Publicada 04/12/2016 en InfoLibre.
La mujer vuelve de viaje un día antes de lo previsto. Las reuniones de trabajo han resultado fáciles, los asuntos más complicados encontraron una solución sobre la mesa y el viernes por la tarde se convirtió de pronto en jueves por la mañana. Por fortuna no tuvo problemas para cambiar el billete de avión. Con buen humor paseó por las tiendas del aeropuerto, compró regalos, convirtió la espera en un sándwich de jamón, una cerveza sin alcohol y un café, y embarcó por la puerta A14. Cuando llegó a Madrid, ni la fila de viajeros en la parada de taxis, ni el tráfico de la ciudad le quitaron más de 25 minutos. La tarde rodaba igual que una pelota, una noticia o una sorpresa. Cuando abrió la puerta del dormitorio, encontró desnudos en la cama a su marido y a su mejor amiga. Les llamó hijos de puta. El marido se tapó con la sábana, pidió tranquilidad y le dijo: por favor, no me seas populista.
El padre se pone serio y le pide a la hija que se siente. Deben hablar, aclarar las cosas, encontrar una razón para los engaños y los despropósitos. Acaba de enterarse de que Mónica ha estado todo el curso sin ir al instituto. Comprende de golpe que desconoce la mayor parte de sus sentimientos y de su vida. No sabe qué hace cuando sale de casa después de desayunar, a qué dedica las mañanas, qué lugares pisan sus zapatos y qué ideas pasan por su cabeza. Le duelen las mentiras, el éxito falso en el examen de matemáticas, las historias inventadas con la profesora de inglés, las noches que se ha ido a dormir a casa de la compañera para terminar un trabajo sobre el cambio climático o los planes tramposos para el viaje de estudios. Se siente culpable por no haber sospechado nada, le duelen las mentiras y exige una explicación. Pero su hija no quiere reproches, lo mira casi con desprecio y le dice: por favor, papá, no me seas populista.
Carmen está cansada de no tener un horario fijo de trabajo. El jefe va de amigo, casi de colega, pero hoy la tiene en la oficina hasta las diez de la noche. Ayer estuve hasta las nueve y media, y mañana será lo que quiera Dios, o los teléfonos, o el cliente de Zaragoza, ese que empieza a dar la lata a las ocho y cuarto de la mañana y no se cansa hasta que la noche se ha quedado fría como una cena desperdiciada. El jefe habla de todo, pregunta por su novio, hace bromas sobre el Atleti, comenta las cosas del mundo, la suerte de tener trabajo en estos tiempos, la importancia que cobran las relaciones personales en una empresa y el compromiso humano con los objetivos. De vez en cuando invita a una copa en el bar de la esquina. Por ejemplo, hoy. Cuando el camarero le sirve el gin tonic, Carmen se atreve a decirle quenecesita ordenar su vida, tener un horario. El jefe sonríe, la mira y dice: ay, Carmen, no me seas ahora populista.
El constructor invita a comer a su político. Aunque los tiempos han cambiado, repasan los dolores y las alegrías de la vida con la complicidad de siempre. El constructor sirve otra copa de vino y analiza el mercado de las obras públicas. El político está a dieta, pide dos entradas de tribuna para el partido del domingo y un pescado a la plancha, mientras arremete contra un mundo sin calorías, un país habitado por periodistas peligrosos y compañeros en los que no se puede confiar. Ahora se trata de no ser el chivo expiatorio, el castigo ejemplar. No, ya se ve que no, el político no quiere entrar en este negocio, no están los tiempos para arriesgarse, mejor ser prudente, esperar que las cosas vuelvan a su curso normal. Es verdad, siempre ha sido así, y todo volverá a funcionar así, seguro, pues claro, es el tanto por ciento que exige el progreso. Pero mejor dejarlo por ahora, la gente está muy cabreada, quiere carnaza… El constructor se pone serio y le dice: coño, no me seas populista tú también.
El escritor oye la radio, lee los periódicos, se esfuerza en padecer la televisión, baja a comprar el pan, habla con la gente del barrio, vuelve a casa y se sienta a escribir la columna. Hoy está decidido a ser un poco populista.