación meteorológica, porque siempre iba marcada por la hora en que se hacía de noche.
Por eso era muy importante lo de tener amigos con quienes compartir tantas horas de libertad. Bien es verdad que antes de salir había que hacer los pocos deberes que te mandaban en la escuela, y ayudar en las tareas de la casa, de las que ya os hablaré más despacio.
En esos años los amigos eran, propiamente, los compañeros de juegos, que sobre todo en verano, llenaban gran parte de nuestra actividad. Y casi todos los juegos de entonces eran de participación, porque no existían ni las “tabletas”, ni los “comecocos”, ni la televisión. Como mucho sólo los tebeos, pero que también se compartían y cambiaban porque nuestro poder adquisitivo era pequeño para comprar todos los que salían a la venta. También escuchábamos por las tardes las novelas de la radio. Yo lo hacía cuando iba a merendar a casa de mi abuela y mientras me comía el cantero de pan con una onza de chocolate, escuchaba “Diego Valor” o “Tres hombres buenos”, que mucho después supe que estaba escrita por José Mallorquí Figuerola.
Aunque había pandillas de amigos por todos los barrios, al final casi todos terminábamos jugando en la plaza, que era, como si dijéramos, el gran estadio de toda clase de competiciones.
Desde la pídola al “rescatao”, desde el peón a los güitos, desde las “bastas” a la “chita”, de los niños; desde los “alfileres” al “aparato”, o desde los “cinturones” a la comba, de las niñas, la plaza ofrecía cobijo a todos los juegos conocidos o los que se nos podían ocurrir, porque otra de nuestras cualidades era la inventiva.
No teníamos juguetes, pero con un cajón y unos rodamientos creábamos unos bólidos que no tendrían nada que envidiar a un fórmula uno de ahora, sobre todo bajando por las empinadas cuestas de Chinchón. El aro, el “guá” la “tornija”… y las “dreas”.
Por si alguno desconoce qué es eso de las “dreas” os lo voy a explicar. Eran sencilla y llanamente un lucha tirando piedras de verdad a los del bando contrario. Aquí era muy importante contar con un buen grupo de amigos que te secundasen porque si estaban en inferioridad numérica, existía un riesgo evidente. A fuer de sinceros, estas salvajadas no se prodigaban demasiado y además, por aquel entonces, los ángeles de la guarda debían estar muy atentos, porque los daños nunca fueron demasiado graves, a pesar del peligro evidente de aquella práctica. En estas luchas era donde se ponía de manifiesto la rivalidad que existía entre los distintos barrios.
También se podían organizar “guerras” o batallas en las que se formaban dos bandos, que podían ser determinados por los barrios de residencia, quienes armados con espadas de madera y escudos fabricados con cartones y tablas se lanzaban al campo de batalla –normalmente la plaza- desde su “cuarteles”; uno en la plazuelilla del Rosario y otro en la Plaza Galaz. Se hicieron famosos en aquel tiempo dos “caudillos”: Jesusito “El de Sepu” y Pepe “Trastornos”, que por su gran arrojo y valentía conducían a sus huestes generalmente a la victoria. Fue famosa la célebre “Batalla del Vertedero” celebrada en un día de finales de un otoño frío y lluvioso en la que “El de Sepu” perdió en el barro uno de sus zapatos, motivo por el que su madre le obligó a abandonar su incipiente y prometedora carrera militar.
Este grupo de amigos se iba manteniendo en el tiempo. Después de los juegos de niños, se pasaba a la edad de merecer y entonces también era importante contar con algún amigo que te acompañase para cortejar a la moza que te gustaba, que también siempre, iba acompañada por una amiga.
Esta práctica de acompañamiento se mantenía aún después de haber formalizado el noviazgo, es decir, después de haber pedido permiso al padre para “hablar” formalmente con la joven. Y es que entonces no estaba bien visto que una joven, sobre todo si era de la Congregación de Hijas de María, saliese sola con el novio, sin llevar carabina.

Las reuniones. Los amigos de toda la vida se reunían los domingos por la tarde en casa de uno de ellos, rotativamente, para jugar al mus, al tute y al julepe, mientras tomaban los frutos secos y la limonada que había preparado el anfitrión.

Y estos grupos de amigos llegaban a desembocar en las “reuniones”. Y es que los hombres, en Chinchón, formaban las "reuniones".
Ese grupo de amigos, de los de toda la vida, se reunían aún después de casados, todos los domingos por la tarde, rotativamente, en casa de cada uno de ellos.
Antes de llegar a la casa donde se iban a reunir, uno de ellos se pasaba por la plaza.
Allí en el centro de la plaza se colocaban el Ariza y el tío Eustaquio “El cachigordo”, con sus puestos de frutos secos. Las "alcagüeses", las chufas, los garbanzos tostados, las pasas en sacos de lona blanca y las aceitunas que tenían puestas en agua en un pequeño tonelito de madera y que sacaban con un cazo con agujeros en el fondo.

