31.- LA VIRREINA. El descubrimiento de la Quina. ¿Historia o leyenda?
(Historia)
El nombre de Chinchón es conocido internacionalmente. A ello han
contribuido diversos acontecimientos. Entre otros muchos, el rodaje de la
película “La vuelta al mundo en 80 días” con Cantinflas; la fama de su
aguardiente anisado que ya fue premiado en la exposición universal de París en
el año 1889; el celebrado retrato de la Condesa de Chinchón doña María Teresa
de Borbón y Vallábriga que pintó Goya pero, sin duda, el personaje por el que
más ha sido conocido nuestro pueblo en todo el mundo, es la Virreina del Perú,
doña Francisca Enríquez de Rivera, segunda esposa del IV conde de Chinchón, don
Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, en cuyo honor y recuerdo, en el
año 1742, el famoso naturalista Carl von Linnè o Linneo, en su obra “Genera
Plantarum” bautizó con el nombre de “Cinchona” o “Chinchona” al árbol de la
quina, como homenaje a la intervención de la Condesa de Chinchón en su
descubrimiento.
Este fue el motivo de mi interés por los personajes protagonistas de este trabajo y lo que me llevó a investigar en sus vidas, y sobre todo en su trayectoria política y social de su ápoca. Un período de la historia de España en el que se iba perdiendo la grandeza del imperio de los Austrias. La España de Felipe IV en la que prevalecían las intrigas y los egoísmos de los validos y privados del rey, como el Conde Duque de Olivares, que eran insaciables a la hora de conseguir riquezas con las que mantener una apariencia de grandeza que se desmoronaba poco a poco, y para lo cual no dudaron en esquilmar las riquezas que llegaban de las tierras del nuevo mundo. Y posiblemente, en este mundo de insidias y ambiciones, la figura del Conde de Chinchón sea una excepción, como veremos en este trabajo.
Contrariamente a lo que suele ocurrir cuando se estudian hechos antiguos, me encontré con mucha información de nuestros protagonistas, sobre todo de la época en la que ostentaron uno de los cargos más importantes del reino, el virreinato del Perú”.
Como nace la
leyenda:
En el año 1663
(22 años después de la muerte de la Virreina y Condesa de Chinchón, doña
Francisca Enríquez de Rivera,) Sebastián Bado (o Badi), en su libro sobre la
quina, titulado “Anastasis corticis peruviae, seu chinae chinae defensio” se
hace eco de la carta de un comerciante italiano, natural de Génova, llamado
Antonio Bolli. La traducción literal del latín de la narración de Bado dice
así:
«Enfermó, pues, en la ciudad de Lima, que es la capital del Reino del Perú, la esposa del Virrey, que en aquella época lo era el Conde de Chinchón. Su enfermedad era fiebre terciana, la cual es en aquella región no solo frecuente, sino grave y llena de peligros. El rumor de su enfermedad (como sucede con los poderosos) fue conocido por la gente de la ciudad, se comunicó a los lugares vecinos y llegó hasta Loxa. Creo que han transcurrido desde entonces ahora de treinta a cuarenta años. Era prefecto de aquel lugar un español, quien informado de la enfermedad de la Condesa, pensó informar por carta al Virrey su marido, lo cual hizo, de que poseía un remedio secreto que recomendaba sin dudar, que si el Virrey quisiese, curaría a su esposa, librándola de todas las fiebres.
Informó de este mensaje el marido a su esposa, que al punto accedió (y esto podemos creer y esperamos ha de ser bueno para nosotros en el futuro), sin demora ordenó la venida del hombre de quien esperaba ayuda, y por lo tanto venir a Lima sin pérdida de tiempo, lo cual hizo; admitido ante él, confirmó verbalmente lo que había dicho por carta rogando a la Virreina que tuviera buen ánimo y confianza, por estar cierto de que ella se curaría si se seguían sus consejos os. Lo cual oído, decidieron tomar el Remedio y una vez tomado, y como hecho milagroso, se curó con el asombro de todos...»
