viernes, 2 de septiembre de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VIII (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO VII. GASTRONOMÍA Y ACTIVIDADES ECONÓMICAS.


La actividad económica de Chinchón en este periodo de la posguerra se centraba principal y casi únicamente en la agricultura. Y la agricultura tenía una influencia muy directa en la gastronomía y en la economía del pueblo.
Pero también en Chinchón, por ser el centro administrativo de la Comarca, se fue creando una infraestructura comercial y de servicios de cierta importancia, que se mantuvo durante todo este tiempo, aunque posteriormente fue decayendo, cuando la proximidad y la mejora de los accesos a la Capital hicieron que el comercio dejase de tener la importancia de aquellos años.

La gastronomía en Chinchón en tiempos de posguerra era más bien escasa y poco variada.
En casi todas las casas de Chinchón, se comía el cocido; ya se sabe, con sus tres vuelcos: la sopa, los garbanzos y la carne. Pero, lógicamente, había distintos cocidos en función de la economía familiar.
Aparte del cocido, la gastronomía estaba impuesta por los productos que se tenían en la propia casa. En casi todas las casas había un cerdo que se cebaba con las sobras de las comidas y el pienso que se elaboraba con cebada. Los jamones, el tocino, los chicharrones, los embutidos, las morcillas, eran la base de la alimentación en aquellos tiempos.
Otra fuente importante eran las gallinas del corral que suministraban huevos diarios y carne para las grandes ocasiones y su manutención era barata. En una casa media de agricultores, sólo había que comprar el pan, la leche y la poca carne que se echaba en el cocido. También se utilizaba la carne de carnero, la de vaca y la de cordero; menos la de ternera, que era de uso prohibitivo para las economías modestas.
Las frutas, las verduras, las patatas y las legumbres nunca faltaban, y se solían hacer conservas con el fin de que durasen durante todo el año. Cuando terminaba la campaña, con las últimas cosechas se preparaba la conserva de los tomates, de las alcachofas, de los pimientos, de la carne de membrillo… En estas tareas solíamos ayudar los niños, que como luego contaré, siempre teníamos que participar en las tareas domésticas.
Pero si tuviéramos que determinar cuál es el plato más característico de Chinchón, este es, sin duda, el guiso de patatas; y sobre todo, el guiso de patatas que se hacía en el campo. La Vega de Chinchón está a diez kilómetros del pueblo, y hasta allí tenían que desplazarse los hombres para sus labores agrícolas. Esta distancia obligaba a los labradores a comer en el campo; y de ahí la tradición de buenos cocineros de los hombres de Chinchón.
Las comidas eran sencillas y de rápida elaboración, utilizando productos que se podían conseguir, en muchas ocasiones, allí mismo. Aunque se hacían algunos fritos, generalmente debían ser comidas de alto valor energético que ayudasen a soportar los rudos trabajos del campo: Los guisos.
Cuando todavía la civilización no había inventado lo de cambiar la hora para adaptar la jornada laboral a las horas de sol y casi nadie utilizaba reloj, el agricultor conocía la hora por las sombras en las distintas estaciones del año.
Así, en verano, te colocabas de espaldas al sol, y cuando podías pisar la sombra de tu cabeza, eran las doce del mediodía. A esa hora se iniciaba el rito de la comida. Generalmente se trabajaba en cuadrillas y por lo tanto se compartía la comida. El de mayor edad, o el que había conseguido la fama de mejor cocinero, preparaba el fuego. Al resguardo de un lindazo, o junto a una frondosa noguera se colocaban las trébedes o se formaba el hogar con tres piedras sobre las que se colocaba la "caldereta" o sartén. Con sarmiento o "recortillos" y hojarasca seca se encendía el fuego que después se iría alimentando con trozos de leña secos que se recogían en los alrededores.
