Jorge Emiliano era un hombre afable y educado. En su etapa laboral trabajó como ujier en el Ministerio de Agricultura y era una excepción en la proverbial desidia de los funcionarios y siempre se prestaba a solucionar cualquier contratiempo que pudiera surgir a los ciudadanos que visitaban su departamento ministerial.
Cuando le llegó su bien ganada jubilación, además de recibir un reloj que costearon sus compañeros, siguió manteniendo esa loable actitud que también era muy apreciada en su entorno social y familiar.
Hay que decir que se le solía ver a menudo con su bolsa de plástico, que recicla como se aconseja, dando un paseo camino de la panadería y deteniéndose con vecinos y conocidos para interesarse por la salud y el bienestar de todos. A mi me gustaba encontrarme con él porque siempre se acordaba de lo de mi operación de la rodilla y me preguntaba por mi nieta pequeña a la que conoció el día de su bautizo.
Y digo que me gustaba, porque últimamente Jorge Emiliano ha cambiado una barbaridad. Ahora ya no se para con nadie y si lo hace es para dar un respingo y soltar una especie de gruñido a modo de saludo.
El otro día me encontré en el ascensor con su mujer y me contó el motivo de su increíble cambio de carácter.
Parece ser que la culpa era del teléfono. Esta mañana me he encontrado con él y me lo ha contado. Me dice que él no tiene móvil, que tiene el teléfono fijo encima de una mesita en el salón y que cuando suena tiene que levantarse del sillón para cogerlo, pero como recibe pocas llamadas, incluso le viene bien para hacer algo de ejercicio. Pero con la moda de las campañas de telemarketing, de un tiempo a esta parte no para de recibir llamadas, generalmente a la hora de comer o de la siesta. Después de contestar a seis ofertas de cambio de compañía telefónica, cinco de seguros de hogar, ocho de suministro de botellas de agua y dos de consultas de revisión de su audición, a las que empezó contestando con su habitual cordialidad, pero que terminó desquiciado cuando sus interlocutores seguían insistiendo en la bondad de su oferta sin escuchar sus reiteradas negativas. Pero lo que colmó su paciencia fue la llamada de Iñigo Errejon invitándole al mitin de cierre de campaña.
Desde ese día, solo con sonar el timbre del teléfono ya empieza a soltar improperios, ante el susto de su mujer que asegura no reconocerle desde entonces, y lo peor fue cuando le soltó la retahíla de insultos a su amigo Wenceslao, que desde entonces ha decidido no volver a llamarle nunca más.