viernes, 2 de septiembre de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VIII (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO VII. GASTRONOMÍA Y ACTIVIDADES ECONÓMICAS.


La actividad económica de Chinchón en este periodo de la posguerra se centraba principal y casi únicamente en la agricultura. Y la agricultura tenía una influencia muy directa en la gastronomía y en la economía del pueblo.
Pero también en Chinchón, por ser el centro administrativo de la Comarca, se fue creando una infraestructura comercial y de servicios de cierta importancia, que se mantuvo durante todo este tiempo, aunque posteriormente fue decayendo, cuando la proximidad y la mejora de los accesos a la Capital hicieron que el comercio dejase de tener la importancia de aquellos años.

La gastronomía en Chinchón en tiempos de posguerra era más bien escasa y poco variada.
En casi todas las casas de Chinchón, se comía el cocido; ya se sabe, con sus tres vuelcos: la sopa, los garbanzos y la carne. Pero, lógicamente, había distintos cocidos en función de la economía familiar.
Aparte del cocido, la gastronomía estaba impuesta por los productos que se tenían en la propia casa. En casi todas las casas había un cerdo que se cebaba con las sobras de las comidas y el pienso que se elaboraba con cebada. Los jamones, el tocino, los chicharrones, los embutidos, las morcillas, eran la base de la alimentación en aquellos tiempos.
Otra fuente importante eran las gallinas del corral que suministraban huevos diarios y carne para las grandes ocasiones y su manutención era barata. En una casa media de agricultores, sólo había que comprar el pan, la leche y la poca carne que se echaba en el cocido. También se utilizaba la carne de carnero, la de vaca y la de cordero; menos la de ternera, que era de uso prohibitivo para las economías modestas.
Las frutas, las verduras, las patatas y las legumbres nunca faltaban, y se solían hacer conservas con el fin de que durasen durante todo el año. Cuando terminaba la campaña, con las últimas cosechas se preparaba la conserva de los tomates, de las alcachofas, de los pimientos, de la carne de membrillo… En estas tareas solíamos ayudar los niños, que como luego contaré, siempre teníamos que participar en las tareas domésticas.
Pero si tuviéramos que determinar cuál es el plato más característico de Chinchón, este es, sin duda, el guiso de patatas; y sobre todo, el guiso de patatas que se hacía en el campo. La Vega de Chinchón está a diez kilómetros del pueblo, y hasta allí tenían que desplazarse los hombres para sus labores agrícolas. Esta distancia obligaba a los labradores a comer en el campo; y de ahí la tradición de buenos cocineros de los hombres de Chinchón.
Las comidas eran sencillas y de rápida elaboración, utilizando productos que se podían conseguir, en muchas ocasiones, allí mismo. Aunque se hacían algunos fritos, generalmente debían ser comidas de alto valor energético que ayudasen a soportar los rudos trabajos del campo: Los guisos.
Cuando todavía la civilización no había inventado lo de cambiar la hora para adaptar la jornada laboral a las horas de sol y casi nadie utilizaba reloj, el agricultor conocía la hora por las sombras en las distintas estaciones del año.
Así, en verano, te colocabas de espaldas al sol, y cuando podías pisar la sombra de tu cabeza, eran las doce del mediodía. A esa hora se iniciaba el rito de la comida. Generalmente se trabajaba en cuadrillas y por lo tanto se compartía la comida. El de mayor edad, o el que había conseguido la fama de mejor cocinero, preparaba el fuego. Al resguardo de un lindazo, o junto a una frondosa noguera se colocaban las trébedes o se formaba el hogar con tres piedras sobre las que se colocaba la "caldereta" o sartén. Con sarmiento o "recortillos" y hojarasca seca se encendía el fuego que después se iría alimentando con trozos de leña secos que se recogían en los alrededores.
Mientras se calentaba el aceite se cortaban unas patatas en gruesas rodajas unos pimientos recién cortados de la mata y con unos ajetes se formaba el aperitivo. Al aviso del "cocinero" toda la cuadrilla paraba para echar una "mascá", un trago de vino y volver al corte hasta que estaba preparada la comida.
Por otra parte hay que decir que en aquellos años de la posguerra era muy escaso el pescado que llegaba hasta Chinchón. Unos de los pioneros que se atrevieron con el oficio de pescaderos fue el tío Tomás y la tía Paula, que tenían su pescadería en la calle Grande a la entrada de la plaza, donde después ella puso el puesto de periódicos.
Luego también podemos recordar a Juan Carrasco y a Isidoro Olivar cuyos descendientes han mantenido la tradición hasta casi nuestros días.
Por entonces eran más frecuentes los pescados en salazón y los ahumados, como el bacalao y las sardinas arenques que eran una de las meriendas preferidas en las tardes calurosas de la trilla, aunque ese día había que consumir bastante más agua fresca del botijo.
Dentro de la gastronomía, también tenían su importancia la caza y la pesca, que eran una base importante en la alimentación de la familia y un medio de ingresos, cuando se vendían los excedentes.
Entonces la caza se practicaba con perros y eran menos utilizadas las armas de fuego, sobre todo por los menos pudientes. El conejo, la liebre, la perdiz y la codorniz, las palomas, incluso los gorriones, formaban parte de la gastronomía de la posguerra.
Los más jóvenes usábamos los tiradores o tirachinas para cazar pájaros. Había quien ya disponía de escopetas de aire comprimido y con una linterna íbamos por la noche a cazar gorriones en los árboles, que ya teníamos localizados.
También se utilizaban las redes y la “liga” una materia pringosa que se ponía en la hierba, cerca de fuentes y charcas, en donde quedaban pegados los pájaros.
Aunque menos abundante, también la pesca era otra fuente de alimentación. El río Tajuña, ahora sin apenas caudal y mucho más contaminado, tenía carpas y barbos que llegaban hasta los caces y caceras, y había grandes especialistas que los pescaban y después vendían por el pueblo.
También eran abundantes los cangrejos, ya totalmente desaparecidos, que eran muy apreciados y un bocado exquisito.
Y por fin, los caracoles que se cogían entre la maleza de los bordes de las caceras, y eran un complemento imprescindible para los guisos que se hacían los agricultores en el campo.
Entre los alimentos de primera necesidad, el pan tenía entonces una importancia y una presencia importante en las mesas de todas las familias.
Había varias tahonas; que ahora recuerde, la del Señor Vidal, en los soportales de la plaza, que se conoció siempre como la de “Las Lolas”, la de Monegre, precisamente en la calle de la Tahona, la panadería de los “Gallegos” que antes fue de Jesús Moya, la del Ontalva y la del Sindicato en la Calle de Zurita. También estaba la tahona de María, la Vda. de Severiano Pintado en la calle de Solares y la de Martiniano Codes en la calle Carpinteros.
Había un pan negro de centeno que era más barato y que comían los pobres, y luego estaba el pan de trigo del que se hacían las “libretas” de pan candeal, con su abundante miga y la base, aún hoy, para hacer las pozas. También se hacían las “vienas” que eran un adelanto de las barras actuales. Lo del pan artístico es un invento mucho más moderno y dirigido solo al turismo.
La leche es otro producto de primera necesidad. En Chinchón no había una gran tradición de ganado vacuno. Sólo unos pocos tenían sus vacas para producir leche. Entre ellos, las monjas de las clarisas, que vendían la leche a granel, como todos, y hasta allí bajábamos los niños con nuestras lecheras de zinc a por el cuartillo o cuartillo y medio que era el consumo diario de la casa.
Estaba también María la lechera, la mujer del tío Nicanor, que tenían el despacho en la calle de la Tahona. Ellos, ya entonces, promocionaron lo que ahora sería la leche desnatada. Consistía en echar un poco más de agua en la leche, lo que les permitía ofrecer a la clientela varios precios, en función de la mayor o menor cantidad de agua con que había sido "bautizada" la leche.
También podemos recordar a Juan "el Jaro", de la familia de los gallegos,también conocidos como los lecheros, que así se llamaba a todos estos ganaderos; que además de venderla en su casa, repartían la leche por las calles. La llevaban en un borrico con unas cántaras y después cambiaron el transporte a un carrillo con ruedas de goma, y llegaban hasta las casas para atender a sus clientes habituales.
Lógicamente las garantías sanitarias eran mínimas, pero no recuerdo que, por entonces, se produjese ninguna intoxicación grave.
También, dentro de la gastronomía, podemos hacer una pequeña reseña del aceite, del vino y sobre todo, del aguardiente anisado; el típico anís de Chinchón.
Que el aceite ha sido uno de sus productos más importantes para la economía de Chinchón, lo prueban la gran cantidad de almazaras que existían en el pueblo. Además de la Aceitera, estaban la de la calle Nueva propiedad de los abuelos de Julio González, la de la calle de la Tahona propiedad de la Familia Montes, la de la calle Benito Hortelano, que actualmente es el Mesón de las Cuevas del Vino, la de la calle Toledillo de Martiniano Codes, etc. etc.
La recolección de las olivas duraba gran parte del invierno. Pasada la fiesta de San Antón, cuando los días empezaban a alargarse y los soles de febrero empezaban a calentar, aparecían las cuadrillas formadas por toda la familia, en las que hombres, mujeres y niños rodeaban los olivones pertrechados con largas varas y mantas tejidas con sacos de arpillera para recoger las aceitunas.
Previamente, se habían recogido las aceitunas aún verdes o sin terminar de madurar para utilizarlas como aceitunas de mesas para ensaladas, aperitivo o meriendas, poniéndolas en una solución de agua y sosa para quitarlas el sabor amargo y aderezándolas después con vinagre, ajos, tomillo y otras hiervas aromáticas haciéndolas varios cortes verticales con una navaja para que tomasen mejor el aderezo y depositándolas en unas vasijas de barro con boca ancha que se cubría con una tapa de madera en la que había una ranura por la que salía un cazo con agujeros que se utilizaba para sacar las aceitunas.
Durante los meses que duraba la molturación y el prensado de las aceitunas por los arroyos de las calles discurría el alpechín, un líquido negruzco que desprendía un olor característico que parecía premonitorio de la llegada de la primavera.
Los trabajos de la almazara eran duros pues las jornadas de trabajo se alargaban hasta bien entrada la noche. Llegaban cada año hasta Chinchón cuadrillas de hombres fornidos que venían de la Mancha y de Extremadura, y que después de unos meses su piel quedaba tersa, blanca y brillante por el continuo contacto con el aceite y su nula exposición a los rayos del sol.
Algo parecido podríamos decir del vino. Prácticamente en todas las casas grandes del pueblo quedaban los restos de bodegas y cuevas con sus grandes tinajas que daban una idea de la importancia y cantidad de la producción vinícola en Chinchón.
Hasta hace relativamente poco tiempo siguieron funcionando las bodegas en las que se elaboraba el vino de forma artesanal. En el año 1958 se creó la Cooperativa Vinícola San Roque que acapara la mayor parte de la producción de Chinchón.
Como antes comenté, el anís es posiblemente el producto que más hizo para la promoción y conocimiento de Chinchón. Durante el tiempo que estamos hablando, todavía se podían encontrar, arrinconados entre los trastos viejos de las cámaras, algún que otro antiguo alambique de los que funcionaban en la mayoría de las casas de Chinchón, hasta que se unificó la producción en la antigua Alcoholera.