Mientras se calentaba el aceite se cortaban unas patatas en gruesas rodajas unos pimientos recién cortados de la mata y con unos ajetes se formaba el aperitivo. Al aviso del "cocinero" toda la cuadrilla paraba para echar una "mascá", un trago de vino y volver al corte hasta que estaba preparada la comida.
Por otra parte hay que decir que en aquellos años de la posguerra era muy escaso el pescado que llegaba hasta Chinchón. Unos de los pioneros que se atrevieron con el oficio de pescaderos fue el tío Tomás y la tía Paula, que tenían su pescadería en la calle Grande a la entrada de la plaza, donde después ella puso el puesto de periódicos.
Luego también podemos recordar a Juan Carrasco y a Isidoro Olivar cuyos descendientes han mantenido la tradición hasta casi nuestros días.
Por entonces eran más frecuentes los pescados en salazón y los ahumados, como el bacalao y las sardinas arenques que eran una de las meriendas preferidas en las tardes calurosas de la trilla, aunque ese día había que consumir bastante más agua fresca del botijo.
Dentro de la gastronomía, también tenían su importancia la caza y la pesca, que eran una base importante en la alimentación de la familia y un medio de ingresos, cuando se vendían los excedentes.
Entonces la caza se practicaba con perros y eran menos utilizadas las armas de fuego, sobre todo por los menos pudientes. El conejo, la liebre, la perdiz y la codorniz, las palomas, incluso los gorriones, formaban parte de la gastronomía de la posguerra.
Los más jóvenes usábamos los tiradores o tirachinas para cazar pájaros. Había quien ya disponía de escopetas de aire comprimido y con una linterna íbamos por la noche a cazar gorriones en los árboles, que ya teníamos localizados.
También se utilizaban las redes y la “liga” una materia pringosa que se ponía en la hierba, cerca de fuentes y charcas, en donde quedaban pegados los pájaros.
Aunque menos abundante, también la pesca era otra fuente de alimentación. El río Tajuña, ahora sin apenas caudal y mucho más contaminado, tenía carpas y barbos que llegaban hasta los caces y caceras, y había grandes especialistas que los pescaban y después vendían por el pueblo.
También eran abundantes los cangrejos, ya totalmente desaparecidos, que eran muy apreciados y un bocado exquisito.
Y por fin, los caracoles que se cogían entre la maleza de los bordes de las caceras, y eran un complemento imprescindible para los guisos que se hacían los agricultores en el campo.
Entre los alimentos de primera necesidad, el pan tenía entonces una importancia y una presencia importante en las mesas de todas las familias.
Había varias tahonas; que ahora recuerde, la del Señor Vidal, en los soportales de la plaza, que se conoció siempre como la de “Las Lolas”, la de Monegre, precisamente en la calle de la Tahona, la panadería de los “Gallegos” que antes fue de Jesús Moya, la del Ontalva y la del Sindicato en la Calle de Zurita. También estaba la tahona de María, la Vda. de Severiano Pintado en la calle de Solares y la de Martiniano Codes en la calle Carpinteros.
Había un pan negro de centeno que era más barato y que comían los pobres, y luego estaba el pan de trigo del que se hacían las “libretas” de pan candeal, con su abundante miga y la base, aún hoy, para hacer las pozas. También se hacían las “vienas” que eran un adelanto de las barras actuales. Lo del pan artístico es un invento mucho más moderno y dirigido solo al turismo.
La leche es otro producto de primera necesidad. En Chinchón no había una gran tradición de ganado vacuno. Sólo unos pocos tenían sus vacas para producir leche. Entre ellos, las monjas de las clarisas, que vendían la leche a granel, como todos, y hasta allí bajábamos los niños con nuestras lecheras de zinc a por el cuartillo o cuartillo y medio que era el consumo diario de la casa.
