Aquel día era lunes y, como todos los días, se despertó a las ocho y media pasadas; esa noche solo se había levantado una vez para ir al servicio y se había dormido, como casi siempre, inmediatamente.
Le dolía un poco la cabeza y sentía un poco de ardor en el esófago, y es que no estaba acostumbrado a cenar tanto. Se había pasado con las chacinas, porque el salchichón estaba muy bueno, sabia esa noche a "fruta prohibida", y el chorizo, que hacía tanto tiempo que ni probaba, fue la excepción que le había dejado hacer su mujer. La lombarda, que a él no le gustaba demasiado, fue el plato más abundante; ¿y como no iba a probar el cordero, con lo que a el siempre le había gustado?
Lo del turrón duro, ni planteárselo porque su dentadura, aunque casi toda era postiza, hace tiempo que ya no le prestaba el soporte técnico necesario. Pero los polvorones, que siempre habían sido su debilidad, entraron en su postre en mayor cantidad de lo que el médico le había recomendado por su azúcar. Hasta, esa noche, se tomó una copa de cava, para brindar, y antes, claro, habían caído dos o tres vasitos de un rosado riquísimo que había traído su yerno. Lo de la copita de chinchón no fue negociable y se tuvo que conformar con el olor que retrotraía a tiempos que casi ni recordaba, incluso ahora dudaba si habían existido realmente.
Ahora, ya por la mañana, todo estaba tranquilo y en silencio; aunque todo lleno de chismes porque su mujer había dicho a sus hijas que no se preocupasen, que ella los quitaría mañana, que no tenía nada que hacer; y como era ya tarde se marcharon todos a su casa dejando todo manga por hombro.
Pero el, con dolor de cabeza y ardor de esófago y todo, se levantó con un poco más de ánimos que otros días. Y es que debe ser verdad que los nietos alegran la vida.