Inexorablemente, desde muy pequeña, se habían cumplido todos sus deseos. Siempre había conseguido todo lo que deseaba; a veces, pensaba que esto no podía ser bueno y llegaba a tener miedo, porque algún día se podría terminar la suerte. Sin embargo, había recibido una educación ecléptica y racional, que desdeñaba las supersticiones. Se doctoró en ciencias exactas y, todavía en la Facultad, se enamoró de Javier, quien además de correspoder a su amor era el heredero de una importante fortuna. Se casaron y, para satisfacer su último capricho personal, les construyeron una casa en medio de un paraje paradisíaco, propiedad de los antepasados de su marido.
Era una mansión funcional, diseñada por un arquitecto australiano de prestigio mundial, en la que primaba la luminosidad, para lo cual todas las paredes exteriores eran de cristal, con cédulas fotocromáticas que regulaban la luz para iluminar todas las habitaciones y permitían hacer sorprendentes juegos de colores. La casa, que tenía seiscientos metros cuadrados en dos plantas, era el epicentro de un jardín de cinco mil metros, rodeado por una verja dotada de sofisticados sistemas de seguridad que hacían imposible su violación. Se habían respetado las acacias centenarias, que ponían un contrapunto natural a la concepción geométrica de toda la edificación. Una pradera artificial cubría de verde toda la superficie surcada por varios caminos de piedra que unían la casa con la piscina y la pista de batmington.
Había pedido una excedencia en la Cátedra de la Universidad para disfrutar de su nuevo estado. Pasaba casi todo el día en casa donde iba recibiendo a todas sus amistades que no se cansaban de alabar el buen gusto con que había decorado la casa. Una decoración minimalista, en la que sobresalían los blancos, rojos, azules y negros, que se correspondía con el espíritu racional y empírico de los propietarios.
Todas las mañanas desayunaba con Javier en el jardín, bajo una de las acacias donde se había colocado una sillería de bambú importada directamente de Indonesia. Pasaba largas horas en la biblioteca donde su marido había trasladado la mayor parte de los ejemplares de los fondos de su familia. El resto del día lo empleaba en experimentar las nuevas tendencias culinarias, pues era gran aficionada a la cocina de diseño, hacer deporte y cuidar su imagen. Los trabajos de limpieza los hacía Imelda, una jovencita filipina que habían contratado como empleada de hogar.
Poco después empezó a notar algo raro. Algo que no podía ni se atrevía a explicitar. Primero fue un malestar general y frecuentes dolores de cabeza. Después, esporádicos episodios depresivos, incluso llegaba a sufrir inesperadas subidas de fiebre que la obligaban, muchas veces, a guardar cama. Siempre había sido una mujer fuerte y saludable y todos pensaron que podría tratarse de los primeros síntomas de un esperado embarazo.
La joven filipina fue la primera en darse cuenta de su estado. Casi eran de la misma edad y habían llegado a congeniar.
- Señorita, lo que tiene es mal de ojo...
- No digas tonterías, Imelda. Yo no creo en esas cosas.
- Usted no creerá, pero exite. Alguna amiga se lo habrá echado... Yo he visto cómo algunas se consumían de envidia cuando visitaban la casa... en mi país...
- Que no, que lo que me pasa tiene una explicación más racional... Será que me han bajado las defensas, o tendré algo de anemia por mi régimen... o puedo estar embarazada...
Eso era lo que había pensado Javier, quien empezó a preocuparse cuando un análisis descartó esta posibilidad.
-Usted puede decir lo que quiera, pero yo voy a empezar unos sortilegios que en mi país dan muy buenos resultados... en unos días, estará mucho mejor....
Aunque ella no lo podía admitir, mejoró en los días siguientes. Y le dió por pensar cual de sus amigas le podía haber hecho esto.
Javier se rió divertido del remedio de Imelda y pensó que la causa real de los males de su esposa no era otro que el cambio tan radical de vida que había tenido y el enclaustramiento que se había impuesto. La solución era, sin duda, un pequeño viaje. Después de una semana por la Rivera Sacra, volvió totalmente recuperada.
Pasado un mes, ni los sortilegios de la filipina, ni las pastillas que había recetado el médico de la familia, ni los mimos de su marido, ni los cuidados de su madre que se había trasladado a casa para cuidarla, lograban paliar su malestar que a veces llegaba a provocar convulsiones y espasmos violentos. Los análisis no detectaban ninguna causa que pudiese justificar este cuadro clínico tan alarmante.
La madre, que no compartía el agnosticismo de su hija, llegó a pensar que podría tratarse de alguna clase de posesión del maligno y habló con el cura de su parroquia, quien se ofreció para visitarla y así poder hacer un diagnóstico más preciso.
- He hablado con el párroco, él no piensa que puedas estar poseída, pero que si tu quieres puede venir a visitarte...
- ¡De ninguna manera!... ¿Te has vuelto loca? ¡Hasta ahí podíamos llegar! Como vuelvas a decir algo por el estilo no entras más en esta casa...
- Perdona, hija... pero esto es muy raro... los análisis dicen que todo está bien... y tú cada día estas peor... Una vecina me ha dicho que un curandero había solucionado un caso similar a la hija de una prima suya del pueblo... ¿Si quieres...?
- ¡Que no, mamá, que no!... Que te dejes de supersticiones y de tonterías... Ya se me pasará...
Javier que no podía admitir la existencia de ninguna causa paranormal, recordó, sin embargo que, cuando era pequeño, le habían hablado de una tia abuela suya que había enloquecido cuando vivía en un viejo caserón que hubo en el mismo sitio donde ahora habían construído su casa. Se llegó a comentar que a veces se veía volar su espíritu sobre las ramas de las acacias. Él no lo podía admitir, pero llegó a pensar que la casa estaba embrujada.
Tuvieron que internarla en un hospital. En pocos días y sin más tratamiento que una alimentación sana y algunas pastillas para paliar los síntomas de su estado, se había recuperado. No se atrevieron a volver a la casa y se instalaron en el ala de invitados de la mansión familiar.
Ella estaba curada pero nadie había encontrado la causa de sus males. Se encargó un pormenorizado informe a un prestigioso gabinete pluridisciplinar, que en tres meses redactó sus conclusiones. La conjunción de varios de los materiales utilizados en la construcción de la casa , como el amianto, los polímeros, el vidrio y el acero, producían unos efectos nocivos en algunas personas de naturaleza sensible. Efectos que se estaban empezando a detectar en diversos edificios modernos de las grandes capitales.
Ahora ya no había ninguna duda, la casa encantadora no estaba encantada; simplemente era, lo que ahora se llamaba, un edificio enfermo. El arquitecto de fama internacional tuvo que volar desde Sidney para hacerse cargo, personalmente, de su “curación”.
Mientras tanto, la casa sigue siendo la admiración de todos los que visitan el paradisíaco lugar, cuando los rayos del sol, a la caída de la tarde, tiñen sus paredes con los rojos brillantes del ocaso que se van apagando hasta llegar al azul plateado cuando la luna se refleja en sus cristales.