Estaba también María la lechera, la mujer del tío Nicanor, que tenían el despacho en la calle de la Tahona. Ellos, ya entonces, promocionaron lo que ahora sería la leche desnatada. Consistía en echar un poco más de agua en la leche, lo que les permitía ofrecer a la clientela varios precios, en función de la mayor o menor cantidad de agua con que había sido "bautizada" la leche.
También podemos recordar a Juan "el Jaro", de la familia de los gallegos,también conocidos como los lecheros, que así se llamaba a todos estos ganaderos; que además de venderla en su casa, repartían la leche por las calles. La llevaban en un borrico con unas cántaras y después cambiaron el transporte a un carrillo con ruedas de goma, y llegaban hasta las casas para atender a sus clientes habituales.
Lógicamente las garantías sanitarias eran mínimas, pero no recuerdo que, por entonces, se produjese ninguna intoxicación grave.
También, dentro de la gastronomía, podemos hacer una pequeña reseña del aceite, del vino y sobre todo, del aguardiente anisado; el típico anís de Chinchón.
Que el aceite ha sido uno de sus productos más importantes para la economía de Chinchón, lo prueban la gran cantidad de almazaras que existían en el pueblo. Además de la Aceitera, estaban la de la calle Nueva propiedad de los abuelos de Julio González, la de la calle de la Tahona propiedad de la Familia Montes, la de la calle Benito Hortelano, que actualmente es el Mesón de las Cuevas del Vino, la de la calle Toledillo de Martiniano Codes, etc. etc.
La recolección de las olivas duraba gran parte del invierno. Pasada la fiesta de San Antón, cuando los días empezaban a alargarse y los soles de febrero empezaban a calentar, aparecían las cuadrillas formadas por toda la familia, en las que hombres, mujeres y niños rodeaban los olivones pertrechados con largas varas y mantas tejidas con sacos de arpillera para recoger las aceitunas.
Previamente, se habían recogido las aceitunas aún verdes o sin terminar de madurar para utilizarlas como aceitunas de mesas para ensaladas, aperitivo o meriendas, poniéndolas en una solución de agua y sosa para quitarlas el sabor amargo y aderezándolas después con vinagre, ajos, tomillo y otras hiervas aromáticas haciéndolas varios cortes verticales con una navaja para que tomasen mejor el aderezo y depositándolas en unas vasijas de barro con boca ancha que se cubría con una tapa de madera en la que había una ranura por la que salía un cazo con agujeros que se utilizaba para sacar las aceitunas.
Durante los meses que duraba la molturación y el prensado de las aceitunas por los arroyos de las calles discurría el alpechín, un líquido negruzco que desprendía un olor característico que parecía premonitorio de la llegada de la primavera.
Los trabajos de la almazara eran duros pues las jornadas de trabajo se alargaban hasta bien entrada la noche. Llegaban cada año hasta Chinchón cuadrillas de hombres fornidos que venían de la Mancha y de Extremadura, y que después de unos meses su piel quedaba tersa, blanca y brillante por el continuo contacto con el aceite y su nula exposición a los rayos del sol.
Algo parecido podríamos decir del vino. Prácticamente en todas las casas grandes del pueblo quedaban los restos de bodegas y cuevas con sus grandes tinajas que daban una idea de la importancia y cantidad de la producción vinícola en Chinchón.
Hasta hace relativamente poco tiempo siguieron funcionando las bodegas en las que se elaboraba el vino de forma artesanal. En el año 1958 se creó la Cooperativa Vinícola San Roque que acapara la mayor parte de la producción de Chinchón.
Como antes comenté, el anís es posiblemente el producto que más hizo para la promoción y conocimiento de Chinchón. Durante el tiempo que estamos hablando, todavía se podían encontrar, arrinconados entre los trastos viejos de las cámaras, algún que otro antiguo alambique de los que funcionaban en la mayoría de las casas de Chinchón, hasta que se unificó la producción en la antigua Alcoholera.

