Hoy os quiero contar un cuento. Es algo triste y largo para lo que es una entrada del blog. Pero me ha parecido más interesante publicarlo de una sola vez, y no hacerlo en varios capítulos. Espero que os guste, si alguno se decide a leerlo completo. Lo he titulado:
SIN NADA
A Fermín se le fue durmiendo la cordura, poco a poco, en aquel banco de la plaza. Por las mañanas, su memoria no alcanzaba más allá del estridente silbido del tren y la visión de largos raíles que se iban juntando en la lejanía, a una velocidad mareante, desde la ventanilla de aquel vagón, al final de un tren de mercancías.
Ya demasiado lejos, algunas imágenes indescifrables que volvían una y otra vez a su mente perturbada sin que lograra ordenarlas, siquiera, con un mínimo de congruencia. Un portafolios con remaches dorados y una letra , efe mayúscula, también de metal dorado. Un niño con pantalones cortos sentado en la acera de una calle, junto a la puerta de una panadería. La campanas de una iglesia con sonido de pétalos de rosa y lluvias de arroz que, de pronto, se tornaban pesadas y profundas como losas de mármol. Batas blancas y olor a desinfectante y nubes que corrían enloquecidas por el cielo hasta perderse en el horizonte. Y un puchero.
El pelo cortado a trasquilones y la barba cerril que le cubría casi todo el rostro. Se acercó a la fuente, mojó su mano derecha, se restregó los ojos y después se humedeció los cabellos sin utilizar ningún peine. Se acercó de nuevo al banco y de una bolsa azul de plástico en la que apenas si aún se distinguía la marca de una agencia de viajes, sacó un mendrugo de pan, que mojó en el agua que rebosaba el pilón de la fuente, y empezó a mordisquearlo con los ojos perdidos en la bruma de aquella mañana de finales de la primavera.
No eran más de las seis y media y le había despertado, sin duda, el relente matinal que hoy se había adelantado a las primeras luces del sol. Había dormido totalmente vestido y cubierto por una manta descolorida, que después de terminar su desayuno, lió y ató con un cordel, para colgarla sobre su hombro. Además de la bolsa y la manta, todo su ajuar se completaba con un puchero de barro, ennegrecido por el humo y por la mínima limpieza, que se colgó a la cintura, metiendo el asa por la correa de sus pantalones.
Aquella mañana deambuló perdido por la ciudad que empezaba a despertarse, ante la indiferencia de la mayoría y la repulsa de los que se cruzaban con él más cerca. Cuando llegó, ya no se acordaba cuando, le pareció que era un buen sitio para vivir. Muchos parques, plazas amplias, bancos con respaldo de madera, jardines cuidados y muchas iglesias, donde montar su puesto de trabajo, como a él le gustaba llamar al sitio donde mendigar.
A la caída de la tarde, solía aprovechar la salida de la misa de las ocho y , ahora recordándolo, palpó en el bolsillo las monedas que había recogido: cuatro euros y cuarenta y ocho céntimos.
Buscó el mercado. Ya los fruteros habían sacado los desperdicios y entre los cajones abandonas en el muelle de carga, encontró dos manzanas y un plátano bastante aprovechables. Mientras se comía una de las manzanas, guardó en la bolsa unas hojas de acelgas, unos cogollos de coliflor y cuatro patatas pequeñas que rebuscó entre los desechos abandonados.
Levantó la tapa del contenedor donde en letras, grandes y negras, se podía leer “Poyería”. No le importaba demasiado el edor que desprendía y con un palo fue removiendo los despojos. Unas higadillas sin limpiar, varias patas de pollo, y tres cabezas fueron su cosecha. Sacó una bolsa de plástico que, posiblemente, alguna vez fue trasparente y guardó su “compra”.