La fábrica de la Alcoholera de Chinchón, en la Ronda del Mediodía. Las fábricas de anís fueron durante mucho tiempo las únicas industrias de nuestro pueblo.

En aquellos años de mediados del siglo XX, varios empleados de la Alcoholera de Chinchón fueron instalándose como industriales y creando sus propias fábricas. Luciano Sáez, Francisco Grau, Zacarías Montes y también Recuero en la finca de la Tenería, estuvieron fabricando anís bajo distintas denominaciones. Además de la más conocida “Alcoholera de Chinchón” tuvo mucho renombre el “Anís Castillo de Chinchón” que tuvo su fábrica en el mismo castillo de Chinchón, hasta que la destruyó un incendio.
Luego, las normas de seguridad obligaron a que todas las fábricas se instalasen fuera del casco urbano, y poco a poco, todas ellas o desaparecieron o pasar a ser propiedad de las multinacionales.
Aunque estamos hablando de la gastronomía, como hemos hablado de algunas de las industrias que existían en Chinchón, vamos a aprovechar para hablar de las distintas actividades productivas que había en Chinchón durante estos años. La agricultura aglutinaba a la mayoría de la mano de obra disponible, aunque aquí se daban una serie de circunstancias que favorecía la existencia de otras actividades comerciales.
Cuando termina la guerra civil se produce una importante transformación en la actividad laboral en Chinchón. Hasta entonces, la existencia de grandes “casas” de ricos terratenientes, facilitaba puestos de trabajo, si no bien remunerados, si fijos y seguros, tanto para las mujeres que se empleaban como criadas o para los hombres en los trabajos del campo. A partir de la posguerra, esa situación cambia drásticamente porque cada vez hay menos casas donde las mujeres jóvenes puedan entrar a servir y donde los jóvenes tengan un trabajo asegurado para todo el año. Entonces, las mujeres tienen que buscar esos puestos en la capital y los jóvenes tienen que pensar en la emigración. Algunos, jóvenes y no tan jóvenes, encuentran puestos de trabajo en Madrid como porteros, donde proyectar su vida laboral con expectativas familiares, aprovechando la proliferación de los bloques de vecinos que se están construyendo en el ensanche de la capital.
Para paliar esta falta de trabajo para los jóvenes, a excepción de la agricultura y de sus industrias derivadas, como el aceite, el vino y el aguardiente, y de las actividades comerciales, durante este periodo de la posguerra, en Chinchón funcionaron dos industrias textiles, dirigidas principalmente a las mujeres. Una fábrica textil y los telares de alfombras de nudo español.