La fábrica de la Alcoholera de Chinchón, en la Ronda del Mediodía. Las fábricas de anís fueron durante mucho tiempo las únicas industrias de nuestro pueblo.

En aquellos años de mediados del siglo XX, varios empleados de la Alcoholera de Chinchón fueron instalándose como industriales y creando sus propias fábricas. Luciano Sáez, Francisco Grau, Zacarías Montes y también Recuero en la finca de la Tenería, estuvieron fabricando anís bajo distintas denominaciones. Además de la más conocida “Alcoholera de Chinchón” tuvo mucho renombre el “Anís Castillo de Chinchón” que tuvo su fábrica en el mismo castillo de Chinchón, hasta que la destruyó un incendio.
Luego, las normas de seguridad obligaron a que todas las fábricas se instalasen fuera del casco urbano, y poco a poco, todas ellas o desaparecieron o pasar a ser propiedad de las multinacionales.
Aunque estamos hablando de la gastronomía, como hemos hablado de algunas de las industrias que existían en Chinchón, vamos a aprovechar para hablar de las distintas actividades productivas que había en Chinchón durante estos años. La agricultura aglutinaba a la mayoría de la mano de obra disponible, aunque aquí se daban una serie de circunstancias que favorecía la existencia de otras actividades comerciales.
Cuando termina la guerra civil se produce una importante transformación en la actividad laboral en Chinchón. Hasta entonces, la existencia de grandes “casas” de ricos terratenientes, facilitaba puestos de trabajo, si no bien remunerados, si fijos y seguros, tanto para las mujeres que se empleaban como criadas o para los hombres en los trabajos del campo. A partir de la posguerra, esa situación cambia drásticamente porque cada vez hay menos casas donde las mujeres jóvenes puedan entrar a servir y donde los jóvenes tengan un trabajo asegurado para todo el año. Entonces, las mujeres tienen que buscar esos puestos en la capital y los jóvenes tienen que pensar en la emigración. Algunos, jóvenes y no tan jóvenes, encuentran puestos de trabajo en Madrid como porteros, donde proyectar su vida laboral con expectativas familiares, aprovechando la proliferación de los bloques de vecinos que se están construyendo en el ensanche de la capital.
Para paliar esta falta de trabajo para los jóvenes, a excepción de la agricultura y de sus industrias derivadas, como el aceite, el vino y el aguardiente, y de las actividades comerciales, durante este periodo de la posguerra, en Chinchón funcionaron dos industrias textiles, dirigidas principalmente a las mujeres. Una fábrica textil y los telares de alfombras de nudo español.

Las jóvenes de Chinchón tuvieron su oportunidad laboral trabajando en las “alfombras” de nudo español o en la “Fábrica de Cintas” de don Arturo Ruiz Falcó, en el Alamillo Alto.

