Su rostro se reflejaba con intermitencia en la ventanilla, cuando las sombras de los árboles se interponían entre los reflejos del sol y los cristales empañados por el vaho de la mañana.
Ella, como todos los días, había subido al vagón en la estación de las Retamas, pero él, como acostumbraba, simulo no haberla visto y, como solía, solo se atrevió a mirar su cara que se esbozaba y se esfumaba en el cristal de la ventanilla, cada varios segundos, coincidiendo con el paso de los árboles.
Ella ensimismada, con los ojos perdidos en el infinito, su boca sin palabras, con sus mejillas todavía sonrosadas por el frío que ya remitía y sin atreverse tampoco a mirarle a el.
Hoy, cuando la vio subir al tren, supo que había llegado el momento de emprender juntos ese viaje con destino desconocido y sin billete de vuelta.