EL DARDO EN LA PIEDRA O CONVERSACIONES BAJO EL ALMENDRO
En la prenoche del 3 de octubre, cuando todavía no se han encendido las candelas de las callejas pétreas de Chinchón, Eduardo Carretero se despide con una suave música de fondo, del tiempo, del sol que había mirado tantos días, multiplicados por años, mientras desaparecía en los ocasos, encendidamente rojo, tras los alcores y de todos nosotros, sus amigos.
Con el corazón lleno de dardos certeros para la piedra, con una suave ternura para el barro y la madera, con una bronca resistencia al bronce que resultaba ser ineludible en muchas ocasiones. Hay un hermoso silencio vegetal sobre el pequeño patio de Chinchón, porque Carretero se muere sin dar ruido, sin que el cielo se estremezca con el canto de los pájaros tristes, con el silencio metálico de los automóviles y la majeza de los cipreses, tan granadinos ellos, tan oracionales.
Qué gran muerto, Eduardico, qué dura su soledad, qué tesón de trabajos, qué templanza para entender la vida, que resignada voluntad de pantera, qué amistad verdadera, qué desnudez ante el amor perdido, qué dificil nostalgia.
Veinticinco años sin poder nombrar a Isabel, muerta en 1985, aquella doncella de las mil músicas, cuya boca era canción y su mano ternura, su voz una profunda ráfaga de tierra y una brisa que cruzaba los cancioneros populares, el de Pedrell entre otros. Inseparables siempre en la vida difícil y atronadora del Madrid de los sesenta, jugando con el toro de la vida que era el trabajo escaso, una vida precaria y los amigos. Esos sí, abundantes y notables.
Ahora, inmóvil y frío, como un diamante purísimo, los amigos –muchos- te lloramos en la distancia sabiendo lo que hemos perdido, ese joyel de tiempos y tertulias que se abría en tu casa, esa naturalidad del que, genio, no sabe que lo es. O lo sabe y lo ignora.
Hay días en que a uno le crecen las lecciones entre las manos. Lecciones inesperadas, entre gentes imprevistas, palacios o heredades, suburbios o catedrales. Y así, un día de otoño del año 1986, me fui con Eduardo a pasear por las friísimas calles de Salamanca. Allí recibí, de sus labios, la más hermosa lección que aún recuerdo como regalo de cristal purísimo para mi vida. Estábamos contemplando las dos catedrales de la ciudad más alta y dorada de la que tengo noticia, cuando Eduardo me hizo detener para contemplar las esculturas del templo Viejo. Con una enfermiza delectación me dijo:”¿Ves toda esta maravilla en piedra? ¿Conoces a sus autores? ¿verdad que no?. Pues mira, yo soy un simple cantero como ellos.” Más lección de humildad es imposible, más convencimiento de la transitoriedad, incluso de la obra artística, inimaginable. ¡Cuántas veces le he censurado que no firmara las obras.¿”Para qué”, preguntaba, con total desistimiento.
Cinco obras suyas tengo en casa y ninguna firmada. ¡ Con qué rendimiento o resignación aceptaba el feroz trabajo del tiempo, el cristal quebradizo de la memoria que se enreda en los siglos!
La autora del artículo acompañando a Eduardo en la inauguración del Monumento en el Cementerio de Granada.
Todos los días en Chinchón se vestían de domingo. Las tertulias bajo el almendro, la parra virgen, el aéreo canto de los pájaros entre los cipreses y el chorrillo de agua cantarina sobre el lebrillo que remataba la yedra, nos hacían a todos, y a él particularmente, soñar con Granada, la ciudad que tardó en reconocer su gran valor, nunca puesto en almoneda de mercachifles del arte. Eduardo no se doblegó nunca ante cantos de sirena extraños, ni galeristas que, en muchas ocasiones, venden humo. Fue indeclinablemente fiel a sí mismo: un hombre sin ambiciones ni vanidades.
Su última gran obra, la Piedad, vino hasta Granada, en una fría mañana del pasado mes de febrero. Depurando sentimientos que lo acercaron siempre hasta lo humilde y desvalido, entendió que tenía que levantar desde sus manos un gesto de concordia y hermandad en una ciudad que sufrió tanto con la guerra incivil del 36. También él padeció” hambre y sed de justicia” durante los años del franquismo. Lo que no fue óbice para que en sus últimos años de vida entendiera la bondad del gesto generoso, la aceptación de todos los atroces sufrimientos durante la contienda fratricida, la bondad del buen entendimiento, lo pernicioso de las rencillas diabólicas. Y fue así como dejó su mensaje en bronce oscuro que es, en definitiva, una dura ternura, una ambición de paz.
Ahora, cuando la noticia de su muerte invade los teletipos y los tabloides, muchos de nosotros nos hemos quedado huérfanos de un amigo. Un amigo que soportó con estoicismo mis juegos de infancia mientras intentaba apresar los rizos de mi pelo en la ternura de la arcilla.
Marilúz Escribano Pueo