En los años cuarenta, un ingeniero, don Arturo Ruiz-Falcó, instaló en la calle del Alamillo Alto, una fábrica textil dedicada principalmente a la confección de productos elásticos para cinturones y otras finalidades relacionadas con la ropa del ejército para el que trabajaban habitualmente. Allí trabajaban unas veinte personas, la mayoría mujeres, hasta el año 1968, en que cerró la fábrica.
También en los años 50, surgió otra industria: Los telares. Las pioneras fueron 14 jóvenes que aprendieron el oficio en la Fundación Generalísimo, en Madrid. Alrededor de 50 telares trabajaron en plena actividad en Chinchón hasta 1967, cuando este tipo de trabajo prácticamente desapareció. Cada trabajadora tenía su propio espacio de 120 filas de nudo, alrededor de medio metro y recibían 8 pesetas (0.048 €) por cada 1000 nudos. Era un trabajo a destajo y el salario se recibía cuando terminaban la alfombra. Las tejedoras que querían recibir un salario razonable tenían que hacer 12.500 nudos cada día. Una alfombra de 3.5 m. de largo y 2,5 m. de ancho, tardaba en ser tejida por 5 mujeres unos 15 días. Su precio, entonces, era de unas 15.000 pesetas (menos de 100 euros).
Josefa Montes, Genuina Díaz, Ceci y el Sr. Valladares, fueron algunos de los queregentaron estos telares que estaban instalados en casas particulares.
La particularidad del "nudo español" es que en su fabricación no se utiliza ningún tipo de máquina: todo el proceso se hace a mano; cada hilo es un nudo y nudo a nudo se teje la alfombra hasta su finalización. En su fabricación no intervienen ningún tipo de lanzadera, ni otro tipo de mecanismo, lo que hizo que estas alfombras fueran consideradas entre los mejores del mundo. Si se examina la parte posterior de la alfombra se puede ver el mismo diseño que se ve en la parte delantera.
Era un trabajo penoso y muy duro, pues el roce de la urdimbre y el uso continu de tijeras causaban deformidades de las manos de la mujer; además, la lana desprendía un polvo nocivo, que las trabajadoras respiraban continuamente. Pero fue una industria que durante casi 20 años llegó a crear en Chinchó unos 200 puestos de trabajo.
Chinchón, al ser cabeza del partido judicial, era el centro administrativo de la comarca y recibía la visita de los que tenían que acercarse aquí de los otros pueblos para solucionar algún asunto burocrático y, de paso, aprovechar para hacer algunas compras.
Pero también llegaban los que venían a vender. Se solían alojar en las posadas y llegaban periódicamente. Los chatarreros, que paseaban el pueblo con un carro, recogiendo todo lo que pudiese parecer inservible. No faltaban quienes lograban algunos “tesoros” aprovechándose de la ignorancia de la gente, que desconocía el valor real de aquellos trastos viejos olvidados en las cámaras.
También estaban los cacharreros que pregonaban su mercancía:
- ¡“El Cacharreroooo, cambio platos, vasos, cacharros, por trapos viejos”…!
También recorrían el pueblo los “garbanceros”. Ofrecían garbanzos tostados. Por dos medidas de garbanzos crudos, te daban una medida de los famosos “torrados”.
No faltaban a su cita anual los “muleteros”. Venían a vender mulas jóvenes, que traían en reatas, para exponerlas en la plaza, donde se acercaban los agricultores para negociar con los “tratantes”, como así llamaban a los dueños del ganado.
A finales del verano llegaban los “marraneros”, con sus cerdos. Venían de Carranque y solían traer hembras que ya habían parido, para que las terminasen de engordar en las casas con vistas a la matanza de primeros de febrero.
Un viejo llegaba de vez en cuando, creo que desde Colmenar, rifando gallos de corral, para lo cual iba vendiendo por las casas unas papeletas. Una vez hecho el sorteo, volvía por donde le habían comprado para pregonar el número premiado.
Otro hombre recorría el pueblo ofreciendo tortas, bollos y dulces de malvavisco. Los niños le solíamos acompañar por si con un poco de suerte nos caía algún regalito. Para mí, que siempre fui muy goloso, hasta que los médicos me prohibieron el azúcar, lo que más me gustaban eran aquellos altísimos y blancos milhojas de merengue, que nuestros padres nos compraban en los puestos de golosinas que llegaban en las fiestas.

La Ferretería Marcitllach en la calle Grande. que fundara don Atenodoro Marcitllach. Una tienda con tradición desde el siglo XIX. Gonzalo Gómez, despacha a sus jóvenes clientes.

Además de esta actividad comercial externa, también, por entonces, hubo en Chinchón una actividad comercial de cierta importancia. La ferretería de Marcitllach, en la calle Grande, que atendía entonces Gonzalo Gómez y que iniciara el siglo anterior don Atenodoro Marcitllach; la mercería de Manuel Sardinero, junto a la Puerta de la Villa, conocida por “Sepu”, porque su titular había trabajado en esos almacenes de Madrid. Algo parecido ocurría con la relojería de Ontalva, que llamaban de Canseco, porque había trabajado con ese famoso relojero.
Estaba la tienda de ultramarinos de Benito Lozano en la calle Grande, que después se bajó detrás de la Fuente Arriba; la tienda de telas del Señor Antero y su esposa Susana; la tienda de ultramarinos de “Los franceses”, junto a la columna de la calle de Morata, que también vendían muebles y todo lo que se pudiese necesitar, y que colgado en la puerta de entrada tenían un gran zapato como reclamo.
Estaban las tiendas de telas de los hermanos Pedrero y la tienda de Pakolín, y la Confitería de Pedro de la Vara en los soportales de la plaza, además de las carnicerías de Tino Clemente, la de su tío Clementino que atendía “El Pelos” ayudado por Barrena; las dos junto a la Posada del tío Manolo Carrasco; y la carnicería de Gregorio, enfrente de la columna de los franceses. También, junto al Barranco, la actual calle de las Mulillas, estaba la otra posada de “Comenda”.