Las jóvenes de Chinchón tuvieron su oportunidad laboral trabajando en las “alfombras” de nudo español o en la “Fábrica de Cintas” de don Arturo Ruiz Falcó, en el Alamillo Alto.

En los años cuarenta, un ingeniero, don Arturo Ruiz-Falcó, instaló en la calle del Alamillo Alto, una fábrica textil dedicada principalmente a la confección de productos elásticos para cinturones y otras finalidades relacionadas con la ropa del ejército para el que trabajaban habitualmente. Allí trabajaban unas veinte personas, la mayoría mujeres, hasta el año 1968, en que cerró la fábrica.
También en los años 50, surgió otra industria: Los telares. Las pioneras fueron 14 jóvenes que aprendieron el oficio en la Fundación Generalísimo, en Madrid. Alrededor de 50 telares trabajaron en plena actividad en Chinchón hasta 1967, cuando este tipo de trabajo prácticamente desapareció. Cada trabajadora tenía su propio espacio de 120 filas de nudo, alrededor de medio metro y recibían 8 pesetas (0.048 €) por cada 1000 nudos. Era un trabajo a destajo y el salario se recibía cuando terminaban la alfombra. Las tejedoras que querían recibir un salario razonable tenían que hacer 12.500 nudos cada día. Una alfombra de 3.5 m. de largo y 2,5 m. de ancho, tardaba en ser tejida por 5 mujeres unos 15 días. Su precio, entonces, era de unas 15.000 pesetas (menos de 100 euros).
Josefa Montes, Genuina Díaz, Ceci y el Sr. Valladares, fueron algunos de los queregentaron estos telares que estaban instalados en casas particulares.
La particularidad del "nudo español" es que en su fabricación no se utiliza ningún tipo de máquina: todo el proceso se hace a mano; cada hilo es un nudo y nudo a nudo se teje la alfombra hasta su finalización. En su fabricación no intervienen ningún tipo de lanzadera, ni otro tipo de mecanismo, lo que hizo que estas alfombras fueran consideradas entre los mejores del mundo. Si se examina la parte posterior de la alfombra se puede ver el mismo diseño que se ve en la parte delantera.
Era un trabajo penoso y muy duro, pues el roce de la urdimbre y el uso continu de tijeras causaban deformidades de las manos de la mujer; además, la lana desprendía un polvo nocivo, que las trabajadoras respiraban continuamente. Pero fue una industria que durante casi 20 años llegó a crear en Chinchó unos 200 puestos de trabajo.
Chinchón, al ser cabeza del partido judicial, era el centro administrativo de la comarca y recibía la visita de los que tenían que acercarse aquí de los otros pueblos para solucionar algún asunto burocrático y, de paso, aprovechar para hacer algunas compras.
Pero también llegaban los que venían a vender. Se solían alojar en las posadas y llegaban periódicamente. Los chatarreros, que paseaban el pueblo con un carro, recogiendo todo lo que pudiese parecer inservible. No faltaban quienes lograban algunos “tesoros” aprovechándose de la ignorancia de la gente, que desconocía el valor real de aquellos trastos viejos olvidados en las cámaras.
También estaban los cacharreros que pregonaban su mercancía:
- ¡“El Cacharreroooo, cambio platos, vasos, cacharros, por trapos viejos”…!
También recorrían el pueblo los “garbanceros”. Ofrecían garbanzos tostados. Por dos medidas de garbanzos crudos, te daban una medida de los famosos “torrados”.
No faltaban a su cita anual los “muleteros”. Venían a vender mulas jóvenes, que traían en reatas, para exponerlas en la plaza, donde se acercaban los agricultores para negociar con los “tratantes”, como así llamaban a los dueños del ganado.
A finales del verano llegaban los “marraneros”, con sus cerdos. Venían de Carranque y solían traer hembras que ya habían parido, para que las terminasen de engordar en las casas con vistas a la matanza de primeros de febrero.
Un viejo llegaba de vez en cuando, creo que desde Colmenar, rifando gallos de corral, para lo cual iba vendiendo por las casas unas papeletas. Una vez hecho el sorteo, volvía por donde le habían comprado para pregonar el número premiado.
Otro hombre recorría el pueblo ofreciendo tortas, bollos y dulces de malvavisco. Los niños le solíamos acompañar por si con un poco de suerte nos caía algún regalito. Para mí, que siempre fui muy goloso, hasta que los médicos me prohibieron el azúcar, lo que más me gustaban eran aquellos altísimos y blancos milhojas de merengue, que nuestros padres nos compraban en los puestos de golosinas que llegaban en las fiestas.

La Ferretería Marcitllach en la calle Grande. que fundara don Atenodoro Marcitllach. Una tienda con tradición desde el siglo XIX. Gonzalo Gómez, despacha a sus jóvenes clientes.

Además de esta actividad comercial externa, también, por entonces, hubo en Chinchón una actividad comercial de cierta importancia. La ferretería de Marcitllach, en la calle Grande, que atendía entonces Gonzalo Gómez y que iniciara el siglo anterior don Atenodoro Marcitllach; la mercería de Manuel Sardinero, junto a la Puerta de la Villa, conocida por “Sepu”, porque su titular había trabajado en esos almacenes de Madrid. Algo parecido ocurría con la relojería de Ontalva, que llamaban de Canseco, porque había trabajado con ese famoso relojero.
Estaba la tienda de ultramarinos de Benito Lozano en la calle Grande, que después se bajó detrás de la Fuente Arriba; la tienda de telas del Señor Antero y su esposa Susana; la tienda de ultramarinos de “Los franceses”, junto a la columna de la calle de Morata, que también vendían muebles y todo lo que se pudiese necesitar, y que colgado en la puerta de entrada tenían un gran zapato como reclamo.
Estaban las tiendas de telas de los hermanos Pedrero y la tienda de Pakolín, y la Confitería de Pedro de la Vara en los soportales de la plaza, además de las carnicerías de Tino Clemente, la de su tío Clementino que atendía “El Pelos” ayudado por Barrena; las dos junto a la Posada del tío Manolo Carrasco; y la carnicería de Gregorio, enfrente de la columna de los franceses. También, junto al Barranco, la actual calle de las Mulillas, estaba la otra posada de “Comenda”.