Disputó a una rata una barra casi entera de pan, entre la basura de la tahona, y guardó todas sus adquisiciones en su bolsa-despensa que antes debió de servir como bolsa de de viaje a algún turista que la dejó abandonada en un rincón de la estación. También llevaba siempre un bolsa de sal, una cuchara y un tenedor que había robado en una cafetería de carretera, una gran navaja plegable, que utilizaba como utensilio culinario o arma defensiva, según las necesidades, y una caja de cerillas.
Con sus ahorros pudo comprar un tetrabrik de vino tinto y un paquete de cigarrillos negros. Nunca había fumado demasiado, incluso, era posible, que antes no fumase, pero se entretenía haciendo volutas redondas de humo, y era lo único que le calmaba cuando su mente se embarcaba en aquellos locos viajes sin destino, que le hacían tan agresivo.
No le gustaba hablar con nadie. Los otros mendigos le temían o, al menos, procuraban esquivarle, aunque a todos les consumía la curiosidad, por saber algo de él. Tardaron tiempo en saber su nombre y le llamaban “el Pucheros”. Mucho después supieron lo de Fermín, y lo antepusieron al mote. A nadie le preocupó saber su apellido.
A media mañana, todos los días, iniciaba el rito de hacer la comida. Porque Fermín se hacía la comida. En el hueco de una escalera, en la parte menos transitada del parque, cerca del matadero municipal, tenía su residencia de invierno; que utilizaba también como despensa y cocina durante todo el año. Allí, escondido entre cartones y tablas, guardaba una botella de aceite, los restos de las provisiones que le sobraban del día anterior, y algunos frascos de cristal, la mayoría vacios, en los que habían restos de legumbres que utilizaba cuando no encontraba nada en la basura.
Todo el mundo sabía que aquello era del “Pucheros” y nadie se atrevía a tocarlo. Por otra parte, el olor pestilente que salía de aquel rincon era suficiente motivo disuasorio para que nadie se acercara a tocarlo. Tan sólo se veía, de vez en cuando, alguna rata, que a poco que se descuidase, podía a entrar a formar parte del menú del día.
Era frecuente que los compañeros de Fermín se acercasen por allí a la hora de comer, con la vana esperanza de recibir una invitación. Tan sólo “El recaditos” y “El pelos” lo habían conseguido en dos o tres ocasiones. Y bien que presumían de ello.
- ¡Oye, mucho mejor que la comida del albergue!
- ¡Su cocido es de lo mejorcito que yo he comido..!
Sacó las tres piedras que usaba como trévede, y puso varios trozos de cartones y papel de periódico entre ellas, encendió una cerilla y empezó a encender la lumbre de su fogón improvisado. Puso encima unos trozos de tabla y varios trozos de ramas secas que había guardado de cuando podaron los árboles del parque, y mientras prendía la lumbre se acercó a la fuente del centro del parque para llenar de agua su puchero.
Lo colocó entre las tres piedras, y empezó a pelar las patatas que iban a ser la base del guiso del día.
Apenas si había empezado cuando recibió una visita inesperada. Eran el cabo “Ricitos” y el guardia “Matute”. Bueno, la verdad es que el “Ricitos” no era cabo y realmente se llamaba Eulogio Matesanz, pero le gustaba presumir y tenía el pelo rizado, y de ahí el mote por el que era conocido, incluso, en la Comisaría.
- “Pucheros”, no queremos verte más por aquí... así que, vete recogiendo todos tus bártulos, y desaparece para siempre...
Mientras el “cabo Ricitos” le soltaba su misiva, Fermín, sentado en el borde de la escalera, dejó de pelar la patata que tenía en su mano izquierda, levantó la cabeza hacia el guardia, y sin decir una sóla palabra, apretó la navaja con su mano derecha y clavó sus ojos amenzantes en los de su interlocutor, en una clara actitud desafiante. Agachó de nuevo la vista hacia el suelo y continuó pelando la patata con parsimonia, sin articular ni una sola palabra.
- Vamos, Fermín, no nos causes más problemas... mañana no te queremos ver por aquí... si no, tendremos que avisar a los de Servicios Sociales...