La tienda de María Fernández en la calle Grande. Allí se podía encontrar todo lo necesario para el ajuar de las jóvenes casaderas.

Estaba la tienda de María Fernández, “La Alta”, en la calle Grande, donde se podía encontrar todo lo necesario para la dote de las mocitas casaderas; desde las ropas de cama y mesa, a lámparas para la casa y el menaje para el hogar. Allí también podías encontrar las “mantas” de lana que eran la prenda de abrigo más utilizada entonces. Cuentan que, años después, cuando se rodó en Chinchón la película de “El Fabuloso mundo del Circo”, Claudia Cardinale descubrió estas prendas y compró todas las existencias para regalar a sus amistades.
Ya entonces, María Fernández ofrecía la venta de fiado. Abría un cuadernito a nombre de cada clienta, de forma que iba anotando las entregas que iban haciendo, cuando disponían de dinero y las mercancías que iban retirando. No era, ni más ni menos, que lo que después puso en práctica El Corte Inglés, pero sin la célebre tarjera de compra.

La tienda de ultramarinos de Lorenzo Salas en la Esquina de Pedro. En las estanterías de atrás se pueden ver los cromos de los futbolistas que salían en el chocolate Dulcinea.
La mercería de “Sepu” en la puerta de la Villa. Años después,  entonces regentada por su hija y Basilio Viñerta.

En los tiempos de la posguerra en Chinchón, sin embargo, no había tiendas de confección. Como hemos visto, sí había tiendas de venta de telas, pero de la confección se encargaban las propias amas de casa y las modistas.
Todas las amas de casa eran buenas costureras. De ellos se encargaban no solo las madres que enseñaban a sus hijas los secretos de la costura, sino también la Cátedra de Costura, Corte y Confección de la Sección Femenina, a la que estaban obligadas a asistir todas las jóvenes para cumplir con el Servicio Social.
Las modistas, con gran tradición entre las profesiones del principio del siglo XX, también tenían su representación en Chinchón, Eusebia Moreno, Mary Ruiz, Pili López y Mari Carmen Ortego, entre otras, que ofrecían sus servicios a sus clientas mostrando los “figurines” en los que se podían ver la última moda llegada del mismísimo Paris. Allí acudían también las aprendizas que las ayudaban a sobrehilar, poner los botones y demás tareas menores, a cambio de su aprendizaje, y como mucho, las pequeñas propinas que recibían de las clientes cuando les llevaban las prendas terminadas.
Una imagen muy común en aquellos años era la del ama de casa, sentada en el patio en verano, o junto al carolo en invierno, zurciendo por enésima vez los calcetines, pegando algún botón o subiendo el bajo de la falda, para que le sentase mejor a la pequeña que lo había heredado de su hermana mayor.
Todas estas modistas o costureras, como también se les llamaba, tenían el taller en el saloncito de sus propias casas y el probador en el dormitorio, donde siempre había un armario con un espejo de luna en la puerta, donde las clientas podían ver la evolución de su vestido cuando iban a hacerse las pruebas pertinentes.
Sin embargo, la principal concentración del comercio estaba, como no podía ser de otra forma, en la plaza, pero de eso ya hablaré cuando haga un recorrido por lo que era entonces nuestro “patio” de juegos de todos los niños de la posguerra.

Continuará....