lunes, 5 de septiembre de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. IX (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO VIII. LOS TRABAJOS DE LA CASA.


Si la agricultura era la base económica de Chinchón, la casa era el principal centro de trabajo; porque aunque hubiese que ir todos los días al campo, en la casa se tenía que preparar todo lo que era necesario para la supervivencia diaria.
Desde el cuidado de los animales, a la preparación de los alimentos, a los arreglos de los vestidos y la limpieza, eran el cometido diario de las mujeres y de los niños de entonces.

Nuestras casas no tenían las comodidades que ahora consideramos imprescindibles para vivir. Lo primero que hay que decir es que en casi ninguna había cuarto de aseo. Tan solo un palanganero, con su jofaina y su jarrón, en un rincón del dormitorio, en un mueble que tenía un espejo en el frente y debajo se colocaba un recipiente para las aguas ya utilizadas. El retrete no existía y se utilizaba el orinal o bacín, para cuando las urgencias eran mayores por la noche; por el día se utilizaba el corral. En algunas casas, anexo al corral había un pequeño cuarto con una tabla con un agujero redondo en el centro, que servía de excusado.
Eran frecuentes los grandes caserones donde vivían varios vecinos, generalmente con lazos familiares, que son el antecedente de las actuales comunidades de vecinos, aunque con una organización más entrañable y menos normalizada, donde se repartían los trabajos de mantenimiento de los sitios comunes. El patio, era el centro de convivencia y donde cada uno de los vecinos tenía asignado su sitio donde colocar el carro y los aperos de labranza. En uno de los rincones siempre había un pozo que surtía de agua fresca para bebida de las caballerías y para el aseo de las personas. También había ya entonces una fuente de agua potable que cada vecino tenía que llevar hasta su vivienda.

Nuestras casas solían ser compartidas con otros familiares.

