Ha seguido cursos de Introducción a la narrativa, con Mar Tomás, Corrección y mejora de textos, con Helen Gilboy, Narrativa, con Pau Pérez, y Novela, con Rolando Sánchez Mejías, Mercedes Abad y Olga Merino, bajo cuya supervisión está revisando su segunda novela en una tutoría. Es autor de numerosos cuentos y relatos cortos, así como de dos novelas inéditas, habiendo sido premiado en varios concursos de relatos.
Ha sido finalista en el V Concurso de Relatos para Mayores de la Caixa y RNE obteniendo un accesis con el relato titulado:
"No
me gustaba ir a casa de los abuelos, porque cuando íbamos mamá me decía que me
portara bien y que no tocase nada. A mí me daba miedo ese piso tan viejo, con
muebles negros y cortinas oscuras, que olía mal, no como nuestra casa, en la
que entraba el sol por todas las ventanas. Me aburría mucho sentado en una de
esas sillas tan altas en las que los pies no me llegaban al suelo y que, cuando
me ponía encima de rodillas, mamá me reñía y la abuela decía «Déjalo, mujer.
Sólo es un niño». Me daba rabia que a July no le dijeran nada porque a las
niñas las dejan hacer lo que quieren y más a mi hermana que sólo tiene cinco
años y no es grande como yo, que ya tengo nueve y he hecho la primera comunión.
Sólo me divertía cuando la abuela sacaba el álbum de las fotos y veía a mamá
cuando era pequeña, con un vestido de flores y un lazo en la cabeza, y a los
abuelos cuando se casaron. También me gustaba que el abuelo me dejara entrar en
su despacho y sentarme en el sillón grande, que daba vueltas. Me moría de la
risa y el abuelo, también.
Antes
sólo íbamos a la casa de los abuelos por Navidad o por el cumpleaños de la
abuela y algún domingo cuando llovía o hacía frío y no salíamos con el coche a
la autopista. Pero un día papá no fue a trabajar y fuimos a la casa de los
abuelos sin ser domingo ni el cumpleaños de nadie. Me aburrí más que nunca porque
los mayores estuvieron hablando entre ellos todo el tiempo y no me hicieron
caso cuando les dije que quería volver a casa para jugar con la Play. «Lee el Mortadelo y
estate calladito» me dijo mamá y me dio un beso, no sé por qué, y me pareció
que había llorado.
Desde
ese día papá venía a buscarnos a la salida del colegio y no volvimos a ver a
Charo, la chica que nos recogía antes. A mí me gustó que viniera él porque así
podía contarle lo que me había pasado en el colegio, no como antes, que se me
olvidaba, y cuando me lo preguntaba por la noche yo no sabía qué decirle. Pero
no me gustó que me desapuntaran de Tae Kwon Do. ¿Cómo me defendería de los
malos cuando fuera policía?
Tuve
que enseñarle a papá cómo se preparaba la merienda, porque él no sabía, como
Charo, y le puso Nocilla a July, que no le gusta, y a mí me cortó un trozo de
pan demasiado grande. Tampoco me gustó que tenía que llevarme la comida al
colegio, en un túper, y ya no iba al comedor. Tenía que comer aparte, con otros
niños que no eran amigos míos, sin sentarme al lado de Iván y Raúl como antes.
Los niños que se traían la comida eran de fuera y cuando se ponían a hablar
entre ellos yo no los entendía. Le dije a mamá que me pesaba la mochila y que
no tenía porqué llevarme la comida al colegio si en el comedor la ponían. Ella
me dio un beso y me dijo que ya era mayor y tenía que ayudar a la familia como
uno más. No sé por qué dijo eso.
Peor
fue cuando mamá también se quedó en casa, por algo del paro. Yo le pregunté:
«¿Ya no trabajarás nunca más?». Y ella me abrazó y lloraba. No entendía por qué
se ponía tan triste. Siempre había dicho que estaba harta de madrugar y que le
gustaría quedarse en casa para levantarse tarde y cuando le habían dado eso del
paro, como a papá, no le gustaba. Hay muchas cosas de los mayores que no
entiendo. Por ejemplo, ¿por qué no compran pasteles todos los días en vez de
acelgas, que están asquerosas? Tampoco entendía por qué estaban siempre tan
serios los dos y se pasaban las horas hablando en el salón sin hacerme caso.
Papá me riñó porque puse la tele para ver Madagascar,
el DVD que me regalaron por mi cumple y que me gusta mucho, porque cuando sea
mayor seré explorador y amaestraré a los animales de la selva. Él se puso muy
serio y me dijo: «¿Es que no sabes estarte quieto un momento, por Dios?». Me
asustó verlo tan enfadado, pero mamá le dijo: «Ten un poco de paciencia,
cariño. Ellos también lo están pasando mal». No sé quién quería decir porque yo
no lo pasaba mal. Bueno, sí. En el colegio a la hora del comedor, pero luego
seguía jugando con Iván y Raúl en el patio y no pasaba nada.
Lo
malo fue que también me cambiaron de colegio, a mí y a July, la enana. Eso sí
que me supo mal. ¿Por qué no podía seguir con mis amigos y la profesora que ya
conocía? Mamá me dijo que no había más remedio porque mi colegio era muy caro y
no tenían dinero. Yo le dije que fuera al banco, al cajero, como otras veces que
yo los había visto, a ella y a papá, sacar dinero cuando salíamos a comprar o a
pasar el domingo fuera. Pero mamá sonrió, me acarició el pelo y me dijo que
cuando fuera mayor lo entendería. Eso me hizo enfadar: yo ya soy mayor para
entender las cosas, no como July, que todavía no sabe ni ponerse los zapatos.