Fermín no se inmutó, ni miró, siquiera, al guardia Matute, que agarró, conciliador, el brazo de su compañero que había hecho ademán de acercarse al mendigo.
- ¡Mañana no te queremos ver por aquí!
Posiblemente recibieron nuevas instrucciones de la comisaría, pero no volvieron a molestarle, por lo menos, en las semanas siguientes.
La escena había sido presenciada desde lejos, escondidos detrás de unos matorrales, por el “Pelos” y el “Recaditos”, que se encargaron de magnificar la actitud del “Pucheros”, lo que hacía que su fama fuese alcanzando la cima del prestigio entre sus compañeros.
- Y él, ni se inmutó... Le miró fijamente, le enseñó la navaja...
- ¡Y se cagó por las patas abajo!
- Vamos, que le acojonó al cabrón del “Ricitos”...
- Y menos mal que estaba el “Matute” que le detuvo, que si no, le raja...
- ¡Vaya si le raja!
El caso es que éste fue uno más de los méritos que se asignó a “el Pucheros” a la hora de escoger turno en la puerta de la Iglesia de San Eulogio, para pedir limosna. Fermín eligió de siete a ocho los días de diario y de doce a una los domingos y festivos.
La Iglesia de San Eulogio era la mejor situada de toda la ciudad y además era la parroquia principal donde estaba ubicado el arcipreste. El pórtico de estilo gótico tardío, tenía una amplia escalinata donde sentarse. Fermín se colocaba en el tercer o cuarto escalón; de esta manera, los que subían no podían pasar de largo, so pena de tener que aguantar la intimidadora mirada del pordiosero que raramente eran capaces de mantener y, casi siempre, optaban por echar unas monedas en el trapo que usaba como limosnero.
Nunca daba las gracias y si alguno osaba no pagar el “tributo” tenía que sufrir su inquietante mirada durante días, porque nunca olvidaba la cara de uno que no le hubiese dado limosna.
Cuando no había ninguna ceremonia religiosa, se apostaba en la acera, al pie de la escalinata, y allí acechava a sus “víctimas” desde que se acercaban a cinco o seis metros. Si el transeúnte cometía el error de mirarle a los ojos, ya no sería capaz de pasar de largo, y como encantado por el hechizo de una serpiente, claudicaba irremediablemente y depositaba sus monedas a los pies de Fermín.
El lugar era privilegiado, porque además de la Iglesia, tenía enfrente dos paradas de autobuses urbanos, era una zona de paso muy concurrida y no tenía ninguna tienda a menos de veinte metros. Todos sabían que nunca era recomendable ponerse a pedir cerca de los comercios; los dueños les hacían la vida imposible porque molestaban a sus clientes.
Posiblemente, el único que se atrevía a dirigirle la palabra era don Cosme.
- ¿Qué tal, cómo llevas hoy la tarde?
- Aquí, haciendo un favor a tus feligreses.
- Querrás decir, pidiendo el favor a mis feligreses...
- ¡Lo que digo, es lo que digo..! o ¿es que piensas que no sé lo que digo? ¿Tu te crees que yo soy tonto o que estoy loco? ¿Eh? ¡Dime... dímelo tú!
- No te pongas así Fermín, tu sabes que yo te aprecio y que no pienso que seas tonto, pero no entiendo lo que me quieres decir, ¿me lo puedes explicar?
- Pues muy fácil... Tu dices a tu gente que tiene que ser buena y que tienen que ayudar a los pobres... ellos, con esas miserables monedas que me tiran se justifican y ya pueden irse a sus casas con las conciencias tranquilas... les sale demasiado barato comprar su pasaporte al cielo... ¿Que, les hago un favor o no se lo hago, cura?
Don Cosme era un cura anciano y menudo, de los que casi ya no quedaban. Siempre usaba sotana y era una estampa anacrónica en aquella moderna ciudad. En tiempos fue el párroco arcipreste, pero ahora sólo ayudaba diciendo misas y confesando a las pocas viejas que se acercaban al confesionario. Todo el mundo le llamaba de usted, menos Fermín; y eso no lo había terminado de asimilar del todo. Buscó en sus bolsillo, sacó una moneda de un euro y se la puso en la mano del mendigo.