Eustaquio, el tío “Cachigordo”, en su puesto de frutos secos en medio de la plaza. Visita obligada todos los domingos antes de acercarse por las “reuniónes” donde los hombres acudían para pasar la tarde con los amigos.


- Ariza, ponme un surtido que voy "pa" la "regunión".
En un cucurucho de papel de estraza colocado en uno de los platos dorados de la balanza iba echando, cuidadosamente, con un cacillo de hojalata un poco de cada producto, hasta que vencía el peso del otro plato en el que unas pesas negras y redondas marcaban la cantidad de la compra.
- Son dos reales.
El hombre, después de pagar los cincuenta céntimos, guardaba la compra en uno de los grandes bolsillos de su blusa negra, sacaba de su faja la petaca y un librillo de papel "Dominó" y liaba, con parsimonia, uno de "caldo de gallina", que para eso era domingo y estaba en la plaza. Sacudía con la palma de su mano izquierda la ruedecilla que rascaba la piedra de su mechero hasta que una chispa lograba prender la mecha, ayudada por la fina brisa que entraba por la Puerta de la Villa.
Mientras, los demás preparaban una limonada, y con los frutos secos se iban tomando un "reo" y otro y mientras jugaban a las cartas -generalmente al mus, al tute y al julepe - comentaban los acontecimientos y "discutían" de todo lo divino y de los humano. Las mujeres no participaban en estas reuniones, y como mucho, llegaban acompañadas de los niños, a la caída de la tarde, para volver con su marido a casa al finalizar la reunión. En ocasiones muy señaladas se reunían también para comer.
Una de estas ocasiones podía ser cuando había que celebrar un alboroque.
La palabra "alboroque" procede de la palabra árabe "albaraca" que significa dádiva, y se define como el agasajo que hacen el comprador o el vendedor o ambos a los que intervienen en una venta. En Chinchón tenía un significado más lúdico, y era el agasajo que alguien daba a sus amigos para celebrar cualquier acontecimiento gratificante.
Así, el mozo tenía que pagar el alboroque a sus amigos cuando formalizaba las relaciones con su novia. Aunque en este caso parece que no existe el factor de agradecimiento que aparece en la definición, debemos convenir que, en la mayoría de las ocasiones, los amigos tenían un papel fundamental y muchas veces decisivo en conseguir que la moza aceptase "hablar" con su pretendiente. Por eso se puede considerar como acertado emplear este término cuando pedían al novio que se pagase el alboroque, teniendo en cuenta que en toda relación amorosa existe un cierto contrato comercial. Y más en tiempos pasados, cuando los padres concertaban la boda de sus hijos pensando en ampliar sus tierras de labor y el mozo podía llegar a adquirir un atractivo especial en función de las viñas y los olivos de la familia.
También había que pagar el alboroque cuando se compraba una "muleta" -mula joven- nueva, se construía una casa o te llegaba una herencia imprevista.
Y el convite solía ser proporcional al acontecimiento que se celebraba. El compromiso, por ejemplo, de un mozo con la hija de un rico terrateniente - lo que hoy conocemos como un buen braguetazo - requería una celebración por todo lo alto, no menos que un cordero asado, al breve o cochifrito.

Tampoco faltaba una buena comida preparada en el campo. Era lo que entonces se llamaba una “juerga” y una buen guiso de patatas era el complemento ideal.

Estas celebraciones tenían lugar, por lo general, en la casa del anfitrión. Pero también había la costumbre de hacerlas en el campo. Entonces se decía que “se iba de juerga”. Aun hoy se va “de juerga” para celebrar la terminación de una casa, para organizar la fiesta de cualquier cofradía, para agradecer los favores que alguien te ha hecho, o para montar una fiestecilla con los amigos, para lo que no es necesario buscar demasiadas excusas.
Una costumbre de entonces, cuando no había televisión, eran las tertulias que se formaban a la puerta de las casas en verano. Al anochecer, cuando ya empezaba a refrescar, los vecinos sacaban sus sillas a la puerta y allí se comentaban las noticias que cada uno había sabido.

Sin duda un precedente de los programas de cotilleo, mezclados con el telediario de la noche, que ahora podemos ver en televisión.
Continuará....

lunes, 29 de agosto de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VI (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO V. CELEBRACIONES


Además de las fiestas, en la posguerra tampoco faltaron las celebraciones. Y las bodas eran, sin ninguna duda, las que acaparaban los mayores dispendios, sin llegar, claro está, a los excesos actuales.
Pero además, siempre se encontraba algún motivo de festejar cualquier nimio acontecimiento que hiciese más llevadera la vida monótona de aquellos años.
Y de aquellas celebraciones nos quedan el dulce sabor de los repápalos, de los bollos de aceite, de los bartolillos, de las magdalenas y de las rosquillas, todo ello regado con un buen trago de limonada o una copita de anís.