La tienda de María Fernández en la calle Grande. Allí se podía encontrar todo lo necesario para el ajuar de las jóvenes casaderas.

Estaba la tienda de María Fernández, “La Alta”, en la calle Grande, donde se podía encontrar todo lo necesario para la dote de las mocitas casaderas; desde las ropas de cama y mesa, a lámparas para la casa y el menaje para el hogar. Allí también podías encontrar las “mantas” de lana que eran la prenda de abrigo más utilizada entonces. Cuentan que, años después, cuando se rodó en Chinchón la película de “El Fabuloso mundo del Circo”, Claudia Cardinale descubrió estas prendas y compró todas las existencias para regalar a sus amistades.
Ya entonces, María Fernández ofrecía la venta de fiado. Abría un cuadernito a nombre de cada clienta, de forma que iba anotando las entregas que iban haciendo, cuando disponían de dinero y las mercancías que iban retirando. No era, ni más ni menos, que lo que después puso en práctica El Corte Inglés, pero sin la célebre tarjera de compra.

La tienda de ultramarinos de Lorenzo Salas en la Esquina de Pedro. En las estanterías de atrás se pueden ver los cromos de los futbolistas que salían en el chocolate Dulcinea.
La mercería de “Sepu” en la puerta de la Villa. Años después,  entonces regentada por su hija y Basilio Viñerta.

En los tiempos de la posguerra en Chinchón, sin embargo, no había tiendas de confección. Como hemos visto, sí había tiendas de venta de telas, pero de la confección se encargaban las propias amas de casa y las modistas.
Todas las amas de casa eran buenas costureras. De ellos se encargaban no solo las madres que enseñaban a sus hijas los secretos de la costura, sino también la Cátedra de Costura, Corte y Confección de la Sección Femenina, a la que estaban obligadas a asistir todas las jóvenes para cumplir con el Servicio Social.
Las modistas, con gran tradición entre las profesiones del principio del siglo XX, también tenían su representación en Chinchón, Eusebia Moreno, Mary Ruiz, Pili López y Mari Carmen Ortego, entre otras, que ofrecían sus servicios a sus clientas mostrando los “figurines” en los que se podían ver la última moda llegada del mismísimo Paris. Allí acudían también las aprendizas que las ayudaban a sobrehilar, poner los botones y demás tareas menores, a cambio de su aprendizaje, y como mucho, las pequeñas propinas que recibían de las clientes cuando les llevaban las prendas terminadas.
Una imagen muy común en aquellos años era la del ama de casa, sentada en el patio en verano, o junto al carolo en invierno, zurciendo por enésima vez los calcetines, pegando algún botón o subiendo el bajo de la falda, para que le sentase mejor a la pequeña que lo había heredado de su hermana mayor.
Todas estas modistas o costureras, como también se les llamaba, tenían el taller en el saloncito de sus propias casas y el probador en el dormitorio, donde siempre había un armario con un espejo de luna en la puerta, donde las clientas podían ver la evolución de su vestido cuando iban a hacerse las pruebas pertinentes.
Sin embargo, la principal concentración del comercio estaba, como no podía ser de otra forma, en la plaza, pero de eso ya hablaré cuando haga un recorrido por lo que era entonces nuestro “patio” de juegos de todos los niños de la posguerra.

Continuará....

jueves, 1 de septiembre de 2016

EN SEPTIEMBRE Y EN CHINCHÓN...

LAS FIESTAS DEL ROSARIO...


miércoles, 31 de agosto de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VII (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO VI. LOS AMIGOS.



Dicen que el que tiene un amigo, tiene un tesoro; si esto es verdad, nosotros entonces éramos afortunados, porque teníamos muchos y buenos amigos.
Los amigos de entonces eran para toda la vida. Los amigos se hacían en las calles de tu barrio, se continuaban en el colegio, seguían cuando ibas a buscar novia y después se conservaban durante toda la vida, reuniéndose todos los domingos para jugar al tute y al mus y para tomar unas “alcahueses” que habían comprado en la plaza, entre trago y trago de limonada.


Entonces la amistad era un bien duradero que se mantenía durante toda la vida.
En aquellos años el concepto de amistad tenía una gran importancia para los niños.
Desde muy pequeños nuestros padres nos daban una gran libertad. Nada comparable con la situación actual. Entonces la sensación de inseguridad no existía y lo único que se podía temer era algún que otro pequeño accidente mientras perpetrabas las travesuras propias de la edad.
La única norma inflexible de los padres es que tenías que estar de vuelta a casa, cuando “venía la luz”, es decir, cuando se encendía la iluminación de las calles. Y pensándolo bien era una norma concisa pero flexible, que además no era necesario cambiar dependiendo de la estación meteorológica, porque siempre iba marcada por la hora en que se hacía de noche.
Por eso era muy importante lo de tener amigos con quienes compartir tantas horas de libertad. Bien es verdad que antes de salir había que hacer los pocos deberes que te mandaban en la escuela, y ayudar en las tareas de la casa, de las que ya os hablaré más despacio.
En esos años los amigos eran, propiamente, los compañeros de juegos, que sobre todo en verano, llenaban gran parte de nuestra actividad. Y casi todos los juegos de entonces eran de participación, porque no existían ni las “tabletas”, ni los “comecocos”, ni la televisión. Como mucho sólo los tebeos, pero que también se compartían y cambiaban porque nuestro poder adquisitivo era pequeño para comprar todos los que salían a la venta. También escuchábamos por las tardes las novelas de la radio. Yo lo hacía cuando iba a merendar a casa de mi abuela y mientras me comía el cantero de pan con una onza de chocolate, escuchaba “Diego Valor” o “Tres hombres buenos”, que mucho después supe que estaba escrita por José Mallorquí Figuerola.
Aunque había pandillas de amigos por todos los barrios, al final casi todos terminábamos jugando en la plaza, que era, como si dijéramos, el gran estadio de toda clase de competiciones.
Desde la pídola al “rescatao”, desde el peón a los güitos, desde las “bastas” a la “chita”, de los niños; desde los “alfileres” al “aparato”, o desde los “cinturones” a la comba, de las niñas, la plaza ofrecía cobijo a todos los juegos conocidos o los que se nos podían ocurrir, porque otra de nuestras cualidades era la inventiva.
No teníamos juguetes, pero con un cajón y unos rodamientos creábamos unos bólidos que no tendrían nada que envidiar a un fórmula uno de ahora, sobre todo bajando por las empinadas cuestas de Chinchón. El aro, el “guá” la “tornija”… y las “dreas”.
Por si alguno desconoce qué es eso de las “dreas” os lo voy a explicar. Eran sencilla y llanamente un lucha tirando piedras de verdad a los del bando contrario. Aquí era muy importante contar con un buen grupo de amigos que te secundasen porque si estaban en inferioridad numérica, existía un riesgo evidente. A fuer de sinceros, estas salvajadas no se prodigaban demasiado y además, por aquel entonces, los ángeles de la guarda debían estar muy atentos, porque los daños nunca fueron demasiado graves, a pesar del peligro evidente de aquella práctica. En estas luchas era donde se ponía de manifiesto la rivalidad que existía entre los distintos barrios.
También se podían organizar “guerras” o batallas en las que se formaban dos bandos, que podían ser determinados por los barrios de residencia, quienes armados con espadas de madera y escudos fabricados con cartones y tablas se lanzaban al campo de batalla –normalmente la plaza- desde su “cuarteles”; uno en la plazuelilla del Rosario y otro en la Plaza Galaz. Se hicieron famosos en aquel tiempo dos “caudillos”: Jesusito “El de Sepu” y Pepe “Trastornos”, que por su gran arrojo y valentía conducían a sus huestes generalmente a la victoria. Fue famosa la célebre “Batalla del Vertedero” celebrada en un día de finales de un otoño frío y lluvioso en la que “El de Sepu” perdió en el barro uno de sus zapatos, motivo por el que su madre le obligó a abandonar su incipiente y prometedora carrera militar.
Este grupo de amigos se iba manteniendo en el tiempo. Después de los juegos de niños, se pasaba a la edad de merecer y entonces también era importante contar con algún amigo que te acompañase para cortejar a la moza que te gustaba, que también siempre, iba acompañada por una amiga.
Esta práctica de acompañamiento se mantenía aún después de haber formalizado el noviazgo, es decir, después de haber pedido permiso al padre para “hablar” formalmente con la joven. Y es que entonces no estaba bien visto que una joven, sobre todo si era de la Congregación de Hijas de María, saliese sola con el novio, sin llevar carabina.