El
primer día que fui al colegio nuevo me pareció muy triste, porque mamá nos
llevó a pie y no me lo pasé tan bien como en el autocar, en el que me sentaba
detrás con Iván y Raúl y nos contábamos las aventuras de Phineas y Ferb o hablábamos de fútbol, menos veces, porque Iván es
del Madrid, Raúl, del Atlético y yo del Barça y siempre acabábamos discutiendo.
Al ir a pie, la mochila me pesaba, no como a July, que se la llevaba mamá.
Venga decirme: «Date prisa que vamos a llegar tarde». Me enfadé con mamá porque
cuando le pedí que me comprara un Bucanero me dijo que no, que ya me había
puesto un bocadillo en la mochila para la hora del patio. Eso no me gustó nada
porque antes me compraba Donuts y Tigretones y si se creía que iba a comer un
bocadillo estaba lista. Me moriría de hambre por su culpa. Luego la verdad es
que me lo comí, porque era de sobrasada, que me gusta, y tenía hambre, yo solo
en el patio si ningún amigo.
Los
días siguientes fueron mejores porque me hice amigo de Yousef, el niño que se
sentaba a mi lado en la clase, y él me presentó a sus amigos para que me
dejaran jugar en su equipo. Me lo pasé bien y estuve a punto de marcar un gol y
todos me dijeron que era un buen futbolista y que siempre querrían que jugara
con ellos. En la clase me aburría porque en este colegio iban más atrasados que
en el mío y cuando el profesor explicó lo de los triángulos yo ya lo sabía y no
levanté la mano cuando preguntó si alguien sabía cuánto sumaban los ángulos
porque me dio vergüenza.
Luego
llegó un día que vinieron a casa unos hombres muy serios, con unos papeles, y
dijeron que teníamos que marcharnos, que la casa no era nuestra, que era del
banco y papá tuvo que firmar no sé qué y mamá no paraba de llorar y July
tampoco. A mí me dio mucha rabia que esos hombres vinieran a echarnos de
nuestra casa, que no era de ellos ni tampoco del banco, que ya tiene una, yo la
he visto, y no tenían porqué quitarnos la nuestra. Si yo hubiera sido mayor los
habría sacado a puñetazos, como el Capitán América, y no sé por qué papá no les
dio una patada y les dijo que se fueran a su casa y nos dejaran en la nuestra.
Así
fue como vinimos a vivir a la casa de los abuelos y yo me quedé sin mi
habitación, porque tengo que dormir en la misma que la enana, que no para de
tocar mis cromos de la Liga
y deja sus asquerosas muñecas por todas partes. Los primeros días los mayores
se pasaban todo el rato hablando de sus cosas y a mí no me importaba como
antes, porque podía jugar con la
Play en el cuarto o hacer enfadar a la renacuajo cuando me
cansaba. Es tan tonta que se ponía a llorar cuando le arrancaba la cabeza a su
muñeca pequeña, una rubia que ya la tenía desnuda y despeinada. Mamá entraba en
la habitación y me decía: «¿Quieres parar de hacer rabiar a tu hermana? Parece
mentira» y volvía a colocarle la cabeza a la muñeca, que es muy fácil. Yo
entonces le decía a mamá: «¿Podemos ir a jugar al parque? Mamá me contestaba:
«Ahora, no. Más tarde». Pero asomaba la cabeza el abuelo y decía: «Ya los llevo
yo». Y mamá le contestaba: «Déjalos que son muy pesados y van a darte la lata».
Entonces, el abuelo se ponía muy serio y le decía: «Hija mía, mis nietos nunca
me dan la lata». Luego se volvía hacia nosotros y decía: «Venga. Vamos al
parque».
A
mí me gusta mucho ir al parque con el abuelo porque siempre nos compra algo,
unas chuches o un tebeo o las dos cosas. Además, con él jugamos a lo que
queremos. Nos empuja en el columpio y nos deja trepar por el castillo pirata y
no me riñe si caigo de culo por el tobogán y me mancho los pantalones. Él nos
mira y nos saluda cuando lo miramos y no se enfada si me acerco para decirle
que me mire cómo sé sostenerme en las paralelas, no como mamá, que cuando nos
lleva al parque se pone a hablar con otra señora y no me hace caso.
Cuando
volvimos a casa mamá se echó las manos a la cabeza y dijo: «Pero, míralos cómo
se han puesto. Si los había cambiado esta mañana» y nos envió a que nos laváramos
para merendar. El abuelo sonrió y le dijo. «Déjalos que disfruten. Tiempo
tendrán para enfrentarse a los problemas de la vida». Yo no sé qué problemas
son esos porque sólo conozco los de las matemáticas, los del mínimo común
múltiplo y todo eso, que son bastante difíciles. Deben de ser cosas de mayores,
pero ya me enteraré cuando sea explorador en África o futbolista.
Ahora
ya me gusta estar en casa de los abuelos. Por eso cuando papá se marchó a
trabajar a Alemania y mamá dijo que pronto podríamos irnos con él, porque allí
ella también encontraría trabajo y la enana y yo iríamos a un buen colegio, yo
le dije que no, que no quiero ir, que a mí me gusta el colegio nuevo, que soy
amigo de Yousef y que me quedo con el abuelo".