Es importante reseñar la condición de comerciante del autor de esta carta.
Otra leyenda, relata que estando en 1639 Don Juan López de Cañizares, Corregidor de Loja, enfermo de fiebres intermitentes, un Jesuita misionero le sugirió tomar un remedio usado por él para una fiebre semejante por consejo de un cacique indio del pueblo de Malacatos que había abrazado la fe católica con el nombre de Pedro Leiva, alrededor de 1600. Curado el Corregidor con la infusión de la corteza del árbol llamado de Calenturas, sería él quién se la recomendara años después a la segunda esposa del Virrey de Perú Doña Francisca Enríquez de Rivera, enferma de las mismas fiebres. Ambas leyendas coinciden en el gran entusiasmo que produjo la curación de la condesa quien pronto reveló cual era el remedio y distribuyó grandes cantidades de corteza de Quina para facilitársela a muchos enfermos. Sin embargo, hay sensibles discrepancias en las fechas en que ocurrieron ambas curaciones.
En el año 1817 la escritora francesa, Condesa de Genlis, recogió por primera vez estas leyendas de forma literaria, en su novela titulada “Zuma”, cuya trama describe cómo una sirvienta india, al servicio de la residencia del Virrey en Lima, descubre las virtudes de la corteza del quino al ver a su dueña la Condesa de Chinchón enferma con paludismo.
Pero el que más contribuyó a su divulgación fue el escritor y periodista peruano Manuel Ricardo Palma Soriano, nacido en Lima, el 7 de febrero 1833 y que falleció en Miraflores (Lima) el 6 de octubre 1919.
Su obra más significativa fue “Tradiciones Peruanas”, compuestos por relatos cortos que narran en forma satírica y plagada de giros castizos las costumbres de la Lima virreinal. Este estilo de cuadro de costumbres, original en su forma, se puede inscribir, por la época en que se produjo y por su temática, dentro de lo que podría considerarse como Romanticismo peruano. De este modo tenemos en las “Tradiciones” un referente romántico similar a los cuadros de costumbres de Larra o a las Leyendas de Bécquer.
Uno de estos
relatos cortos lo tituló “Los polvos de la condesa” y fue publicado
en El Correo del Perú, periódico semanal con ilustraciones, el 19 octubre 1872.
I
"En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban salmos y preces. Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a la puerta lateral de palacio.
En éste todo se
volvía entradas y salidas de personajes, más o menos caracterizados.
No se diría
sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con importantísimas nuevas
de España, ¡tanta era la agitación palaciega y popular! o que, como en nuestros
democráticos días, se estaba realizando uno de aquellos golpes de teatro a que
sabe dar pronto término la justicia de cuerda y hoguera. Los sucesos, como el
agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con venia del capitán de
arcabuceros que está de facción en la susodicha puerta, penetraremos, lector,
si te place mi compañía, en un recamarín de palacio.
Hallábase en él
el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera Bobadilla y
Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos del Perú por S. M. don
Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de Corpa. Ambos estaban silenciosos y
mirando con avidez hacia una puerta de escape, la que al abrirse dio paso a un
nuevo personaje. Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media
pierna, zapatos de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo,
pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos sellos. Si
añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector conocido el perfecto
tipo de un esculapio de aquella época.
El doctor Juan
de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en calidad de médico de
la casa del virrey, era una de las lumbreras de la ciencia que enseña a matar
por medio de un “récipe”.
--¿Y bien, don
Juan?--le interrogó el virrey, más con la mirada que con la palabra.
--Señor, no hay
esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña Francisca.
Y don Juan se
retiró con aire compungido.
Este corto
diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué se trata.
El virrey había
llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde su bellísima y joven
esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que había desembarcado en Paita
para no exponerla a los azares de un probable combate naval con los piratas.
Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que
se designa con el nombre de terciana, y que era conocida por los Incas como
endémica en el valle de Rimac.