Entonces, en la Posguerra, se celebraba todo. Los cumpleaños, los santos, los bautizos, las comuniones y, por supuesto, las bodas. Las reuniones, los alboroques y las juergas, también eran celebraciones, pero con los amigos; como veremos en el capítulo siguiente. Cualquier motivo era válido para justificar la organización de alguna fiesta o fiestecilla.
Claro está que estas celebraciones no tenían nada que ver con lo que ahora entendemos con “celebrar”. Entonces, aún, la gente era sensata y estas celebraciones no sobrepasaban nunca la capacidad económica de los organizadores que se las arreglaban para compartir con amigos y familiares la alegría del evento, pero sin los despilfarros a los que ahora estamos acostumbrados.
Las más frecuentes eran los cumpleaños y los santos, aunque en Chinchón no había mucha costumbre de celebrarlos. Acudían padres, hermanos, tíos, primos, amigos y vecinos.
Pero entonces no se decía “vamos al “cumpleaños de…”, se decía vamos “a los días de…”; por ejemplo, “vamos a los Solares, a dar los días a la tía Regina, la del tío Valentín…”
Las bebidas eran el agua de limón y la “limoná” que regaban los dulces que se preparaban en casa. Las rosquillas, los repápalos, los bollos de aceite y de manteca, las magdalenas, los bartolillos, y las hojuelas que se presentaban en bandejas que los anfitriones iban pasando en “reos” para que cada uno cogiese uno de los dulces.
Nadie se atrevía a levantarse del asiento para coger un dulce de la bandeja hasta que no se lo ofrecían. Era una forma de reparto equitativo. Luego se iba pasando el porrón con la limonada o la jarra con el agua de limón que se iba sirviendo en vasos que podían ser compartidos por los invitados.
Al final, siempre aparecía una botella de anís, que era el mejor complemento para los bollitos de aceite que solían ser los más apreciados.
Los bautizos no se celebraban demasiado porque entonces se tenían muchos hijos y los tiempos no estaban para demasiados gastos. Como mucho, el primero y sobre todo si era el primer nieto de alguna de las familias.

La primera comunión. Ya entonces se celebraba por todo lo alto. Los niños que hicieron su primera comunión en el año 1953. El grupo fotografiado en el patio del Colegio de Cristo Rey.

Las comuniones si eran más celebradas; pero sobre todo por la fiesta que organizaba la Parroquia para dar más importancia a la celebración.
Los vestidos de primera comunión eran ya entonces muy parecidos a los actuales. Estaban confeccionados con una tela que llamaban de organdí, blanco, por supuesto. La falda, larga hasta los pies, era lisa, pero en la parte de abajo tenía varios volantes plisados a mano con tenacillas calentadas al fuego. Este proceso era muy primoroso, porque había que ir limpiando concienzudamente las tenacillas, después de calentadas entre las brasas, para evitar que manchasen una tela tan delicada. Estos volantes se repetían en la parte superior formando un canesú y llegaban hasta las mangas que iban ciñéndose a los bracitos hasta terminar en puños con presillas y botonadura de perlas. El tocado era también de organdí con adornos florales de la misma tela que terminaba en un velo de tul ilusión, que bien podría ser el velo de alguna novia de la familia.
En las casas de los más pudientes, la muda de la ropa interior de la niña se la encargaban a las monjas clarisas que la bordaban a mano. Era de crespón blanco terminado en encaje y unos lacitos de raso. En la camisita le habían bordado las iniciales de la niña. Los zapatitos blancos de charol y los calcetines de perle, solían ser el regalo de los padrinos. Claro está que en muchas casas el atuendo se solucionaba adaptando el vestido de una hermana mayor o el de alguna vecina que había hecho la comunión unos años antes.
El traje de los niños solía ser un traje de marinero o un traje de chaqueta y pantalón blancos, normalmente también heredado de algún hermano o familiar cercano. También había trajes de monjes e incluso, algún que otro traje de angelito con sus alas y todo.
Los niños habían asistido a la catequesis, donde enseñaban las oraciones que todos debían conocer para poder comulgar, aunque muchos de ellos ya se las traían aprendidas de casa. Las catequistas insistían en que el vestido no era lo importante, sino la pureza del alma para recibir al niño Jesús, aunque a ellos les seguía haciendo más ilusión el vestido tan bonito que les habían preparado y los regalos que esperaban recibir en ese día.
Los días previos a la fiesta, en casa, se exponía toda la ropa de los niños para que la pudieran admirar los familiares y las amistades que iban pasando por la casa para ver las ropas de la comunión. Esa costumbre también existía cuando se celebraba una boda; entonces se exponía el traje y toda la dote de la novia y el traje del novio en sus respectivas casas. Incluso, se solía hacer con la ropa que estrenaría el mozo que entraba en quintas. Eran las oportunidades que se tenían para demostrar la alcurnia de la familia.
Uno de los regalos más frecuentes, por entonces, era una librito con pastas de nácar con todas las oraciones de la comunión y la santa misa. También tenía unos dibujos muy bonitos de ángeles y niños santos. A los niños lo que más nos impresionaba era una estampa en la que se veía a las almas condenadas en el infierno, allí el demonio pinchaba con un tridente a los pecadores que se quemaban en unas hogueras con llamas rojas y reflejos amarillos. Deducíamos por la expresión de sus caras, que daban gritos y alaridos, arrepentidos de sus pecados. Pero nosotros nunca iríamos al infierno, porque éramos niños buenos y obedientes, que cumpliríamos siempre con los mandamientos de la Iglesia. Y además, para eso guardábamos en una cajita todas las estampas que daban los domingos, a la entrada de la misa, para justificar nuestra asistencia.
Para ese día se hacían unos recordatorios con imágenes de santos, del Sagrado Corazón o de la Virgen, y debajo el nombre del niño, la fecha y la inscripción "El día más feliz de mi vida", que se repartían entre familiares y amigos.

