sábado, 27 de junio de 2015

ILUSOS


¿Que es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción... Que diría Segismundo. Si hombre, el de "La vida es sueño", cuando se ve de "estas cadenas cargado y piensa que en otro estado más lisonjero se vio".
Dice el diccionario que ilusión es la esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo y los seres humanos necesitamos poner esa esperanza en nuestras vidas con la ilusión de que los tiempos venideros sean especialmente atractivos, aunque por lo general, esa esperanza no es nada más que una ficción que nosotros nos creamos para librarnos de las cadenas que nos retienen atados a una vida anodina y no demasiado atractiva.
Hoy parece que me he levantado con un cierto pesimismo y la vida se me antoja con más sombras que luces, pero eso no es malo, porque mañana la luz del sol de este verano recién estrenado, seguro que lucirá más brillante y el optimismo me hará ver las cosas mas de color de rosa.
Y la verdad es que todos los días el sol luce igual y las sombras son las mismas. Solo nosotros somos, unos días más y otro menos, ilusos. 
Se entiende por iluso la persona que se deja engañar fácilmente. Parece que de jóvenes somos más propensos a dejarnos engañar por los demás. Pero ya de mayores no necesitamos que nadie nos engañe, porque nos engañamos nosotros solos, y cada uno se engaña como quiere. Unos queriendo vivir una vida de joven que ya no les corresponde, otros buscando un amor que ya es imposible y otros sin quererse mirar al espejo para no verse como realmente son.
Y cuando nos vemos cargados de las cadenas de nuestros achaques recordamos que en otros tiempos estábamos mas "lisonjeros", y por eso, ahora, vivimos mucho de los recuerdos. Y por eso ahora, cuando no vemos claro lo que nos espera, nos creamos la ilusión de vivir de nuevo tiempos pasados, aunque sabemos que no volverán.
Por eso es bueno tener ilusión, por eso, no es demasiado malo ser, de vez en cuando, un poco ilusos.

Nota: En esta ocasión, como veis, no he puesto ninguna fotografía para ilustrar el artículo. Es que he pensado que cada uno ponga la suya mirándose en un espejo, por si se ve reflejado en esta entrada. Solo para los mayores, a los jóvenes, aunque les falte todavía unos años, que no se preocupen que ya les llegara.

Otra nota: Hay que ver las tontunas que se me ocurren... Pero ya sabéis que no es preciso que lo leáis todo, y si habéis llegado leyendo hasta aquí, perdonad el coñazo.

viernes, 26 de junio de 2015

"HUESOS DE SANTO". UN RELATO DE LUCIANO MONTERO.



Nacido en Oviedo, Luciano Montero es doctor en Psicología y titulado en Psicología Clínica por la Universidad Complutense de Madrid, así como titulado en Periodismo. Su tesis doctoral versó sobre la motivación escolar. Desarrolla su actividad profesional en el campo de la educación especial. Desde 1987 es asesor psicológico y colaborador fijo de la revista Ser Padres Hoy, donde escribe acerca de los más diversos temas relacionados con la familia y la educación. Ha impartido cursos de formación a padres y profesores.






El Pasado día 18 de junio fue premiado con un accesit en el Certamen de relatos patrocinado por la Caixa y RNE, por su relato "Huesos de Santo" Le vemos recogiendo ese premio en el Caixa Forum de Zaragoza de manos del Director de Radio Nacional de España.


"HUESOS DE SANTO"

Papá era un santo.
Lo de siempre, dirán ustedes. Sí, ya sé que es muy frecuente decir eso cuando se habla de un difunto. Cuando las personas, sobre todo si son muy queridas y cercanas, ya no están en este mundo para darnos la lata, somos propicios a llenarlas de virtudes. A fin de cuentas ya no van a incordiarnos más con sus defectos, así que ¿qué nos cuesta quedar bien? Además hablar mal de un muerto, y más si se trata de un familiar, parece que da mal fario. Es como si temiésemos que se nos pudiese aparecer cualquier noche a pedirnos explicaciones.
Pero hechas estas salvedades, sigo afirmando que de verdad mi padre era lo más parecido a un santo. Era un ser bondadoso y apacible hasta decir basta. Además - y guárdenme ustedes el secreto, porque esto nunca se lo he dicho a nadie- en el fondo estoy convencido de que yo era su hijo preferido. Esa íntima convicción me llenaba de orgullo. Tanto era así que siempre he estado dispuesto a hacer lo que fuera por cumplir cualquier deseo suyo.


