Las hojas, amarillentas y secas del paseo de la alameda, crujían bajo mi lento caminar; incluso podía sentir su estremecimiento; pero era como pisar la mullida alfombra de un largo pasillo.
Pisar la nieve, no.
Pisar la nieve tenía un algo de lujuriosa profanación.
Podía escuchar su helado lamento de quejas cristalizadas bajo mis pies, que iban dejando efímeras huellas, acusadoras de mi inocuo delito.