Sabido es que
cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la
conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la
terciana. En los primeros siglos de la dominación europea, los españoles que se
avecindaban en Lima pagaban también tributo a esta terrible enfermedad, de la
que muchos sanaban sin específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal. La
condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su oráculo don
Juan de Vega, había fallado.
--¡Tan joven y
tan bella!--decía a su amigo el desconsolado esposo
--. ¡Pobre
Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu cielo de Castilla
ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro, Señor, un milagro!...
--Se salvará la
condesa, excelentísimo señor--contestó una voz en la puerta de la habitación.
El virrey se
volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que
había pronunciado tan consoladoras palabras.
El conde de
Chinchón se inclinó ante el jesuita. Este continuó:
--Quiero ver a
la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.
El virrey
condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.
II
Suspendamos
nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de la época del
gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de Madrid, comendador
de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide del alcázar de Segovia,
tesorero de Aragón, y cuarto conde de Chinchón, que ejerció el mando desde el
14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo mes de 1639.
Amenazado el
Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata holandés “Pie de
palo”, gran parte de la actividad del conde de Chinchón se consagró a poner el
Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió además a Chile mil hombres
contra los araucanos, y tres expediciones contra algunas tribus de Puno,
Tucumán y Paraguay.
Para sostener
el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la América que
contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de impuestos y gabelas, que
el comercio de Lima se vio forzado a soportar.
Data de
entonces la decadencia de los minerales de Potosí y Huancavelica, a la vez que
el descubrimiento de las vetas de Bombón y Caylloma.
Fue bajo el
gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la famosa quiebra del
banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco--dice Lorente--tenían suma confianza
así los particulares como el Gobierno.
Esa quiebra se
conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada “Juan de la Cova,
coscoroba”.
El conde de
Chinchón fue tan fanático como cumplía a un cristiano viejo. Lo comprueban
muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir pasajeros a bordo, si
previamente no exhibía una cédula de constancia de haber confesado y comulgado
la víspera. Los soldados estaban también obligados, bajo severas penas, a
llenar cada año este precepto, y se prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen
hombres y mujeres en un mismo templo. Como lo hemos escrito en nuestro “Anales
de la Inquisición de Lima”, fue ésta la época en que más víctimas sacrificó el
implacable tribunal de la fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse
sepultado en las mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de
fe a que asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses,
acaudalados comerciantes de Lima.
Hemos leído en
el librejo del duque de Frías que, en la primera visita de cárceles a que
asistió el conde, se le hizo relación de una causa seguida a un caballero de
Quito, acusado de haber pretendido sublevarse contra el monarca. De los autos
dedujo el virrey que todo era calumnia, y mandó poner en libertad al preso,
autorizándolo para volver a Quito y dándole seis meses de plazo para que
sublevase el territorio; entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los
delatores las costas del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.
¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!
Alguna
quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en dos ocasiones
promulgó bando contra las “tapadas”; las que, forzoso es decirlo, hicieron con
ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las mujeres ha sido y será siempre
sermón perdido.
Volvamos a la
virreina, que dejamos moribunda en el lecho.
III
Un mes después
se daba una gran fiesta en palacio en celebración del restablecimiento de doña
Francisca.
La virtud
febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta. Atacado de fiebres un indio de
Loja llamado Pedro de Leyva bebió, para calmar los ardores de la sed, del agua
de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de “quina”. Salvado
así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal
cántaros de agua, en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su
descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuita, el que, realizando la
feliz curación de la virreina, prestó a la humanidad mayor servicio que el
fraile que inventó la pólvora.
Los jesuitas
guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía todo el que era atacado
de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, los polvos de la corteza de quina
se conocieron con el nombre de “polvos de los jesuitas”.
El doctor
Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la quinina al
príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes, vendiendo el
secreto al gobierno francés por una suma considerable y una pensión vitalicia.
Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de Chinchón,
señala a la quina el nombre que hoy le da la ciencia: “Chinchona”.