Las reuniones. Los amigos de toda la vida se reunían los domingos por la tarde en casa de uno de ellos, rotativamente, para jugar al mus, al tute y al julepe, mientras tomaban los frutos secos y la limonada que había preparado el anfitrión.

Y estos grupos de amigos llegaban a desembocar en las “reuniones”. Y es que los hombres, en Chinchón, formaban las "reuniones".
Ese grupo de amigos, de los de toda la vida, se reunían aún después de casados, todos los domingos por la tarde, rotativamente, en casa de cada uno de ellos.
Antes de llegar a la casa donde se iban a reunir, uno de ellos se pasaba por la plaza.
Allí en el centro de la plaza se colocaban el Ariza y el tío Eustaquio “El cachigordo”, con sus puestos de frutos secos. Las "alcagüeses", las chufas, los garbanzos tostados, las pasas en sacos de lona blanca y las aceitunas que tenían puestas en agua en un pequeño tonelito de madera y que sacaban con un cazo con agujeros en el fondo.

Eustaquio, el tío “Cachigordo”, en su puesto de frutos secos en medio de la plaza. Visita obligada todos los domingos antes de acercarse por las “reuniónes” donde los hombres acudían para pasar la tarde con los amigos.


- Ariza, ponme un surtido que voy "pa" la "regunión".
En un cucurucho de papel de estraza colocado en uno de los platos dorados de la balanza iba echando, cuidadosamente, con un cacillo de hojalata un poco de cada producto, hasta que vencía el peso del otro plato en el que unas pesas negras y redondas marcaban la cantidad de la compra.
- Son dos reales.
El hombre, después de pagar los cincuenta céntimos, guardaba la compra en uno de los grandes bolsillos de su blusa negra, sacaba de su faja la petaca y un librillo de papel "Dominó" y liaba, con parsimonia, uno de "caldo de gallina", que para eso era domingo y estaba en la plaza. Sacudía con la palma de su mano izquierda la ruedecilla que rascaba la piedra de su mechero hasta que una chispa lograba prender la mecha, ayudada por la fina brisa que entraba por la Puerta de la Villa.
Mientras, los demás preparaban una limonada, y con los frutos secos se iban tomando un "reo" y otro y mientras jugaban a las cartas -generalmente al mus, al tute y al julepe - comentaban los acontecimientos y "discutían" de todo lo divino y de los humano. Las mujeres no participaban en estas reuniones, y como mucho, llegaban acompañadas de los niños, a la caída de la tarde, para volver con su marido a casa al finalizar la reunión. En ocasiones muy señaladas se reunían también para comer.
Una de estas ocasiones podía ser cuando había que celebrar un alboroque.
La palabra "alboroque" procede de la palabra árabe "albaraca" que significa dádiva, y se define como el agasajo que hacen el comprador o el vendedor o ambos a los que intervienen en una venta. En Chinchón tenía un significado más lúdico, y era el agasajo que alguien daba a sus amigos para celebrar cualquier acontecimiento gratificante.
Así, el mozo tenía que pagar el alboroque a sus amigos cuando formalizaba las relaciones con su novia. Aunque en este caso parece que no existe el factor de agradecimiento que aparece en la definición, debemos convenir que, en la mayoría de las ocasiones, los amigos tenían un papel fundamental y muchas veces decisivo en conseguir que la moza aceptase "hablar" con su pretendiente. Por eso se puede considerar como acertado emplear este término cuando pedían al novio que se pagase el alboroque, teniendo en cuenta que en toda relación amorosa existe un cierto contrato comercial. Y más en tiempos pasados, cuando los padres concertaban la boda de sus hijos pensando en ampliar sus tierras de labor y el mozo podía llegar a adquirir un atractivo especial en función de las viñas y los olivos de la familia.
También había que pagar el alboroque cuando se compraba una "muleta" -mula joven- nueva, se construía una casa o te llegaba una herencia imprevista.
Y el convite solía ser proporcional al acontecimiento que se celebraba. El compromiso, por ejemplo, de un mozo con la hija de un rico terrateniente - lo que hoy conocemos como un buen braguetazo - requería una celebración por todo lo alto, no menos que un cordero asado, al breve o cochifrito.

Tampoco faltaba una buena comida preparada en el campo. Era lo que entonces se llamaba una “juerga” y una buen guiso de patatas era el complemento ideal.

Estas celebraciones tenían lugar, por lo general, en la casa del anfitrión. Pero también había la costumbre de hacerlas en el campo. Entonces se decía que “se iba de juerga”. Aun hoy se va “de juerga” para celebrar la terminación de una casa, para organizar la fiesta de cualquier cofradía, para agradecer los favores que alguien te ha hecho, o para montar una fiestecilla con los amigos, para lo que no es necesario buscar demasiadas excusas.
Una costumbre de entonces, cuando no había televisión, eran las tertulias que se formaban a la puerta de las casas en verano. Al anochecer, cuando ya empezaba a refrescar, los vecinos sacaban sus sillas a la puerta y allí se comentaban las noticias que cada uno había sabido.