- Toma, Fermín. Un adelanto a cuenta de mi pasaporte para el paraíso.
Tampoco a él le dió las gracias, y el cura subió con parsimonia las escaleras de la iglesia, con la sensación desagradable que siempre le producían estos encuentros.
- Este puñetero, siempre sabe lo que decir para molestar... Pensó, mientras mojaba la puntas de sus dedos en la pila del agua bendita para hacer la señal de la cruz.
Cuando, hace uno meses, llegó Fermín por allí, se ocupó en gestionarle una plaza para que durmiese en el albergue municipal y darle unos vales para el comedor de cáritas, pero se negó rotundamente a aceptar ninguna de las dos posibilidades. Supo, por unas gestiones que hizo en el ambulatorio de la Seguridad Social, que padecía un tipo de esquizofrenia hereditaria, que se le había agudizado por la muerte de su esposa. Llegó a desempeñar un cargo de responsabilidad en una empresa participada por el gobierno autonómico, pero con la desgraciada muerte de su mujer se hundieron todos los soportes que le habían mantenido integrado en la sociedad. Calló en una gran depresión, le internaron en una clínica de donde se escapó y los pocos familiares que le quedaba terminaron por dejarlo por imposible, ante su negativa a someterse a ningún tratamiento.
La esquizofrenia se fue agudizando por la falta de higiene y la deficiente alimentación, que también influyó en los cada vez más frecuentes ataques de violencia y en una creciente demencia senil.
Poco a poco, Fermín el “Pucheros” había empezado a formar parte del paisaje urbano de la ciudad.
Eran las siete y veinticinco, y aunque faltaba más de media hora para que le relevasen a la puerta de la iglesia, y todavía no habían salido los de la misa de siete, pensó que con lo que le había dado el cura ya tenía suficiente para los gastos del día siguiente.
Se levantó y empezó a recoger todos sus bártulos. Estaba de espaldas a la calle y cuando se fue a volver para bajar las escaleras, casi se lleva por delante al padre Julían.
- ¿Estas ciego o qué? ¡No ves que casi me tiras! ¡Más valía que te lavases un poco, que buena falta te hace!
El padre Julián era un curita joven, siempre muy aseado, que vestía, generalmente, sueters de cuello alto. No podía disimular el desagrado que sentía hacía Fermín y, lógicamente, la respulsa era recíproca. Nunca le había dado una limosna y, posiblemente, era la primera vez que le había dirigido la palabra.
Contrariamente a lo que en él era normal, Fermín no le replicó y se le quedó mirando mientras terminaba de subir las escaleras y relataba, entre dientes, algo sobre que llegaba ya tarde para el funeral y que más valía que él entrase alguna vez a rezar en la iglesia en vez de quedarse en la puerta pidiendo limosna.
Sacudió la cabeza, se colgó la manta, se ciño el puchero y bajó los tres escalones que le separaban de la calle. Por la acera vio venir a varias personas muy arregladas que, sin duda, debían venir al funeral que había dicho el cura. No se detuvo ni cambió de idea, aunque por todos era sabido que las personas que estaban de duelo eran más propensas a la caridad.
Se encaminó hacia la plaza, aunque todavía era muy temprano para ocupar su banco. Caminaba cansino arrastrando los pies y su mente vagaba en un limbo de sensaciones indefinidas como cuando iba a ser presa de una de sus crisis vilentas. De pronto, se paró en seco. En su cabeza resonaron las palabras medio susurradas por el curita siempre pulido, y una fuerza irresistible le obligó a volver sobre sus pasos y subir atropelladamente las escaleras del templo.
Una pareja entraba apresurada porque el funeral ya había empezado. Fermín se quedó, de pie, junto a la pila del agua bendita. La iglesia estaba iluminada por varias lámparas que colgaban del techo y por los últimos rayos del sol que atravesaban unos vitrales ojivales que tamizaban la luz convirtiéndola en destellos multicolores.