Mendiburu dice
que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte oposición en Europa, y
que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado mortal el médico que la recetaba,
pues sus virtudes eran debidas a pacto de dos peruanos con el diablo.
En cuanto al
pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de la corteza de este
árbol maravilloso con el nombre de “polvos de la condesa”.
Como se puede
comprobar, este relato reúne todos los elementos de una historia novelada. Se
entremezclan datos fidedignos e históricamente contrastados con licencias
literarias, dándolo un enfoque novelesco para así hacerlo más atractivo desde
un punto de vista literario y con clara intención divulgativa.
De esta narración se hace eco, años después, el ilustre doctor en Farmacia don Francisco Javier Blanco Juste quien en el año 1934 escribió “Historia del descubrimiento de la Quina” y que a su vez la trasmitió a don José María Pemán. Así lo reconoce el mismo Pemán en la autocrítica que publicó el día 16 de junio de 1939, cuando se estrenó en Palma de Mallorca el poema dramático “La Santa Virreina” por la Compañía de María Guerrero.
Tenemos más
ejemplos de la presencia de esta leyenda en la literatura universal. El
cubano Francisco Ramón Valdez, escribió un drama en verso
llamado “Cora o la Sacerdotisa Peruana”; y el alemán Hotzebue escribió
otro drama con el título de “La Virgen del Sol”.
De carácter
menos literario tenemos “A memoir of the Lady Ana de Osorio, countess
of Chinchon and vice-queen of Peru (A.D. 1629-39). With a plea for the
correct spelling of the Chinchona genus”, de Sir Clements R Markham,
de la Editorial: London, Trübner & Co. fechado en 1874.Clements R. Markham,
presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, en 1874 dedicó esta
memoria a la condesa "Ana de Osorio", esposa del virrey Chinchón: "
y dice que “tras regresar a España, se dedicó a curar a los enfermos con
corteza que ella misma había traído del Perú...".
Ahora sabemos
que la condesa de Chinchón que estuvo en Perú no fue Ana de Osorio, sino
Francisca Enríquez de Rivera. Por si con eso no bastase, doña Francisca murió
en Cartagena de Indias (actual Colombia) el 14 de enero de 1641, cuando ella y
el virrey Chinchón estaban por embarcarse de regreso a España. En reimpresos
posteriores a 1879, se aclara esto, como resultado probablemente de un error de
"oídas" y se "renombra" a doña Ana de Osorio como doña
Francisca.
Ya en épocas
recientes se siguen publicando artículos, como el titulado “La quinina,
el descubrimiento que cambió el mundo” del que es autora la Dra. Paloma
Merino Amador, publicado en el año 2004 por la Empresa Farmacéutica Bayer,
que abunda en la tesis de la intervención de la Virreina en el descubrimiento
de la quina. Termina así su artículo: “Cuando se restableció del todo,
y a pesar de que la figura activa de la mujer en la sociedad era muy limitada,
se encargó de proporcionar el tratamiento a todos los enfermos de Lima, que
denominaron al preparado y en agradecimiento “polvos de la condesa”, lo que la
convirtió en una virreina muy querida. Los jesuitas enviaron grandes cantidades
del preparado de quina al cardenal español Juan de Lugo, padre general de la
orden, que residía en Roma. El cardenal lo distribuyó entre los pobres de la
Ciudad Eterna. En España se probó por primera vez en Alcalá de Henares y el
avance científico se conoció en toda Europa gracias a Luis XIV de Francia,
quien compró la nueva sustancia para curar al Delfín, lo que supuso el triunfo
de la quina en el Viejo Mundo. Gracias a la Condesa de Chinchón, la sociedad
científica comenzó a utilizar un tratamiento para una de las enfermedades que
más muertes causaba tanto en América como en Europa. Doña Francisca recibió el
primer homenaje cuando el botánico Linneo puso el nombre de cinchona al género
del árbol de la quina — Linneo lo escribió siguiendo la fonética italiana, por
lo que la palabra se pronuncia como en castellano chinchona—. En la actualidad
no existe tratado que no reconozca a la condesa como la persona que favoreció la
difusión del fármaco, y su historia es la protagonista de las salas de quina
del Wellcome Historical Medical Museum de Londres, al igual que hay frescos con
escenas de su curación en el Hospital del Espíritu Santo de Roma. José María
Pemán escribió la obra en verso “La santa virreina”, con claro valor literario
y que tiene como nudo argumental la curación de la española”.