Sin duda un precedente de los programas de cotilleo, mezclados con el telediario de la noche, que ahora podemos ver en televisión.
Continuará....

lunes, 29 de agosto de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VI (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO V. CELEBRACIONES


Además de las fiestas, en la posguerra tampoco faltaron las celebraciones. Y las bodas eran, sin ninguna duda, las que acaparaban los mayores dispendios, sin llegar, claro está, a los excesos actuales.
Pero además, siempre se encontraba algún motivo de festejar cualquier nimio acontecimiento que hiciese más llevadera la vida monótona de aquellos años.
Y de aquellas celebraciones nos quedan el dulce sabor de los repápalos, de los bollos de aceite, de los bartolillos, de las magdalenas y de las rosquillas, todo ello regado con un buen trago de limonada o una copita de anís.

Entonces, en la Posguerra, se celebraba todo. Los cumpleaños, los santos, los bautizos, las comuniones y, por supuesto, las bodas. Las reuniones, los alboroques y las juergas, también eran celebraciones, pero con los amigos; como veremos en el capítulo siguiente. Cualquier motivo era válido para justificar la organización de alguna fiesta o fiestecilla.
Claro está que estas celebraciones no tenían nada que ver con lo que ahora entendemos con “celebrar”. Entonces, aún, la gente era sensata y estas celebraciones no sobrepasaban nunca la capacidad económica de los organizadores que se las arreglaban para compartir con amigos y familiares la alegría del evento, pero sin los despilfarros a los que ahora estamos acostumbrados.
Las más frecuentes eran los cumpleaños y los santos, aunque en Chinchón no había mucha costumbre de celebrarlos. Acudían padres, hermanos, tíos, primos, amigos y vecinos.
Pero entonces no se decía “vamos al “cumpleaños de…”, se decía vamos “a los días de…”; por ejemplo, “vamos a los Solares, a dar los días a la tía Regina, la del tío Valentín…”
Las bebidas eran el agua de limón y la “limoná” que regaban los dulces que se preparaban en casa. Las rosquillas, los repápalos, los bollos de aceite y de manteca, las magdalenas, los bartolillos, y las hojuelas que se presentaban en bandejas que los anfitriones iban pasando en “reos” para que cada uno cogiese uno de los dulces.
Nadie se atrevía a levantarse del asiento para coger un dulce de la bandeja hasta que no se lo ofrecían. Era una forma de reparto equitativo. Luego se iba pasando el porrón con la limonada o la jarra con el agua de limón que se iba sirviendo en vasos que podían ser compartidos por los invitados.
Al final, siempre aparecía una botella de anís, que era el mejor complemento para los bollitos de aceite que solían ser los más apreciados.
Los bautizos no se celebraban demasiado porque entonces se tenían muchos hijos y los tiempos no estaban para demasiados gastos. Como mucho, el primero y sobre todo si era el primer nieto de alguna de las familias.

La primera comunión. Ya entonces se celebraba por todo lo alto. Los niños que hicieron su primera comunión en el año 1953. El grupo fotografiado en el patio del Colegio de Cristo Rey.

Las comuniones si eran más celebradas; pero sobre todo por la fiesta que organizaba la Parroquia para dar más importancia a la celebración.
Los vestidos de primera comunión eran ya entonces muy parecidos a los actuales. Estaban confeccionados con una tela que llamaban de organdí, blanco, por supuesto. La falda, larga hasta los pies, era lisa, pero en la parte de abajo tenía varios volantes plisados a mano con tenacillas calentadas al fuego. Este proceso era muy primoroso, porque había que ir limpiando concienzudamente las tenacillas, después de calentadas entre las brasas, para evitar que manchasen una tela tan delicada. Estos volantes se repetían en la parte superior formando un canesú y llegaban hasta las mangas que iban ciñéndose a los bracitos hasta terminar en puños con presillas y botonadura de perlas. El tocado era también de organdí con adornos florales de la misma tela que terminaba en un velo de tul ilusión, que bien podría ser el velo de alguna novia de la familia.
En las casas de los más pudientes, la muda de la ropa interior de la niña se la encargaban a las monjas clarisas que la bordaban a mano. Era de crespón blanco terminado en encaje y unos lacitos de raso. En la camisita le habían bordado las iniciales de la niña. Los zapatitos blancos de charol y los calcetines de perle, solían ser el regalo de los padrinos. Claro está que en muchas casas el atuendo se solucionaba adaptando el vestido de una hermana mayor o el de alguna vecina que había hecho la comunión unos años antes.
El traje de los niños solía ser un traje de marinero o un traje de chaqueta y pantalón blancos, normalmente también heredado de algún hermano o familiar cercano. También había trajes de monjes e incluso, algún que otro traje de angelito con sus alas y todo.
Los niños habían asistido a la catequesis, donde enseñaban las oraciones que todos debían conocer para poder comulgar, aunque muchos de ellos ya se las traían aprendidas de casa. Las catequistas insistían en que el vestido no era lo importante, sino la pureza del alma para recibir al niño Jesús, aunque a ellos les seguía haciendo más ilusión el vestido tan bonito que les habían preparado y los regalos que esperaban recibir en ese día.
Los días previos a la fiesta, en casa, se exponía toda la ropa de los niños para que la pudieran admirar los familiares y las amistades que iban pasando por la casa para ver las ropas de la comunión. Esa costumbre también existía cuando se celebraba una boda; entonces se exponía el traje y toda la dote de la novia y el traje del novio en sus respectivas casas. Incluso, se solía hacer con la ropa que estrenaría el mozo que entraba en quintas. Eran las oportunidades que se tenían para demostrar la alcurnia de la familia.
Uno de los regalos más frecuentes, por entonces, era una librito con pastas de nácar con todas las oraciones de la comunión y la santa misa. También tenía unos dibujos muy bonitos de ángeles y niños santos. A los niños lo que más nos impresionaba era una estampa en la que se veía a las almas condenadas en el infierno, allí el demonio pinchaba con un tridente a los pecadores que se quemaban en unas hogueras con llamas rojas y reflejos amarillos. Deducíamos por la expresión de sus caras, que daban gritos y alaridos, arrepentidos de sus pecados. Pero nosotros nunca iríamos al infierno, porque éramos niños buenos y obedientes, que cumpliríamos siempre con los mandamientos de la Iglesia. Y además, para eso guardábamos en una cajita todas las estampas que daban los domingos, a la entrada de la misa, para justificar nuestra asistencia.
Para ese día se hacían unos recordatorios con imágenes de santos, del Sagrado Corazón o de la Virgen, y debajo el nombre del niño, la fecha y la inscripción "El día más feliz de mi vida", que se repartían entre familiares y amigos.