Al fondo, a la derecha del patio, salía una escalera que nos llevaba a un piso superior donde estaba nuestra vivienda. Una puerta grande, pintada de color marrón oscuro, nos franqueaba el paso a una cocina pequeña, con su fogón alto con una chimenea, y con la poca luz que entraba por una pequeña ventana casi en el techo. De allí se pasaba al cuarto de estar, donde había una mesa camilla y una cama turca, con un ventanal desde donde se divisaba todo el patio. Una puerta pequeña nos llevaba al dormitorio, que era la habitación más grande con la cama de matrimonio y donde, pasados los años, se fueron instalando las camas donde dormían los pequeños. Yo, cuando fui un poco mayor, dormía en la cama turca del cuarto de estar.
La vivienda se completaba con otra habitación que era el comedor y que solo se usaba en las grandes solemnidades y un cuarto que se utilizaba como despensa y trastero y donde se trasladó después el palanganero para hacernos el aseo diario.
Luego estaban las cámaras, con sus trojes para el grano, su zafra para el aceite, donde se colgaban los melones y las uvas para que durasen hasta el invierno y donde estaban depositadas todas las cosas inservibles que ya no se utilizaban, pero que nadie se atrevía a tirar.
Pese a que no abundaban las comodidades, mi madre se las ingenió para arreglar la vivienda de forma que ofreciesen una cierta sensación de confort. Con ayuda de la máquina de coser, que ya era una herramienta imprescindible para el ama de casa, había forrado una de las paredes con la misma tela que la colcha de la cama turca y las faldas de la mesa camilla.
Porque las mujeres de entonces, además de ser amas de casa, ayudar en las tareas del campo si era necesario, cuidar a los niños, hacer las conservas y el jabón, y colaborar con las vecinas en el mantenimiento de los lugares comunes de la casa, también tenían que ser buenas costureras. Sólo se compraban los vestidos y trajes imprescindibles para los hijos, que después iban pasando a los hermanos más pequeños. Los jerséis de punto y los vestiditos de las niñas se hacían en casa; también había que zurcir los rotos en los pantalones y sobre todo en los calcetines, y como he dicho antes, allí no se tiraba nada.
En invierno se instalaba en el cuarto de estar, una estufa de paja que era suficiente para calentar toda la vivienda y que había que llenar todas las mañanas; se ponían dos palos de unos tres centímetros de diámetro, que se introducían uno por la parte superior de forma vertical y otro por un agujero que había en la parte inferior de uno de los laterales, de forma horizontal; se iba llenando la estufa con la paja y se iba prensando, de forma que cuando se sacaban los dos palos, quedaba formada una especie de chimenea interior que facilitaba su combustión. Posteriormente se introducían trozos de leña para que durase más la lumbre. La estufa, además de dar calefacción, se utilizaba para calentar agua, calentar la comida y secar la ropa, sobre todo cuando había niños pequeños, para lo que se ponía alrededor de la estufa una especie de biombo de palos de madera y alambrera metálica, que además servía para que los niños no se pudiesen acercar la estufa. También se empleaba el serrín como combustible, si bien la paja era más utilizada en las casas de los agricultores, porque se había recolectado también para alimento de las caballerías.
También existía el carolo que era una estufa redonda de hierro fundido en el que se utilizaba la leña como combustible. En ambos casos tenían unos tubos a modo de chimenea, que sacaban los humos de la combustión al exterior.
Entonces todo se hacía en casa. Como he dicho, desde las conservas a la cría de animales, la preparación del combustible y, por supuesto, las tareas domésticas… pero sin la ayuda de electrodomésticos.
Y en todos estos quehaceres era muy importante la participación y la ayuda de los más pequeños.
Teníamos asignada la preparación de los sarmientos o recortillos para encender la lumbre del fogón. También subir la leña que habían cortado nuestro padre hasta la cocina, procurando que nunca faltase en la pequeña leñera que había debajo del hogar.
También teníamos que subir desde la fuente del patio el agua que se ponía en unos cántaros de la cocina o en una pequeña tinaja de donde se usaba el agua para fregar. Había que sacar del pozo el agua para las caballerías y también para ponerlo en el tinajón del patio donde lavar la ropa.
Éramos los responsables de que la pajera de la cuadra siempre estuviese llena y que no faltase la cebada para la comida de las caballerías. Cuando se terminaba la trilla de la mies y se recogía el grano, la paja también había que recogerla para su utilización como alimento del ganado. Se llevaba a las casas desde las eras para ponerlo en las cámaras o pajares donde se almacenaba para todo el año, y de allí había que trasportarlo hasta las pajeras de las cuadras.
También había que recoger, aproximadamente una vez por semana, el estiércol de la cuadra para depositarlo en el corral de las gallinas, de donde se sacaba una vez al año para ponerlo como abono en las tierras de labranza.
Los ajos, posiblemente con el anís, es el producto que más renombre ha dado a Chinchón; y los ajos eran la base de la economía del pueblo. Los agricultores sembraban cereales, tenían viñas y olivos, y cultivaban remolacha, maíz y otros esquilmos, que vendían para conseguir el sustento de todo el año. El ajo era un producto especulativo. El ajo blanco fino de Chinchón, el que le dio fama, era un producto que duraba todo un año, y cuando los demás ajos del mercado ya no eran aptos para el consumo, sólo quedaba el ajo fino de Chinchón. Esto suponía, que en función de la producción y demanda, el ajo de aquí podía llegar a alcanzar precios muy altos, o tenerlos que tirar si al final no se lograban vender.
Si se vendían bien, los agricultores conseguían un ahorro que era la base para posibles inversiones, o simplemente para vivir más desahogadamente el año siguiente. Luego, con la llegada de las cámaras frigoríficas y las importaciones desde otras latitudes, el ajo de Chinchón dejó de tener el valor estratégico de entonces, aunque permaneciese su valor culinario.
Pero el ajo es un producto que requiere mucha mano de obra y entonces toda la familia tenía que colaborar. Había que deshacer las cabezas del ajo para preparar la semilla. Por la noche, en el cuarto de estar, porque era el único lugar donde hacía calor, se iban desgranando y poniendo la simiente en los costales para al día siguiente ir a sembrar. La siembra del ajo, que se hace en invierno, era muy trabajosa, porque había que ir agachado todo el día cuidando de que los dientes de ajo quedasen hacia arriba; teniendo que soportar los fríos del invierno de la Vega del Tajuña.
Luego, la recogida del ajo se hacía en pleno verano, y también suponía un trabajo duro, pero ahora soportando un tórrido calor. Los ajos, atados en manojos se cargaban en el carro para trasportarlos hasta la casa. Allí había que dejarlos extendidos en los patios y corralizas para secarlos, y en eso era fundamental la ayuda de los niños, cuidando de que no se mojasen si había tormenta, cosa que era demasiado frecuente.