Podríamos
concluir que todo lo anteriormente expuesto carece de valor histórico y
posiblemente sólo pueda servir para confirmar que el Paludismo podía existir en
América antes de la llegada de los españoles, que era conocida la Quina como
remedio por parte de los indígenas y que fue un español, con toda probabilidad
un jesuita, quien consiguió por primera vez la revelación del secreto que estos
guardaban celosamente.
Pero la historia continúa...
La realidad
histórica:
Los estudios sobre el tema, realizado por varios autores (Rompel, Paz Soldán, Haggis, Hernando y Jaramillo Arango) consideran que todo lo referido a la condesa y su curación con los polvos de la corteza del Árbol del Cuarango es, en palabras del último citado, "una ficción" por no contar con datos históricos seguros en su apoyo y disponer de otros que lo desmienten.
Entre estos últimos merece especial mención el “Diario de Lima” o “Diario del Virreinato de Chinchón”. En cumplimiento de las Reales Cédulas de 16 de diciembre de 1623 y 23 de noviembre de 1631, el Conde de Chinchón y Virrey del Perú encomendó la redacción de un diario de todos los hechos ocurridos durante su mandato al clérigo Juan Antonio Suardo y posteriormente a Diego Medrano.
El primero de ellos, conocido como “El Diario de Lima” abarca un espacio de cinco años, del 15 de mayo de 1629 al 14 de mayo de 1634. Este diario de 196 páginas, del que se hicieron tres copias, fue enviado al Archivo de Indias, y allí fue encontrado por Ruben Vargas Ugarte y publicado en el año 1935.
El diario escrito por Diego Medrano continúa desaparecido y se ignora la importancia de su contenido. Posteriormente se escribió una crónica por Mugaburu que abarca un espacio de 47 años, pero en el que no se recogen datos concretos sino consideraciones más generales.
También merece la consideración un artículo de Manuel Moreyra y Paz Soldán, titulado “Las tercianas del Conde de Chinchón, según el "Diario de Lima" de Juan Antonio Suardo”, editado por Editorial: Lima, Pontificia universidad católica del Perú. PUCP, Instituto Riva-Agüero, 1994.
En sus escritos, Suardo no menciona palabra alguna sobre las supuestas fiebres de la condesa, a las que había hecho mención Antonio Bolli en su carta a Sebastián Bado, por el contrario, el diario permite suponer que, salvo afecciones pequeñas, la salud de la condesa era óptima, con una agenda activa en la sociedad limeña; en cambio, son muchas las referencias de que el conde y su hijo sí adolecieron de fiebres tercianas.
Concretamente nos dice, por ejemplo, que el 10 de febrero de 1630 cae enfermo el Conde y se hace una junta de médicos en la que se acuerda que se le hagan sangrías, con lo que mejora. El 2 de julio de 1630 vuelva a caer enfermo en Conde, ordenando los médicos que se le practiquen nuevas sangrías, llegando la enfermedad hasta el día 12 de este mes.
También nos
cuenta que el día 26 de noviembre de 1630, enferma la Condesa con inflamación
de garganta y el Conde ordena suspender la corrida de toros que se iba a
celebrar ese día.
Como vemos, el cronista sí se hace eco de las enfermedades de los Condes, haciendo mención a las fiebres tercianas de don Luis Jerónimo, y al hablar de la condesa nunca se refiere a esta enfermedad. Además para la cura de las fiebres sólo se menciona el remedio de sangrías y purgas. Se antoja muy raro, por lo tanto, que el diario refiera las fiebres que padecieron el virrey y su hijo sin haber recibido una medicina ya supuestamente probada con éxito en la condesa.