Años después. en la sacristía de la Parroquia, los curas, don Valentín y don José Manuel, los maestros, don Lorenzo, don Ramón y doña Matilde, y las autoridades civiles y militares, acompañan a los niños en el desayuno que se les ofrecía después de la misa.

Después de la ceremonia de la iglesia, se ofrecía un desayuno a todos los niños que habían comulgado por primera vez. Entonces, hay que recordar, para comulgar había que guardar ayuno. En el Colegio de Cristo Rey primero, o en la propia sacristía después, se preparaban un chocolate con bollos y dulces, y eso, entonces era una celebración que después recordaban todos los niños, porque era una excepción en lo que normalmente era el desayuno diario en sus casas, aunque algunos no lograsen que sus nuevos trajes blancos no terminasen con una buena mancha de chocolate.
El ágape estaba servido por las monjitas, cuando era en el colegio, o por las catequistas cuando se hacía en la Sacristía.
En todas las celebraciones, los familiares más cercanos, como abuelos y tíos, solían llevar un pequeño detalle como regalo, sobre todo si el protagonista era un niño.
Había otra celebración que tenía un gran arraigo y que fue decayendo poco a poco ya en tiempos de posguerra, hasta su total desaparición cuando fue suprimido el servicio militar obligatorio. Era la fiesta de los “Quintos”.
Durante esos días, porque la fiesta duraba tres o cuatro, se podía escuchar por las calles de Chinchón:

La quinta de los nacidos en el año 1945. Era el día de los ”quintos” y había que celebrarlo, cantando las coplas, antes de ir a tallarse en el Ayuntamiento.

"Somos los quintos de hogaño, /tocamos la pandereta, /el que no nos quiera oír /que se vaya a hacer puñetas."
De la tradición carnavalesca en Chinchón, la fiesta de los quintos heredó su aspecto satírico. Así se hacían famosas cada año las coplillas que se dedicaban a los acontecimientos más relevantes del año y a las personas que se habían distinguido por cualquier motivo, sobre todo si ofrecía algo de morbo. Aunque los quintos no estaban amparados por un disfraz, sí conseguían el anonimato dentro del grupo y así se atrevían a satirizar a las personas y a las costumbres. Muchas veces eran diatribas mordaces hacia los poderes fácticos, otras, la crítica social, el descubrimiento de un turbio asunto, incluso el ataque frontal a un enemigo, pero todo salpicado de ingenio en sencillos versos octosílabos con rima en los versos pares.
Debió ser de tal importancia esta costumbre en tiempos anteriores, que cuando se hace la jota de Chinchón, se incluyen varias estrofas dedicadas a los quintos; la primera que he reseñado antes y las dos siguientes, que son un ejemplo claro de lo comentado anteriormente, ya que se ridiculiza a los "señoritos" y a una moza que debía ser algo ligera de cascos:
“La farola de mi pueblo/se está muriendo de risa/ por ver a los señoritos/ con corbata y sin camisa”.
“En Chinchón hay una moza/ que se tiene por formal/ y en la Puerta de la Villa/ ha perdido el delantal”.
El día en que los mozos tenían que tallarse, que era el acto previo al sorteo de los reemplazos para alistarse en el servicio militar, era un gran día de fiesta, puesto que el hecho de ir al Servicio Militar suponía, hasta bien entrado el siglo XX, un acontecimiento de máxima importancia para la vida de los mozos de Chinchón. Para muchos iba a ser la primera vez que salían del pueblo, incluso su oportunidad para aprender a leer y a escribir y, desde luego, posiblemente la única oportunidad de "conocer mundo".
Si el mozo "salía mal", que era si era destinado a África, suponía un drama familiar digno de consuelo de parientes y vecinos que se apresuraban a mostrar su pesar a los padres del joven que no sabía muy bien donde estaba África, y que sólo tenía un poco claro que por allí estaban los moros. En cambio, si "salía bien" - esto es, si se quedaba en la Península -era motivo de alegría para todos los allegados y para el propio interesado al que se le presentaban ante sí promisorias aventuras militares, culturales e, incluso, amorosas, aunque esto último sembraba el desasosiego en la novia que era consciente de la obligación de esperar a su amado recluida en su casa para no verse en boca de los quintos del año siguiente que, en caso contrario, no dudarían en sacarla en sus cantares.

Los quintos, con sus trajes nuevos, posan en la plaza antes de ir al ayuntamiento para tallarse.