Unas mujeres tienden las ristras de ajos para que terminen de secarse antes de hacer la “encina”.

Una vez secos, había que enristrarlos. Las mujeres, sentadas en los soportales de los patios se afanaban en hacer esas vistosas ristras de ajos, que después se iban colocando unas sobre otras en unos montones, que aquí llamábamos encinas, en las cámaras hasta que llegaba el momento de la venta. Y también los niños participábamos en todos estos trabajos.
Una de las tareas que menos nos gustaba era la de atender al cerdo. Pero el cerdo era la fuente principal de la alimentación de toda la familia durante todo el año y por tanto era una de las principales tareas para todos los componentes de la familia. Pero además, una vez al año, la matanza del cerdo era la fiesta más importante en nuestras casas.
Cuando llegaba el invierno, alrededor de la festividad de San Martín, los vecinos se ponían de acuerdo para hacer, correlativamente, la matanza del marrano. Ese día, muy temprano se empezaba a preparar todo lo necesario. Llegaba el matachín y los hombres abrían la corte para sacar al cerdo. En el patio se había colocado un banco tocinero y entre cuatro o cinco hombres se inmovilizaba al cerdo cogiéndole por las patas y las orejas, mientras el pobre animal iniciaba sus gruñidos lastimeros, y se le tendía en el banco de costado. El matarife estaba preparado con un gran cuchillo que le clavaba en la papada, iniciándose la más cruel escena que yo he presenciado hasta ahora, en la que se mezclan los alaridos y las convulsiones del animal con los gritos de los hombres que tienen que hacer acopio de todas sus fuerzas para evitar que el pobre guarro se zafe de su presa, hasta que se desangraba totalmente en un cubo de zinc que se había colocado junto al banco.
Siendo muy pequeño me despertaron los gruñidos del cerdo y pude observar desde la ventana de mi habitación, todo lo que les he contado Me quedé entre sobrecogido, asustado, inmóvil y aterrado. Mi madre me tuvo que consolar y explicarme que eso era normal, pero yo, desde entonces, todos los años me levantaba ese día más temprano y me marchaba a la plaza hasta que había terminado todo. Se me ha olvidado decir que el día de la matanza se hacía fiesta “oficial” y los niños no íbamos al colegio.
Después, en el centro del patio se hacía una gran hoguera con gavillas de esparto sobre la que se tendía al cerdo para quemar sus gruesos pelos y ayudándose con unos tejones se iba rascando toda su piel hasta dejarla totalmente limpia de pelo y suciedad. Después, se le colgaba cabeza abajo en una viga del portal, introduciendo una soga por los huesos del culo y se procedía a abrirlo en canal para sacar todos los intestinos.
En ese momento se iniciaba la participación de las mujeres con la poco agradable tarea de limpiar las entrañas del animal, ya que todo se iba a aprovechar para hacer las distintas conservas.
El matarife había preparado varias muestras - un trozo de lengua y otro de las costillas - que se llevaban a las dependencias del Ayuntamiento para que fueran analizadas por los servicios sanitarios municipales y hasta que no llegan los "consumeros" para pesarlo y poner un sello redondo con tinta azul en diversas partes del cerdo como muestra visible de que la carne del animal es apta para el consumo humano, el cerdo permanecía colgado abierto en canal. A los niños nos asustaba acercarnos a él, aunque ninguno nos atrevamos a decirlo.
Dicen que del cerdo se aprovecha todo, y debe ser verdad. Lo primero que se utiliza es la vejiga que una vez limpiada se nos daba a los niños que la hinchamos, introduciendo una pequeña caña, como si fuese un globo y la usamos como improvisado balón de fútbol, aunque no resistía mucho tiempo a una utilización tan agresiva.
Cuando, a eso del mediodía, se recibía el visto bueno municipal, se procedía a descuartizar el animal y a la preparación de la comida que era el acto social más importante del día, porque nos reuníamos a comer todos los vecinos que de una u otra forma habíamos participado en el rito de la matanza.
El plato principal eran las puches. En algunos sitios lo llaman gachas. Se hacen con harina de almortas y el hígado del cerdo cocido y después rayado. Se cocinan en una gran sartén que después se pone en el centro del círculo formado por todos los comensales que de pié se van acercando a mojar los trozos de pan pinchados en el tenedor o en la navaja. También se fríen los torreznos que son trozos de la falda del cerdo y la sangre que ha sobrado de hacer las morcillas y que se ha dejado coagular. El postre suele ser los últimos melones que aún quedaban colgados en las cámaras. Los mayores se van pasando el porrón de vino tinto que es el complemento ideal para una comida tan fuerte. Los niños sólo agua, claro está.