No es menos importante el hecho de que en descripciones de la quina en aquella época, el agustino fray Antonio de La Calancha (1633) autor de "Crónica moralizada" y el padre jesuita Bernabé Cobo (1652), quienes residieron en Perú en la época de los Condes de Chinchón, fueron los primeros en describir desde ese país la cascarilla; notaron sus propiedades curativas "milagrosas" y ninguno de ellos hace mención sobre la relación de esta virreinal pareja con la quina.
Medio siglo antes, Monardes (1571) y Fragoso (1572) habían señalado una planta propia del Nuevo Reino (actual Colombia y Ecuador), a la que no pusieron nombre. Ellos describieron sus características morfológicas y propiedades astringentes inconfundibles de la quina, así como su utilidad en casos de diarrea, fiebre y cualquier flujo.
Tampoco aparece mención alguna a estos hechos en el
amplio informe escrito por el propio criado del conde Diego Pérez Gallego, en
el que se recogen los hechos más relevantes “del acertado y prudente govierno
que tuvo en los reynos del Perú el Excmo. Señor conde de Chinchón, virrey desde
el año de 1629 hasta el de 1640, con algunas advertencias para el aumento de la
real hacienda y bien común, para que se presente a su Majestad” en donde se
detallan los acontecimientos más significativos del mandato del Conde de
Chinchón al frente del Virreinato del Perú.
Existe otro documento de gran importancia en el que
tampoco se mencionan estos hechos, y está firmado por el mismísimo Conde de
Chinchón, es la “Relación que hizo de su Govierno el Exmo. Sr. Dn. Luis
Geronimo Fernández de Cabrera, Bobadilla, y Mendoza, IV Conde de Chinchón,
Virrey, Lugar Teniente, Governador, y Capitán General de los Reynos del Perú,
Terrafirme, y Chile. Al Exmo. Sr. Dn. Pedro de Toledo, y Leiva, primer Marques
de Mancera, su succesor”.
Posiblemente, la única excepción en la literatura histórica sobre este tema, que da por cierta la enfermedad y curación de la virreina es “El Conde de Chinchón” de José Luis Músquiz de Miguel, Jesuita, editado por la Escuela de Estudios Americanos del Consejo Superior de Investigaciones científicas (1945). Se trata de una monografía presentada en la Universidad de Madrid, como tesis para la colación de grado de Doctor en Filosofía y Letras (Sección de Historia), el día 12 de mayo de 1944. El Tribunal acordó concederle la calificación de sobresaliente y al terminar el curso académico la misma Facultad le otorgó Premio Extraordinario de Doctorado.
En las página 31 y 32, dice: “Se sabe que frecuentemente padeció (El Conde) fiebres palúdicas, las famosas tercianas, ya conocidas desde el tiempo de los incas en el Valle de Rimac. Varias veces tuvo que interrumpir sus ocupaciones al sentirse atacado por las mismas e, incluso, en alguna ocasión, llegó creer que moriría de ellas, haciendo testamento, que entregó a su esposa, a la que rogó pusiera siempre el mayor esmero y cuidado en la educación de su hijo Francisco Fausto”. En la nota al pie de página indica que estos datos están sacados de “Las tercianas del Conde de Chinchón. Carlos Enrique Paz Soldán, en la que se hace un estudio médico sobre esta enfermedad.”
Y continúa: “Más conocidas que las del conde fueron las que atacaron a la Virreina en junio de 1631, ya que dieron origen a la difusión de la virtud febrífuga de la quinina. Las fiebres llegaron a ponerla en inminente peligro de muerte , y tanto el médico de la casa del Virrey, doctor don Juan de la Vega, como los demás doctores consultados, dieron por perdida toda esperanza de salvación para la Virreina, la cual no consiguió librarse de su grave enfermedad hasta que tomó unas cuantas dosis de “cascarilla”. Parece que quien hizo el primer experimento de semejante remedio fue un indio, Pedro de Leyva que, atacado por dicha enfermedad, para calmar los ardores de sus sed, bebió agua en un remanso en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos agua en la que depositó raíces de quinina, y con su descubrimiento vino a Lima y se lo comunicó a un jesuita, el cual se lo proporcionó a la Virreina, con lo que se extendió la noticia de su poder curativo”.
