Vivo
en un edificio que tiene tres escaleras. Un solo portero, pero tres escaleras
independientes. Yo vivo en la segunda que es la que sale del portal a mano
derecha; en la tercera planta, letra A. No es un piso muy grande, pero
confortable. La edificación es de la que por entonces se decía de lujo, pero se
emplearon unos materiales que con el tiempo nos dimos cuenta que no eran los
más adecuados para una vivienda. Y es que los tabiques son de “pladul” y aunque
estéticamente quedan muy bien, sólo haría falta que fuesen transparentes para
convivir totalmente con los vecinos.
Todo
esto viene a cuento porque el dormitorio principal de mi piso comparte tabique
con el dormitorio de la vivienda letra B, de la tercera planta de la escalera
central del edificio. Una vivienda que durante muchos años estuvo deshabitada,
con lo que no existía ningún problema a la hora de conciliar el sueño en mi
dormitorio.
Hace
como unos cuatro meses se empezaron a escuchar ruidos al otro lado del tabique,
pero yo, que soy de sueño fácil, apenas si lo notaba porque me quedaba dormido
enseguida.
No
obstante, como soy algo curioso, a la mañana siguiente me pasé por los buzones
de la escalera del centro, que están en el pasillo de la portería, y en la
letra B de la tercera planta se podía leer: “Tamiko Suhiro”.
Gheisa. Oleo sobre lienzo. Esther Bárcenas.
-¡Ah, si!, me dijo el portero, es una
chinita muy mona que vive sola, y casi no habla español. Parece ser que se lo
han comprados sus padres, que deben ser muy ricos, porque se va casar el mes
que viene...
El
contacto visual con ese piso, desde el mío, sólo es posible a través del patio
interior en el que están los tendederos junto a la terraza de la cocina. Los
días siguientes en el tendedero de la chinita empezó a aparecer una ropa
interior de encaje, unos kimonos de seda preciosos y unos minúsculos
camisoncitos trasparentes, todo de vivos colores.
Por
el nombre y por los kimonos deduje que la nueva vecina era japonesa y no china
como decía el portero. Al día siguiente mi mujer lo confirmó ya sin género de
dudas porque una vecina le había facilitado muchos más detalles.
- Su madre era geisha, se casó con un
millonario y la hija se ha venido a Madrid, porque se va a casar con un señor
mayor que le dobla la edad. Yo coincidí con ellos en el ascensor y él, que tiene
el pelo blanco, aparenta por los menos los sesenta y cinco... ella posiblemente no haya cumplido los
treinta...
Las
semanas siguientes fueron la comidilla de toda la comunidad y a los pocos días
ya todos sabíamos casi la filiación completa de los nuevos vecinos.
En tanto, había llegado el verano y yo, con los
calores, no perdono la siesta.
Tengo
aire acondicionado y después de comer decidí inaugurar la nueva temporada
sestera. Estaba ya a punto de quedarme dormido, cuando unos quejidos que venían
del otro lado del tabique me hicieron agudizar el oído.
Lo
que era casi un susurro, fue subiendo en tono e intensidad. Ya no eran
suspiros, ni siquiera quejidos, eran súplicas, eran gritos, eran ayes
desesperados, eran palabras que yo no lograba entender, no porque no llegasen
nítidas hasta mi alcoba, sino porque debían ser en japonés, entre respiraciones
entrecortadas y con el contrapunto de los resoplidos acompasados del hombre,
que parecía que se iba a ahogar.
Hacía
ya más de un cuarto de hora y mis ojos estaban abiertos como platos, cuando los
ruidos de la alcoba de la otra parte del tabique empezaron a disminuir.
-Ya está bien, pensé yo.
Pero
me equivocaba; dos o tres minutos después se volvió a repetir el proceso. Otro
cuarto de hora y de nuevo, descanso....
El
tercer acto duró un poco más. Los resoplidos del hombre, eso sí, sonaban con
más fuerza y la chinita terminó con una mezcla entre suspiro e imprecación en
japonés que casi oyó mi mujer que estaba
viendo la novela en la tele.
Después
silencio. Yo pensé que un hombre tan mayor como yo necesitaría “doparse”, sin
duda, para unas “etapas” tan largas;
nada que ver con las corridas por mí, que nunca pasaban de un modesto “spring”.
Las
sesiones se siguieron repitiendo todas las sobremesas y yo no pude resistirlo
más. Ante la extrañeza de mi mujer, empecé a dormir la siesta en el sofá,
aunque ponía una sábana encima para mitigar el calor.
La
pareja de vecinos enamorados, afortunadamente, sólo practicaba los ejercicios
eróticos a la hora de la siesta, cosa por otra parte comprensible, porque no me
podía figurar a un hombre de más de sesenta años haciendo doble sesión
poniendo, como ponía, tanto entusiasmo en su quehacer, aunque tomase doble
dosis de viagra.
La
verdad es que no quise decir nada a mi mujer, porque ella es muy mirada para
estas cosas y está educada a la antigua; aunque bien es cierto que estaba algo
extrañada que yo exigiese el débito marital con más frecuencia a la que estaba
acostumbrada.
Aquella
mañana la noticia corrió como una inundación por las tres escaleras del
edificio.
-¡El marido de la chinita ha muerto
de un infarto!
Ahora,
en el tendedero de mi vecina, todo, la ropa interior de encaje, los preciosos
kimonos de seda y los minúsculos camisoncitos trasparentes, todos, son de color
negro.