Con motivo de la llamada a quintas se compraba al mozo una dote completa, casi como si se tratase del ajuar de novio: Traje, camisas, ropa interior, zapatos, pañuelos, calcetines, etc. etc. que estrenaban el día de la talla. Ese día se reunían todos los mozos de la quinta en la Plazuela del Pozo, con sus trajes nuevos, y acompañados por los músicos, se dirigían hacia la Plaza entonando sus coplas satíricas. En el centro de la plaza, rodeados por gran cantidad de paisanos que celebraban sus ocurrencias, cantaban todo su repertorio hasta que a las doce en punto de la mañana se entraba en el Ayuntamiento donde el secretario oficiaba de maestro de ceremonias y en presencia del señor Alcalde se procedía a tallar a todos y cada uno de los mozos.
Durante los días previos habían ido pidiendo a familiares y vecinos una ayuda para sufragar los gastos de esta celebración que tenía un carácter casi iniciático. Además de la transgresión verbal de las canciones, siempre se cometían excesos en la bebida, lo que no estaba mal visto; incluso, durante años, se solía recordar la borrachera más sonada, lo que concedía un cierto prestigio al protagonista.
Pero, desde luego, la celebración por antonomasia, como ocurre ahora, eran las bodas.
En aquellos años, cuando el mundo se terminaba en el “Ventorro”, difícilmente llegaban noticias de más allá de la raya de Colmenar y no leía casi nadie el periódico, las noticias de la vida social del pueblo tenían una gran importancia. Como apenas llegaba la reseña de las bodas reales y eso con demasiado retraso, cualquier enlace local conseguía un seguimiento que no desmerecía con el que actualmente tienen las bodas de los toreros, las folklóricas y el resto del mundo de los llamados famosos.
La celebración de la boda duraba varios días y los fastos por este acontecimiento iban adquiriendo -poco a poco- la magnitud que ha llegado a desembocar en la desmesura que han alcanzado en la actualidad.
En aquellos años la boda era, como ahora, una oportunidad para mostrar a la sociedad el poder adquisitivo de la familia, en la que había que demostrar a todo el mundo la situación económica de los contrayentes, para lo cual siempre se hacían, casi como ocurre ahora, algún dispendio excesivo que se saliese de lo que podría ser aconsejable. El número de invitados era otro baremo que medía el potencial de la familia.
La férrea sociedad patriarcal imponía a los jóvenes esposos el seguir ligados, laboral y económicamente, con el cabeza de familia, por lo tanto, eran los padres del novio quienes se encargaban de preparar la vivienda, frecuentemente dentro de su misma casa, y la familia de la novia debía contribuir con el ajuar y mobiliario del nuevo hogar.

Las bodas, la más importante de las celebraciones sociales. Los contrayentes llegaban andando a la Iglesia. Aquí vemos una boda a la salida de la ceremonia, unos años antes, subiendo por el Arco de Palacio.

El vestido de novia era, hasta mediados del siglo XIX, el traje de fiesta típico de las mujeres de Chinchón que se confeccionaba para esa fecha y después se utilizaba en las distintas celebraciones festivas. Poco a poco se fue imponiendo la moda de los vestidos de calle en colores oscuros y no fue hasta mediados del siglo XX cuando se empezó a usar el vestido blanco.
También los hombres vestían, en un principio, su traje típico de fiesta con sus pantalones, su chaleco y su chaquetilla de pana negra, su camisa sin cuello, pulcramente almidonada, y grandes botas de piel. Con el paso del tiempo también fue evolucionando, pasando por el traje de chaqueta y corbata, hasta llegar a los “uniformes” hoy en uso.
Como se ha dicho antes, las celebraciones duraban varios días, aunque, lógicamente, la celebración principal era la comida del día de la boda. Por la mañana se había preparado un desayuno con magdalenas y bollos para la familia más allegada y al día siguiente se celebraba la “tornaboda” en la que de nuevo se volvían a reunir para comer -los restos del día anterior- los familiares y amigos más cercanos.
La comida de la boda se celebraba en la casa de alguno de los contrayentes y el menú estaba compuesto por carne guisada, arroz con leche, dulces, vinos de la tierra y aguardientes anisados. La preparación de la comida se encomendaba a personas expertas que se habían especializado en guisar en grandes cantidades. Porque en aquellas épocas, cuando la comida no era demasiado abundante, era más apreciada la cantidad que la calidad y se preparaba suficiente comida para que se hartasen todos los invitados.
Estas comidas suponían un gran dispendio que muchas familias no se podían permitir y eran sustituidas por meriendas compuestas por dulces, pastas, magdalenas, repápalos, bartolillos, mantecados y rosquillas y en las que la limonada corría en abundancia.
Por los años cincuenta se hizo una innovación que consistía en celebrar una merienda en los salones del baile de la “Sociedad”. En largas mesas formadas por tableros colocados sobre unas borriquetas, sobre las que se colocaba papel blanco a modo de manteles, y que rodeaban todo el salón; a cada uno de los invitados, sentados a ambos lados de las mesas, se le servía una bandeja de cartón con varias lonchas de embutidos y una barra de pan para hacer un bocadillo. En otra bandeja dos o tres pasteles y varias pastas, como postre. Vino y gaseosa para beber. A continuación llegaba el baile. Después que los nuevos esposos abrían el baile con el obligado vals, los mozos se apresuraban a sacar a bailar a las mozas, un largo repertorio de pasodobles, bajo la atenta mirada de las madres que se colocaban todo alrededor del salón para vigilar a los jóvenes bailarines. Era costumbre, que los mozos que no estaban invitados, sobre todo si estaban interesados en alguna joven de la boda, se colasen al baile “de pegote”, burlando la solícita vigilancia del tío Lorenzo Salas, el conserje, que intentaba por todos los medios impedir el paso a los que no estaban invitados. Cuando las bodas se celebraban en verano, se abrían todos los balcones del salón, y allí se salían las parejas, cuando las madres estaban distraídas, para sofocar los calores meteorológicos, y los amorosos. El baile, siempre, terminaba con la jota.