Una mujer lava en el “tinajón” del patio. Otra, con su máquina Singer, haciendo el vestido para sus hijas. 

Pero había otros muchos trabajos cotidianos en la vida de entonces. Las mujeres tenían que lavar en tinajones. (El tinajón era media tinaja cortada verticalmente y puesta hacia arriba sobre unos soportes, formando una especie de tina de tejón. La parte de abajo se había cortado para que el borde fuese más ancho de forma que se pudiese poner la tabla de lavar. También se procuraba que la espita de la tinaja quedase en la parte más honda, de forma que sirviese para desagüe.
Era entonces la alternativa a tener que ir al lavadero público del Pilar en la Plaza, donde ahora está la oficina de turismo, que a su vez era la alternativa de los lavaderos públicos de Valdezarza y de Valquejigoso, demasiado alejados del pueblo, y a donde había que desplazarse con algún medio de transporte para llevar la ropa, sobre todo a la vuelta cuando aumentaba su peso por estar mojada.
El jabón también se hacía en casa. Con los posos del aceite y sosa, añadiendo alguna planta aromática, se hacía un jabón que se colocaba en cajones de madera hasta que secaba para después cortarlo formando las típicas pastillas.
Como ya he comentado, las mujeres también tenían que ser unas buenas costureras, incluso modistas, para arreglar o confeccionar los vestidos para las niñas. También, de jóvenes, preparaban la dote de novia, haciendo primorosos bordados en sus juegos de camas y manteles. Lo de los encajes de bolillos, ya entonces, había pasado a la historia. Las niñas y jóvenes iban a aprender a bordar a casa de la Tía Nicolasa en el Barranco.
También, toda joven que se preciase debía conocer las labores de gachillo con las que se hacían preciosos pañitos de mesa y visillos para las ventanas y confeccionar los jerséis de lana, utilizando las agujas largas de distintos grosores, según lo tupidos que se querían las prendas. Ya entrados los años sesenta, empezaron a llegar a las casas las máquinas de tricotar, con las que las amas de casa, además de hacer los jerséis para la familia, podían conseguir unos ingresos extras, tan necesarios en aquellos años..
Continuará....