Años después. en la sacristía de la Parroquia, los curas, don Valentín y don José Manuel, los maestros, don Lorenzo, don Ramón y doña Matilde, y las autoridades civiles y militares, acompañan a los niños en el desayuno que se les ofrecía después de la misa.

Después de la ceremonia de la iglesia, se ofrecía un desayuno a todos los niños que habían comulgado por primera vez. Entonces, hay que recordar, para comulgar había que guardar ayuno. En el Colegio de Cristo Rey primero, o en la propia sacristía después, se preparaban un chocolate con bollos y dulces, y eso, entonces era una celebración que después recordaban todos los niños, porque era una excepción en lo que normalmente era el desayuno diario en sus casas, aunque algunos no lograsen que sus nuevos trajes blancos no terminasen con una buena mancha de chocolate.
El ágape estaba servido por las monjitas, cuando era en el colegio, o por las catequistas cuando se hacía en la Sacristía.
En todas las celebraciones, los familiares más cercanos, como abuelos y tíos, solían llevar un pequeño detalle como regalo, sobre todo si el protagonista era un niño.
Había otra celebración que tenía un gran arraigo y que fue decayendo poco a poco ya en tiempos de posguerra, hasta su total desaparición cuando fue suprimido el servicio militar obligatorio. Era la fiesta de los “Quintos”.
Durante esos días, porque la fiesta duraba tres o cuatro, se podía escuchar por las calles de Chinchón:

La quinta de los nacidos en el año 1945. Era el día de los ”quintos” y había que celebrarlo, cantando las coplas, antes de ir a tallarse en el Ayuntamiento.

"Somos los quintos de hogaño, /tocamos la pandereta, /el que no nos quiera oír /que se vaya a hacer puñetas."
De la tradición carnavalesca en Chinchón, la fiesta de los quintos heredó su aspecto satírico. Así se hacían famosas cada año las coplillas que se dedicaban a los acontecimientos más relevantes del año y a las personas que se habían distinguido por cualquier motivo, sobre todo si ofrecía algo de morbo. Aunque los quintos no estaban amparados por un disfraz, sí conseguían el anonimato dentro del grupo y así se atrevían a satirizar a las personas y a las costumbres. Muchas veces eran diatribas mordaces hacia los poderes fácticos, otras, la crítica social, el descubrimiento de un turbio asunto, incluso el ataque frontal a un enemigo, pero todo salpicado de ingenio en sencillos versos octosílabos con rima en los versos pares.
Debió ser de tal importancia esta costumbre en tiempos anteriores, que cuando se hace la jota de Chinchón, se incluyen varias estrofas dedicadas a los quintos; la primera que he reseñado antes y las dos siguientes, que son un ejemplo claro de lo comentado anteriormente, ya que se ridiculiza a los "señoritos" y a una moza que debía ser algo ligera de cascos:
“La farola de mi pueblo/se está muriendo de risa/ por ver a los señoritos/ con corbata y sin camisa”.
“En Chinchón hay una moza/ que se tiene por formal/ y en la Puerta de la Villa/ ha perdido el delantal”.
El día en que los mozos tenían que tallarse, que era el acto previo al sorteo de los reemplazos para alistarse en el servicio militar, era un gran día de fiesta, puesto que el hecho de ir al Servicio Militar suponía, hasta bien entrado el siglo XX, un acontecimiento de máxima importancia para la vida de los mozos de Chinchón. Para muchos iba a ser la primera vez que salían del pueblo, incluso su oportunidad para aprender a leer y a escribir y, desde luego, posiblemente la única oportunidad de "conocer mundo".
Si el mozo "salía mal", que era si era destinado a África, suponía un drama familiar digno de consuelo de parientes y vecinos que se apresuraban a mostrar su pesar a los padres del joven que no sabía muy bien donde estaba África, y que sólo tenía un poco claro que por allí estaban los moros. En cambio, si "salía bien" - esto es, si se quedaba en la Península -era motivo de alegría para todos los allegados y para el propio interesado al que se le presentaban ante sí promisorias aventuras militares, culturales e, incluso, amorosas, aunque esto último sembraba el desasosiego en la novia que era consciente de la obligación de esperar a su amado recluida en su casa para no verse en boca de los quintos del año siguiente que, en caso contrario, no dudarían en sacarla en sus cantares.

Los quintos, con sus trajes nuevos, posan en la plaza antes de ir al ayuntamiento para tallarse.

Con motivo de la llamada a quintas se compraba al mozo una dote completa, casi como si se tratase del ajuar de novio: Traje, camisas, ropa interior, zapatos, pañuelos, calcetines, etc. etc. que estrenaban el día de la talla. Ese día se reunían todos los mozos de la quinta en la Plazuela del Pozo, con sus trajes nuevos, y acompañados por los músicos, se dirigían hacia la Plaza entonando sus coplas satíricas. En el centro de la plaza, rodeados por gran cantidad de paisanos que celebraban sus ocurrencias, cantaban todo su repertorio hasta que a las doce en punto de la mañana se entraba en el Ayuntamiento donde el secretario oficiaba de maestro de ceremonias y en presencia del señor Alcalde se procedía a tallar a todos y cada uno de los mozos.
Durante los días previos habían ido pidiendo a familiares y vecinos una ayuda para sufragar los gastos de esta celebración que tenía un carácter casi iniciático. Además de la transgresión verbal de las canciones, siempre se cometían excesos en la bebida, lo que no estaba mal visto; incluso, durante años, se solía recordar la borrachera más sonada, lo que concedía un cierto prestigio al protagonista.
Pero, desde luego, la celebración por antonomasia, como ocurre ahora, eran las bodas.
En aquellos años, cuando el mundo se terminaba en el “Ventorro”, difícilmente llegaban noticias de más allá de la raya de Colmenar y no leía casi nadie el periódico, las noticias de la vida social del pueblo tenían una gran importancia. Como apenas llegaba la reseña de las bodas reales y eso con demasiado retraso, cualquier enlace local conseguía un seguimiento que no desmerecía con el que actualmente tienen las bodas de los toreros, las folklóricas y el resto del mundo de los llamados famosos.
La celebración de la boda duraba varios días y los fastos por este acontecimiento iban adquiriendo -poco a poco- la magnitud que ha llegado a desembocar en la desmesura que han alcanzado en la actualidad.
En aquellos años la boda era, como ahora, una oportunidad para mostrar a la sociedad el poder adquisitivo de la familia, en la que había que demostrar a todo el mundo la situación económica de los contrayentes, para lo cual siempre se hacían, casi como ocurre ahora, algún dispendio excesivo que se saliese de lo que podría ser aconsejable. El número de invitados era otro baremo que medía el potencial de la familia.
La férrea sociedad patriarcal imponía a los jóvenes esposos el seguir ligados, laboral y económicamente, con el cabeza de familia, por lo tanto, eran los padres del novio quienes se encargaban de preparar la vivienda, frecuentemente dentro de su misma casa, y la familia de la novia debía contribuir con el ajuar y mobiliario del nuevo hogar.