Sin embargo hay que destacar que el autor no indica con ninguna nota a pié de página de donde ha recogido esta información, cosa no habitual, ya que en todo este trabajo se documentan las informaciones con la aportación de la fuente e incluso, en algunos casos, con los textos íntegros de los documentos. Cabe la posibilidad de que en esta ocasión se “fiase” de las “leyendas” que hasta esas fechas no había sido puestas en entredicho.
Por último, debemos tener en cuenta lo que dice el jesuita Ruben Vargas Ugarte en la introducción al “Diario de Lima”, a este respecto:
“Muy al principio de su periodo ocurrió el suceso que ha contribuido a inmortalizar su nombre y que en aquel entonces apenas tuvo repercusión alguna. Nos referimos al descubrimiento de la quina o cascarilla. La escasa importancia que los contemporáneos concedieron al feliz hallazgo de esta corteza ha sido, a no dudar, la causa de la oscuridad que todavía envuelve la manera como fue descubierta. Suardo, en su diario nada nos dice sobre este punto. A atenernos a la versión más común y mejor fundada, la enfermedad de la Virreina fue la causa de que las propiedades del maravilloso febrífugo fueron conocidas. El hecho de haber venido por tierra, atravesando los valles de la costa, en donde aún ahora es endémico el paludismo, nos hace sospechar que fue entonces cuando contrajo la dolencia. Ahora bien, la Condesa hizo su entrada en lima el día 19 de abril de 1629 y solo un mes más tarde comienza la relación de Suardo. Bien pudo acaecer la curación de la ilustre paciente en ese tiempo y así se explica el silencio del cronista, fuera de que por la ninguna resonancia del caso el pasarlo por alto no debe excitar nuestra atención.”
En este punto nos debemos hacer una pregunta: Si la Virreina utilizó el remedio de la quina para curarse de sus fiebre, ¿cómo no lo mencionan en sus escritos ni el cronista oficial del Virrey Juan Antonio Suardo, ni su criado Diego Pérez Gallego, ni el mismísimo Conde, cuando dejó constancia de los hechos más importantes de su reinado?
Y hay dos respuestas. La primera que no es cierta la leyenda de la curación de la condesa, y la segunda, que siendo verdadera, ellos no dieron importancia a esta información, porque realmente no eran conscientes de la trascendencia del descubrimiento.
Por tanto, considero que pudo haber algo de verdad en la curación de la virreina, pero que no se le dio entonces demasiada importancia, y que solo años después y con ánimo de promocionar la comercialización y consumo de este producto, se fue adornando la noticia con todos los elementos propios de la leyenda.
Después y aceptando las versiones de la época, en el
año 1742 el famoso naturalista Carl von Linnè o Linneo (1707-1778) en su obra
“Genera Plantarum” bautizó con el nombre de “Cinchona” o “Chinchona” al árbol
de la quina, sacralizando la intervención de la Condesa de Chinchón en su
descubrimiento, y mucho después llegaría su utilización como argumento para
bellas historias y poemas literarios.
El
busto de Linneo se encuentra en el Jardín Botánico de Burdeos, y está realizado
en bronce por Lucie Jeffré.
Nota: El trabajo completo “DE
CÓMO DON LUIS JERÓNIMO FERNANDEZ DE CABRERA Y BOBADILLA Y DOÑA FRANCISCA
ENRIQUEZ DE RIVERA (Condes de chinchón y Virreyes del Perú) INTERVINIERON EN EL
DESCUBRIMIENTO DE LA QUINA”. (Chinchón de 1589 a 1647), se puede leer en la
Biblioteca Pública “Petra Ramírez” de Chinchón y en su página web.
Relator independiente.