Cuando mis dedos se vistieron de terciopelo llené de caricias sus pensamientos, hasta que se paró el tiempo porque los relojes anunciaron que él se había marchado. Entonces, el viejo dolor de penas ya casi olvidadas se aposentó en mi vida, los suspiros tornasolados por lunas plateadas se adueñaron de mi existencia y los sinsabores de fresa y de hierbabuena me acompañaban en un errar cansino por caminos que iban a ninguna parte. Así la conocí. Alguien me la presentó y la invité a mi casa donde, antes de que yo me diese cuenta, se quedó de ocupa en el desván de mi memoria. Allí nos veíamos; yo solía subir por aquella escalera de caracol con peldaños de ansiedad, para hacernos compañía. Ella me esperaba a oscuras cuando el sol salía de excursión por las tierras del sur y los fantasmas de sombras opacas se asomaban a las ventanas. A veces, soñábamos con esferas luminosas, con fríos globos multicolores, con jardines que olían a buganvillas en sazón a la caída de la tarde. Cuando soñábamos con olas rizadas y barcos de pequeñas velas azules y blancas, yo casi me olvidaba de ella; pero todos los días volvía el alba con sus despertares grises y apagados.
Pasamos las horas muertas cuidando y dando cuerda a mis relojes. Había muchos y era imposible que todos marcasen la misma hora. Algunos eran grandes, los que medían el tiempo de los acontecimientos importantes: el tiempo del amor y los tiempos del desamor, porque siempre son más duraderas las épocas en que nuestro corazón pena suspirando por otros tiempos felices. Otros relojes, los pequeños, sólo señalaban los hechos triviales: la hora del trabajo, de la siesta o, como mucho, de las tertulias alrededor del brasero. Medio escondido, estaba también el viejo reloj de cuco, con su péndulo dorado, que esperaba paciente a que la parca le diese cuerda para marcar la hora exacta de la muerte. De pequeña, me dijeron que las agujas de ese reloj siempre giraban al revés y que cuando empezaba a andar ya no se detenía hasta la hora fijada por el destino. Muchas veces había estado tentada de ponerle yo misma en marcha, pero ella nunca me dejó. ¡Pobre soledad! Llegamos a ser casi felices.
Siempre fue una amiga fiel; al principio ella me esperaba paciente en casa sin apenas hacerme reproches si algún día llegaba tarde. Después se empeño en venir conmigo, al trabajo, de paseo, al mercado, incluso a las fiestas que me invitaban; fue una sensación nueva: estar con soledad en compañía.
Tuve que dejar a todos los amigos; también a los conocidos. Distancié las visitas a la familia para quedarme sola con mi soledad. Su presencia se iba haciendo agobiante de día en día. Ya ni podía trabajar, estaba obsesionada con llegar a casa para estar a solas con ella. La nuestra era una relación etérea, casi lésbica, absorbente y exclusiva que no dejaba lugar para nadie más. No lo podía soportar, pero la soledad es así, lo quiere todo para ella y nunca se lo perdoné. Y ella también me dejó. Entonces vi, entre complacida y aterrada, cómo el péndulo dorado del reloj de cuco iniciaba un lento balanceo y que sus agujas, no sé si movidas por la desesperación, por la ansiedad o por el hastío, habían comenzado su lento desandar hacia el ocaso luminoso que se empezaba a vislumbrar en el horizonte.
Me había quedado sola, sola sin nadie; sin amigos, sin compañeros, sin familia, sin trabajo, sin marido y sin hijos; sola sin soledad, sola sin esperanza; sólo, sola.
Pasamos las horas muertas cuidando y dando cuerda a mis relojes. Había muchos y era imposible que todos marcasen la misma hora. Algunos eran grandes, los que medían el tiempo de los acontecimientos importantes: el tiempo del amor y los tiempos del desamor, porque siempre son más duraderas las épocas en que nuestro corazón pena suspirando por otros tiempos felices. Otros relojes, los pequeños, sólo señalaban los hechos triviales: la hora del trabajo, de la siesta o, como mucho, de las tertulias alrededor del brasero. Medio escondido, estaba también el viejo reloj de cuco, con su péndulo dorado, que esperaba paciente a que la parca le diese cuerda para marcar la hora exacta de la muerte. De pequeña, me dijeron que las agujas de ese reloj siempre giraban al revés y que cuando empezaba a andar ya no se detenía hasta la hora fijada por el destino. Muchas veces había estado tentada de ponerle yo misma en marcha, pero ella nunca me dejó. ¡Pobre soledad! Llegamos a ser casi felices.
Siempre fue una amiga fiel; al principio ella me esperaba paciente en casa sin apenas hacerme reproches si algún día llegaba tarde. Después se empeño en venir conmigo, al trabajo, de paseo, al mercado, incluso a las fiestas que me invitaban; fue una sensación nueva: estar con soledad en compañía.
Tuve que dejar a todos los amigos; también a los conocidos. Distancié las visitas a la familia para quedarme sola con mi soledad. Su presencia se iba haciendo agobiante de día en día. Ya ni podía trabajar, estaba obsesionada con llegar a casa para estar a solas con ella. La nuestra era una relación etérea, casi lésbica, absorbente y exclusiva que no dejaba lugar para nadie más. No lo podía soportar, pero la soledad es así, lo quiere todo para ella y nunca se lo perdoné. Y ella también me dejó. Entonces vi, entre complacida y aterrada, cómo el péndulo dorado del reloj de cuco iniciaba un lento balanceo y que sus agujas, no sé si movidas por la desesperación, por la ansiedad o por el hastío, habían comenzado su lento desandar hacia el ocaso luminoso que se empezaba a vislumbrar en el horizonte.
Me había quedado sola, sola sin nadie; sin amigos, sin compañeros, sin familia, sin trabajo, sin marido y sin hijos; sola sin soledad, sola sin esperanza; sólo, sola.