"Un viejo que está a mi lado me cuenta detalles de otras capeas que él vio.
-Éstos no son toros –me dice-, están ya muy corridos por los pueblos; están cansados y no tienen sangre; todos son bueyes de carreta. Aquí en esta plaza ha habido varias muertes de mozos. Cuando yo era joven, en una corrida, mató el toro a dos mozos. ¿Ve a ésos que asoman el cuerpo por debajo de la barrera? Pues allí corneó a uno en la cabeza y, clavada al cuerno, lo sacó fuera del escondite como un pelele: se le veían todos los sesos por el agujero que le dejó en ella. Luego el toro alcanzó a un mozo en medio de la plaza y lo destrozó a cornadas dejándole muerto. ¡Aquél sí que era un toro, negro y de alzada y con muchas canas en el testuz, viejo y de casta! Otra vez hubo en una corrida muchos heridos. Los mozos, en vez de de capearlos, empezaron a pincharlos con las navajas, mutilándolos y cortándoles las orejas, concluyendo por convertirlos en fieras; repartieron muchas cornadas. La Guardia Civil bajó a la plaza tirando tiros. Una oleada de gente se precipitó a la puerta y el alcalde fue arrollado y apaleado, rompiéndole una pierna y quedando cojo para toda su vida.
Una capea de pueblo. de José Gutierrez Solana, que posiblemente estuviera inspirada en la que narra de Chinchón.
Yo me despido de este viejo, pues con el calor se me ha quedado la lengua seca y estoy sudando a mares. Voy a la taberna a beber algo de vino, pero todas las tabernas tienen la puerta cerrada. Los dueños han trancado las puertas para ver la corrida. Pero lo que me produce más indignación es que tampoco podré fumar porque el estanco está cerrado.
Los mozos siguen bailando en el redondel unos con otros al agarrado modernista de cabaret o “kursaal”, esperando a que suene el clarín para la corrida formal. Ya van cuatro toros y dicen que, después de ser corridos los dos toros de lidia, se soltarán los otros dos toros de capea; uno de ellos es el que se demandó esta mañana y le cortaron las orejas y el rabo. En el patio del café hay una gran aglomeración de gente, pues de aquí sale la cuadrilla. A un aviso, se retiran los mozos del redondel y un chulo, montado en un caballo que caracolea al sol, sale a correr la llave; se para enfrente del palco del Ayuntamiento y el alcalde se levanta de su asiento y tira la llave. Luego atraviesan el redondel unos cuantos caballos viejos, las mulillas y la cuadrilla.
Los picadores se llevan muchas costaladas; el toro es de poder y saca las tripas a cinco caballos que hacen regueros de sangre por la plaza. Los hombres y las mujeres trepan más por los palos de la barrera y piden más caballos. Llega la hora de matar y el espada se coloca enfrente de la presidencia. El alcalde y el cura de Chinchón, sombrero en mano, corresponden al brindis. Después de ser muerto el toro, el cura y el alcalde vuelven a levantarse y a saludar para dar las gracias al matador. El cura vuelve a ponerse la teja.
Yo me marcho de la plaza cuando suena el clarín para salir el otro toro de muerte, ya cansado de tanta bestialidad, y me dirijo a las afueras del pueblo para hacer tiempo a que llegue el tren para irme a Madrid. Recorro muchas calles que no había visto y las cuestas de los arrabales. Muchas esquinas de las calles que dan al campo están interceptadas por carros de labranza y pesadas carretas de bueyes, amarradas por la lanza, tapando los callejones para que los toros, si se desmandan al enchiquerarlos, no puedan entrar por los sitios de más peligro, los callejones que dan a las calles de más tránsito. Es necesario saltar por entre las ruedas de estos carros. En una calleja que tiene unas casas muy bajas con corrales, tapadas las puertas con colchas de la cama, están las prostitutas de Chinchón; tienen lunares pintados y fuman; una tiene toda la cara comida de enfermedad.
Salgo al campo. Se ven muchos montones de trigo. Me siento en una piedra a merendar y me paso un buen rato viendo trillar. Hay un olor sano de campo y de hierba y un silencio no turbado sino por un pequeño grito de un mozo de labranza, a lo lejos, que arrea al ganado. Las mulas, cansadas, dan las últimas vueltas. El cielo se tiñe ligeramente de rosa con el crepúsculo y luego se incendia de rojo. Tiene esta hora inefable un gran encanto. Las muchachas del pueblo, abrazadas por la cintura y unidas estrechamente de la mano, regresan del paseo a sus casas.
Estación de Chinchón del Tren del Tajuña.
Corrida en Chinchón. José Gutierrez Solana.
José Gutiérrez Solana, La España Negra, 1920