Él siempre había sido una persona ecuánime y poco dado a la exageración. Le gustaba escuchar a los demás, sopesar los argumentos que los otros esgrimían para, después, ir desmontando sus premisas con sosiego y meticulosidad implacable, aportando argumentos fundamentados en la doctrina con que otros pensadores habían ido conformado el acervo filosófico de la humanidad.
Él era un hombre paciente... y tranquilo, pero, sentado en el calabozo de la comisaría, no paraba de repetir:
- ¡Es que el árbitro se ha tragado un penalti clamoroso!