En los salones de la Sociedad, celebrando una boda en los años 50 y 60 del siglo XX.

Había, por entonces, una gran demanda para cubrir cualquier vacante circunstancial en el puesto de monaguillo, puesto que la participación en la ceremonia llevaba aparejada la asistencia a la merienda; hecho no establecido formalmente, pero generalmente aceptado por las familias de los contrayentes.
No consideramos necesario continuar con la evolución de esta costumbre de invitar a comer a familiares y amigos, por ser suficientemente conocido por todos, y evitarnos tener que relatar los excesos desproporcionados a los que se han llegado.
La ceremonia religiosa tenía lugar en la Parroquia - cuando no estaba en obras de reparación - o en la Iglesia del Rosario y el traslado hasta allí de los novios se hacía a pie. Era el momento de que todos -las mujeres principalmente- saliesen a la puerta de la calle para ver la boda. Alguien del acompañamiento, para avisar, solía gritar:
“ ! Salid, lechuzas, marranas, a ver la boda...!”
A la salida de la iglesia, el padrino lanzaba anisillos y peladillas, que los niños se disputaban, sin importarles que ese día les hubieran puesto la ropa nueva. Entonces no existía la costumbre de lanzar arroz a los novios. Eran tiempos de escasez y estaba muy arraigado aquel dicho de “Con las cosas de comer, no se juega”.
Lo del viaje de novios es una invención mucho más moderna. Hacer un viaje en carro, aunque no fuese nada más que hasta Aranjuez, no era el preludio indicado para la culminación de la tan esperada noche de bodas.
Los nuevos esposos estrenaban esa noche su nuevo hogar bajo la amenaza de las pesadas bromas de los amigos del novio, y a la mañana siguiente se integraban, de nuevo, en las celebraciones de la tornaboda, y terminadas éstas, iniciaban su nueva vida que, en lo económico y en lo laboral, no difería prácticamente en nada con la de solteros.
Entonces, cuando todavía existía un patriarcado efectivo, la nueva pareja solía entrar a formar parte (salvo excepciones) de la familia del novio. La casa podía estar dentro de la casona familiar en donde se habilitaban algunas habitaciones para la nueva pareja que seguía supeditada económicamente al patriarca, sobre todo en las familias campesinas.
Cuando un hijo se casaba seguía dependiendo económica y laboralmente del padre, quien era el que seguía dirigiendo las tareas del campo y el que indicaba, día a día, donde y qué labor tenía que realizar esa jornada.
Esta costumbre permaneció durante muchos años, hasta que fue decayendo la actividad agrícola y los hijos fueron dejando sus casas para trabajar en Madrid.
Era una forma de garantizarse los mayores su “pensión” y era admitido por los hijos para perpetuar esta costumbre que después también les daría a ellos la garantía para su vejez.
                                                                                                                             Continuará....

sábado, 27 de agosto de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. V (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPÍTULO IV. FIESTAS.


Entonces, cuando la vida cotidiana se reducía a trabajar y trabajar, cuando durante todo el año apenas si nos podíamos permitir algún capricho, eran las fiestas los únicos paréntesis festivos que podíamos disfrutar.
Las fiestas eran un oasis en nuestras vidas. Las fiestas era el tiempo de un descanso obligado y las fiestas eran las fechas en las que muchos de los que habían tenido que emigrar del pueblo, volvían para ver a sus familiares y para asistir a la procesión de San Roque; porque en Chinchón, aunque no se creyese en Dios, todos creíamos en San Roque.

