Ah, la marca España, la puta marca España! ¡Qué hallazgo, lo de asociar un país con un producto de consumo! Había que venderla, pues, con las técnicas agresivas con las que se vendía un coche, una lavadora, una tendencia. El objetivo, de acuerdo con la jerga del márquetin, era convertirla en una marca “aspiracional”. Que uno deseara tener títulos de esa empresa como otros se mueren por pertenecer al Club de Campo (aunque luego no paguen). ¡La marca España! El pobre Margallo todavía sueña con una campaña como la de Fanta, que se enfrentó valientemente al prestigio de las bebidas con burbujas y ganó una batalla, aunque parece que perdió la guerra: pagafantas ha devenido en sinónimo de idiota. Quizá haya llegado el momento de dejar de ser un producto de consumo para ser de nuevo un país (si alguna vez lo fuimos), una familia, permítanme la afectación, donde, más que la cuenta de resultados, prime la solidaridad. Mientras yo tenga una casa, hijo, tú no estarás sin techo.
Las marcas se han ido todas a la mierda. Empezaron a irse cuando se desentendieron del servicio de posventa. Alfombra roja cuando te compras el coche, pero una vez que sales con él de la tienda, allá te las compongas. Una política de tierra quemada, de pan para hoy y hambre para mañana, una estrategia de chorizos. La marca España cerró hace tiempo el servicio de atención al cliente. No hay donde depositar las quejas, donde te arreglen la dentadura. Al contrario, te la desarreglan cada día más, basta con ver en la tele la violencia con la que las fuerzas del orden sacan a la gente de su casa para ponerla en la calle. Como marca, tendríamos que haber cerrado ya. Pero tal vez como país, incluso como país sin burbujas, y si pudiéramos cambiar a esta panda de directores de personal sin escrúpulos por políticos decentes, tuviéramos algún futuro.