Las bodas, la más importante de las celebraciones sociales. Los contrayentes llegaban andando a la Iglesia. Aquí vemos una boda a la salida de la ceremonia, unos años antes, subiendo por el Arco de Palacio.

El vestido de novia era, hasta mediados del siglo XIX, el traje de fiesta típico de las mujeres de Chinchón que se confeccionaba para esa fecha y después se utilizaba en las distintas celebraciones festivas. Poco a poco se fue imponiendo la moda de los vestidos de calle en colores oscuros y no fue hasta mediados del siglo XX cuando se empezó a usar el vestido blanco.
También los hombres vestían, en un principio, su traje típico de fiesta con sus pantalones, su chaleco y su chaquetilla de pana negra, su camisa sin cuello, pulcramente almidonada, y grandes botas de piel. Con el paso del tiempo también fue evolucionando, pasando por el traje de chaqueta y corbata, hasta llegar a los “uniformes” hoy en uso.
Como se ha dicho antes, las celebraciones duraban varios días, aunque, lógicamente, la celebración principal era la comida del día de la boda. Por la mañana se había preparado un desayuno con magdalenas y bollos para la familia más allegada y al día siguiente se celebraba la “tornaboda” en la que de nuevo se volvían a reunir para comer -los restos del día anterior- los familiares y amigos más cercanos.
La comida de la boda se celebraba en la casa de alguno de los contrayentes y el menú estaba compuesto por carne guisada, arroz con leche, dulces, vinos de la tierra y aguardientes anisados. La preparación de la comida se encomendaba a personas expertas que se habían especializado en guisar en grandes cantidades. Porque en aquellas épocas, cuando la comida no era demasiado abundante, era más apreciada la cantidad que la calidad y se preparaba suficiente comida para que se hartasen todos los invitados.
Estas comidas suponían un gran dispendio que muchas familias no se podían permitir y eran sustituidas por meriendas compuestas por dulces, pastas, magdalenas, repápalos, bartolillos, mantecados y rosquillas y en las que la limonada corría en abundancia.
Por los años cincuenta se hizo una innovación que consistía en celebrar una merienda en los salones del baile de la “Sociedad”. En largas mesas formadas por tableros colocados sobre unas borriquetas, sobre las que se colocaba papel blanco a modo de manteles, y que rodeaban todo el salón; a cada uno de los invitados, sentados a ambos lados de las mesas, se le servía una bandeja de cartón con varias lonchas de embutidos y una barra de pan para hacer un bocadillo. En otra bandeja dos o tres pasteles y varias pastas, como postre. Vino y gaseosa para beber. A continuación llegaba el baile. Después que los nuevos esposos abrían el baile con el obligado vals, los mozos se apresuraban a sacar a bailar a las mozas, un largo repertorio de pasodobles, bajo la atenta mirada de las madres que se colocaban todo alrededor del salón para vigilar a los jóvenes bailarines. Era costumbre, que los mozos que no estaban invitados, sobre todo si estaban interesados en alguna joven de la boda, se colasen al baile “de pegote”, burlando la solícita vigilancia del tío Lorenzo Salas, el conserje, que intentaba por todos los medios impedir el paso a los que no estaban invitados. Cuando las bodas se celebraban en verano, se abrían todos los balcones del salón, y allí se salían las parejas, cuando las madres estaban distraídas, para sofocar los calores meteorológicos, y los amorosos. El baile, siempre, terminaba con la jota.

En los salones de la Sociedad, celebrando una boda en los años 50 y 60 del siglo XX.

Había, por entonces, una gran demanda para cubrir cualquier vacante circunstancial en el puesto de monaguillo, puesto que la participación en la ceremonia llevaba aparejada la asistencia a la merienda; hecho no establecido formalmente, pero generalmente aceptado por las familias de los contrayentes.
No consideramos necesario continuar con la evolución de esta costumbre de invitar a comer a familiares y amigos, por ser suficientemente conocido por todos, y evitarnos tener que relatar los excesos desproporcionados a los que se han llegado.
La ceremonia religiosa tenía lugar en la Parroquia - cuando no estaba en obras de reparación - o en la Iglesia del Rosario y el traslado hasta allí de los novios se hacía a pie. Era el momento de que todos -las mujeres principalmente- saliesen a la puerta de la calle para ver la boda. Alguien del acompañamiento, para avisar, solía gritar:
“ ! Salid, lechuzas, marranas, a ver la boda...!”
A la salida de la iglesia, el padrino lanzaba anisillos y peladillas, que los niños se disputaban, sin importarles que ese día les hubieran puesto la ropa nueva. Entonces no existía la costumbre de lanzar arroz a los novios. Eran tiempos de escasez y estaba muy arraigado aquel dicho de “Con las cosas de comer, no se juega”.
Lo del viaje de novios es una invención mucho más moderna. Hacer un viaje en carro, aunque no fuese nada más que hasta Aranjuez, no era el preludio indicado para la culminación de la tan esperada noche de bodas.
Los nuevos esposos estrenaban esa noche su nuevo hogar bajo la amenaza de las pesadas bromas de los amigos del novio, y a la mañana siguiente se integraban, de nuevo, en las celebraciones de la tornaboda, y terminadas éstas, iniciaban su nueva vida que, en lo económico y en lo laboral, no difería prácticamente en nada con la de solteros.
Entonces, cuando todavía existía un patriarcado efectivo, la nueva pareja solía entrar a formar parte (salvo excepciones) de la familia del novio. La casa podía estar dentro de la casona familiar en donde se habilitaban algunas habitaciones para la nueva pareja que seguía supeditada económicamente al patriarca, sobre todo en las familias campesinas.
Cuando un hijo se casaba seguía dependiendo económica y laboralmente del padre, quien era el que seguía dirigiendo las tareas del campo y el que indicaba, día a día, donde y qué labor tenía que realizar esa jornada.
Esta costumbre permaneció durante muchos años, hasta que fue decayendo la actividad agrícola y los hijos fueron dejando sus casas para trabajar en Madrid.
Era una forma de garantizarse los mayores su “pensión” y era admitido por los hijos para perpetuar esta costumbre que después también les daría a ellos la garantía para su vejez.
                                                                                                                             Continuará....

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