Cuando en Chinchón se habla de fiestas, nos estamos refiriendo a las Fiestas de Nuestros Patronos, La Virgen de Gracia y San Roque, que se celebran los días 15 y 16 de Agosto.
En los años de la posguerra estas fiestas tenían una importancia que ahora no es fácil calibrar.
Entonces, cuando la vida cotidiana se reducía a trabajar y trabajar, cuando durante todo el año apenas si nos podíamos permitir algún capricho, eran las fiestas los únicos paréntesis festivos que podíamos disfrutar.
Bien es verdad que también estaban las Fiestas de Navidad, estaba la Semana Santa, estaban las fiestas de Santiago y de la Virgen del Rosario que antiguamente tuvieron hasta más importancia que las de San Roque, pero éstas llegaban cuando ya se habían terminado las labores de la recolección y cuando hacía buen tiempo para alargar los días y participar en todos los actos que se organizaban.
En la antigüedad, siglos atrás, estas fiestas coincidían con la feria de ganados, pero a mediados del siglo XX, la única reminiscencia de aquellas ferias eran las fiestas con toros.
Durante mucho tiempo, y en la época de que nos ocupamos, las fiestas se centraban entre los días 14 y 18 del mes de Agosto. Fue después, cuando ya la esencia de las fiestas se perdía, cuando se fueron ampliando las fechas y los actos, sobre todo los encierros desproporcionadamente.
El primer día, por la noche se celebraba la pólvora en la Plaza Mayor, amenizada por los músicos, que entre castillo y castillo de fuego, interpretaban las canciones de moda para que los mozos bailasen en la arena de la plaza.
Previamente, a la caída de la tarde se había encendido el alumbrado festivo que consistía en una hilera de bombillas que recorría el centro de la calle de la Iglesia, la calle Grande y la calle de los Huertos. La plaza se iluminaba también con varias bombillas más gordas que atravesaban el ruedo colgadas de gruesos alambres. (Esta iluminación se inició en el año 1898, en que llegó la electricidad a Chinchón). A las doce en punto del mediodía se habían lanzado las "bombas reales" - lanzamiento de cohetes y tracas - como anuncio del inicio de las Fiestas.

Antes no había contrabarrera. Sólo el tabloncillo y los palos. Para las grandes corridas, se colocaban los carros alrededor para aumentar el aforo.

El día 15, Festividad de la Virgen de Gracia, había funciones religiosas y procesión por la tarde en la que se trasladaba la Imagen de la Virgen hasta la Ermita de San Roque. El 16, día del Santo Patrón, por la mañana, se trasladaba la Imagen de San Roque, acompañada por la de la Virgen hasta la Parroquia. Era la procesión llamada de los pobres. Al mediodía se celebraba la solemne Misa Mayor, que siempre tenía una gran concurrencia. Por la tarde tenía lugar el encierro de los toros de la corrida del día siguiente. Aunque se iniciaba muy temprano, a eso de las cuatro de la tarde, había veces que no se habían encerrado los toros a la hora de la procesión, que en ocasiones tenía que empezar bien entrada la noche. Esta era la procesión llamada de los ricos, porque todos los asistentes lucían sus mejores galas, y en la que la imagen del Santo volvía a su Ermita, acompañada por la mayoría de los vecinos de Chinchón y de los que venían de fuera para asistir a la procesión.
El día 17 era el día de los toros. Por la mañana se soltaba el "toro del aguardiente" y a las doce se "hacía la prueba" de los toros que se iban a lidiar por la tarde. Se soltaban uno o dos toros de la lidia que era corrido por los mozos en una capea, sin tener en cuenta el peligro que esta práctica podía tener para los toreros en la corrida de la tarde. En realidad la corrida era una novillada sin picadores en la que alternaban jóvenes aspirantes a toreros y lo verdaderamente importante eran las capeas en las que se corrían toros de gran tamaño y en las que los mozos del lugar competían con los maletillas que llegaban con la esperanza de dar unos pases que les abriesen las puertas de la fama.

A veces se soltaban los toros directamente en la plaza desde los cajones

El 18 era el día de descanso. Por la tarde se celebraba la Almoneda en la que se subastaban los regalos que se habían hecho al Santo; ristras de ajos, embutidos, vino, dulces y anís. Durante la almoneda se obsequiaba con limonada a todos los asistentes que podían participar en la subasta o divertirse con las ocurrencias de los "animadores" que incitaban con gracejo a subir las pujas. Desde aquí queremos dejar un cariñoso recuerdo para el "Pregonero", "Machaco" y "El Pajero" que, durante casi un siglo, colaboraron en este menester
Aparte de los actos "oficiales" que se han reseñado, durante las fiestas había "grandes bailes de sociedad" en los salones del "Duende", en baile de “Las Cañas”, y también en el baile del Alamillo primero y de "Finuras" después, que alcanzó una gran aceptación en los años cincuenta y sesenta en lo que se llamó "baile del vermú" que tenía lugar al mediodía y donde se ponía a prueba a los mozos, que poco acostumbrados a los trajes y las corbatas, sufrían estoicamente los rigores del calor del pleno mes de agosto de Chinchón, por aprovechar una de las pocas oportunidades que se les ofrecía de bailar con la moza a la que querían pretender.
Las fiestas eran días en los que en todas las casas se recibían a los huéspedes. En realidad, los huéspedes eran familiares que vivían fuera y que volvían una vez al año para acompañar a San Roque en su procesión y ver a los padres y a los hermanos. En estas fechas se encentaba el jamón de la matanza y se sacrificaba uno de los mejores gallos del corral, porque en Chinchón, y en aquellas épocas, era proverbial la buena acogida que se daba a los forasteros, aunque fuesen de la familia.
En las fiestas, para las misas y sobre todo para las procesiones se reservaban los mejores trajes; los de quintos, los de novios o lo de las bodas, porque era impensable acudir a los actos oficiales sin vestir como requería la costumbre y la etiqueta establecida.
En las fiestas se solía conseguir la primera autorización de los padres para poder no ir a dormir por la noche; para después del baile, tomar una copita de anís, bajar a la misa de las Clarisas y después ir al encierro.