La iglesia tenía una amplia nave central que estaba flanqueada por dos pasillos con vocación de naves laterales. Dos hileras de bancos de madera dejaban un pasillo central que llegaba hasta el presbiterio, que presidía el conjunto, al que se accedía por cinco amplios escalones sobre los que descansaba una gruesa alfombra de nudo español.
El curita, delante del atril del lado del evangelio, había terminado de leer las sagradas escrituras y empezó su homilía.
A Fermín, hacía mucho tiempo, que no le interesaba lo que decían los curas y no prestó demasiada atención a lo que decía, mientras observaba las imágenes de San Eulogio y de la Virgen del Carmen que presidían el retrablo de estilo barroco, y un cristo crucificado que era una burda imitación de Gregorio Fernández que estaba en el altar que tenía a su derecha. La voz del curita se hizo más sonora:
- El servicio a los pobres es esencial en la fe cristiana, no es opcional. Creer en Jesucristo lleva consigo ofrecer a los demás la esperanza que nos anima...
Le pareció interesante lo que estaba diciendo el curita que le empezó a parecer más simpático.
- Como decía San Pablo en su carta a los Corintios, “los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios, y a los que consideramos menos nobles los rodeamos de especial cuidado. Dios mismo distribuyó el cuerpo dando mayor honor a lo que era menos noble, para que no haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos de los otros”. Así nosotros, debemos cuidar de los miembros más necesitados de nuestra comunidad; los más indecorosos deben ser los que reciban nuestras mayores atenciones....
- ¡Yo soy ese! ¡Yo soy el más indecoroso y el menos noble de todos! ¡A mí es el que debéis ayudarme!
Todos se volvieron hacia el mendigo que avanzaba por el pasillo central levantando los brazos y dando grandes gritos. El cura paró su alocución y no supo qué decir. Mientras, Fermín seguía avanzando repitiendo su letanía de peticiones y su imagen recordaba la figura de los antiguos profetas bíblicos.
Cuando estaba a punto de llegar al altar mayor, un hombre que ocupaba uno de los primeros bancos, se levantó y se dirigió hacia él con mucha deferencia.
- Por favor, estamos en la casa del Señor, no es el sitio de organizar escándalos...
- ¡Yo soy el más innoble y el más indecoroso! ¡Es a mí a quien tenéis que ayudarme! ¡Lo ha dicho el cura!
Dos hombres más se unieron al primero y entre los tres lograron detener al pordiosero que no cejaba en su idea de llegar junto al cura, que permanecía paralizado delante del atril sin atreverse a interenir.
En el forcejeo, el puchero de Fermín se le desató y rodó por las losas de piedra hasta chocar con uno de los bancos. Los trozos ennegrecidos por el humo se esparcieron por el suelo en mil pequeños pedazos entre los que sólo se podía identificar el asa que había quedado, milagrosamente, intacta.
- ¡Mi puchero! ¡Habéis roto mi puchero!
Se desplomó en el suelo y entre los tres hombres lograron arrastrarlo hasta la calle para dejarle sentado en el escalón que habitualmente ocupaba.
Don Cosme, en el confesonario, rezaba las vísperas en su breviario. Con el tumulto levantó la cabeza y vio cómo sacaban a Fermín de la iglesia. Movió la cabeza con resignación, pero como vio que todo volvía a la normalidad, continuó con sus plegarias.
Mientras salían, los demás fieles que habían asistido estupefactos al incidente, se miraban unos a otros sin decir nada. Sólo una mujer se atrevió a decir algo sobre la poca vergüenza que tiene hoy la gente, y otro corroboró que ya ni en la casa de Dios se guardan las composturas.
Fuera, Fermín lloraba su inestimable pérdida.
- ¡Mi puchero... mi puchero..!
-Ahora sí, se había quedado ya... sin nada.