Pero siempre fueron famosos los grandes encierros

Porque, sin ninguna duda, los actos de mayor asistencia eran los encierros. La celebración de encierros en Chinchón es una tradición que se ha mantenido en el tiempo. En épocas en que estuvieron totalmente prohibidos, Chinchón, junto con Pamplona, Sepúlveda, San Sebastián de los Reyes, y pocos más eran las excepciones que confirmaban la regla.
En aquella época el encierro se hacía a las cuatro de la tarde del día del Patrón. Los toros que se iban a lidiar al día siguiente se traían andando desde la dehesa, acompañados por los mayorales a caballo. El día antes llegaban al Valle, y allí permanecían hasta el día del encierro por la mañana, que llegaban hasta la Fuente Pata, donde esperaban hasta la hora del inicio. Los mozos se iban uniendo a la manada, guardando las distancias, aunque los toros en el campo eran menos peligrosos.
Desde dos horas antes del encierro los mozos a pié y los señoritos a caballo, iban tomando posiciones para correr el encierro. Ese día, además de los cuatro toros de muerte de la novillada del día siguiente, traían dos toros de capea y cinco bueyes.
La calle de los Huertos repleta de gente que se apartaba al paso de toros y caballos mientras el infernal griterío en la Plaza acogía la llegada a la Puerta de la Villa en la que se formaba un tumulto de hombres, toros y caballos, de un colorido y una plasticidad inenarrable.

Se celebraban también las conocidas capeas en las que se podían lucir los recortadores, los maletillas y todos los aficionados.

Una diferencia importante era la forma que entonces había de recortar a los toros. En la actualidad se ha mejorado mucho esta técnica y los que lo practican han alcanzado casi la profesionalidad. Ahora se cita al toro de frente y se le hace un quiebro o se le recorta por la cara. Entonces, el mozo entraba al toro por detrás para cogerle desprevenido; después, si el toro se arrancaba, era cuestión de correr en zigzag, porque si corrían en línea recta era fácil que no llegasen al tabloncillo, y entonces, sí que los gritos, sobre todo de las mujeres, alcanzaban su máximo volumen. Se recuerda al “Perla “y a Victoriano Moya, y a “Pachano” y a su compañero al que apodaban “Conejo” por su habilidad para escapar zigzagueando de la cara del toro; que estaban considerados como grandes recortadores que, entonces, alcanzaron el prestigio y la admiración, sobre todo de los niños, comparable con la que ahora puedan tener Sergio Delgado o Rozalén.
Más de uno de uno de nosotros sufrió la angustia de verse perseguido por un toro, en el encierro o en las capeas, hasta que los años, la novia o la sensatez nos desaconsejó estas peligrosas aficiones.
                                                                                                                             Continuará....

viernes, 26 de agosto de 2016

TU RECUERDO




Aún me duele tu recuerdo
En noches de luna clara
Cuando en mis sueños despiertos
Me parece ver tu cara.

He pasado tantos días
Entre llantos y suspiros 
Añorando los momentos
En que tú estabas conmigo
Que tu falta, se hace pena
Y en tu ausencia no consigo 
Llevar la vida serena
De cuando estaba contigo.

Aunque ha pasado tanto tiempo
De noches claras en vela
Aún me duele tu recuerdo
Y nada a mí me consuela.

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MIS EDICIONES MUSICALES

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SENTIRES. Canta Mª Antonia Moya. Edición remasterizada. 2012. Incluye las canciones siguientes:

AVE MARIA

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De Schubert. Canta María Antonia Moya, acompañada por el Maestro Alcérreca. 2011. Para escucharlo, pinchar en la image.

LA TARARA

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Canta Maria Antonia Moya. Si quieres escuchar la canción, pincha en la imagen

LOS PELEGRINITOS

LOS PELEGRINITOS
La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

EN EL CAFÉ DE CHINITAS
La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE
Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

LOS CUATRO MULEROS.

LOS CUATRO MULEROS.
Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

PERFIDIA

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Canta Maria Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. Año 1986. Para escuchar la canción, pincha en la imagen.

PASODOBLE DE CHINCHÓN

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Letra: L.Lezama - Música: Palazón. Canta: María Antonia Moya. 1987Puedes escucharlo pinchando en la imagen

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Los Velos de la Memoria II. El Amo. Edición digital. 2012.

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"Déjame que te cuente"... 2013. Recopilación. Para leerlo, pinchar en la portada del libro.

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HISTORIAS DE INTRIGA PARA DORMIR LA SIESTA

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LOS VIAJES DEL EREMITA VOLUMEN II

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Los viajes del Eremita. 2016.

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