Lo que sí había que reconocerle a papá es que a veces era un poco extravagante. Le gustaba decir cosas chocantes, y uno siempre se quedaba con la duda de si las sentía de verdad o si simplemente las soltaba para ver el efecto que causaban en los demás. Porque otra cosa que había que reconocerle a papá es que era un poco socarrón.
Una de sus extravagancias me llamaba particularmente la atención. Se trata de que en más de una ocasión le oí decir lo siguiente:
“Me gustaría perdurar en mis descendientes, pero no sólo en sus recuerdos y en sus genes, también en sus estómagos. Cuando muera me gustaría ser devorado en una fiesta familiar. No puedo imaginar nada más tierno y entrañable”.
Cuando decía eso yo le miraba atentamente, espiando cualquier guiño, cualquier gesto de broma, de complicidad. Pero parecía decirlo muy serio y hasta se le veía conmovido. Con papá algunas  veces no sabías a qué atenerte.
Aquí conviene aclarar que mi progenitor era el patriarca de una  dinastía de cocineros. Aunque esto no alcance a explicar del todo su peculiar idea de la inmortalidad, quizás pueda ayudar a  comprender un poco tales fantasías, un tanto canibalescas,.
El caso es que ni siquiera los santos, ni tampoco los que se les parecen, duran eternamente, al menos en esta vida, y papá no iba a ser una excepción. Se murió poco antes del Día de Difuntos, consumido el pobre por el vicio del tabaco, que era su único defecto. Mis hermanos y hermanas, cocineros todos –éramos una familia bastante numerosa- llegaron para los funerales desde diversos puntos del país, algunos incluso del extranjero.


Todos lloramos a papá  pero fui yo quien me empeñé en ser el depositario de sus cenizas. Nadie se extrañó ni me discutió ese privilegio. A fin de cuentas todos sabían que yo era su ojo derecho, y además era yo quien había permanecido a su lado y le había cuidado hasta el final.
Después de la incineración y consumadas las exequias nos reunimos en una comida familiar. En realidad fue más bien un banquete porque, para una vez que nos juntábamos todos desde hacía varios años, la ocasión lo merecía, y a papá seguro que le habría parecido bien. Como todos éramos expertos en cocina, cada quien aportó su grano de arena para mayor lucimiento de aquel agasajo culinario a la memoria del difunto.
Ya he aclarado que todos los hermanos éramos cocineros, pero olvidé decir que mi especialidad es la repostería. Les brindo la receta, es un secreto:
“Se hacen los cilindros de mazapán y se glasean. Luego se introduce la crema a base de canela y cenizas del difunto”.
Los nietos fueron desde luego quienes más los disfrutaron. Mi mujer dijo: “Este año te han salido deliciosos, con  ese toque de tabaco y canela.  Qué sofisticado eres”.


Saqué la cabeza por la ventana y miré al cielo. Papá me sonreía allá en lo alto.


jueves, 25 de junio de 2015

YO ME BORRO


Desde pequeño, y después de pensarlo mucho aún no sé por qué, yo me hice del Real Madrid. Y el caso es que me gustaba más el uniforme del Atleti, con sus rayas rojas y blancas, su pantalón azul y sus medias también blanquirrojas. El todo blanco del Real Madrid era bastante soso y no parecía la equipación de un futbolista sino más bien el uniforme de primera comunión. Pero el caso es que yo me hice merengue. Posiblemente por dos cosas; la primera por "Diestefano" (Así lo decíamos y lo escribíamos) y la segunda, porque por aquellos entonces empezaba a ganar casi todo. Perdón, y también porque lo de "colchonero" no me sonaba bien.
Y como lo de ser de un equipo debe imprimir carácter, ya siempre fui del mismo equipo. Incluso hubo un tiempo que me hice socio y acudía cada quince días al campo, a pesar de que por esos año fue el equipo de los "García" donde solo sobresalió Juanito y con Vujadin Boškov de entrenador,  nos hacia aburrirnos  cada partido en los que nunca se llegaban a marcar más de dos goles,
Luego llego la Quinta del Buitre, y después don Florentino con los "galácticos"; aunque ya a estos solo los vi en televisión, porque los precios se habían puesto por las nubes y ya me estaba haciendo comodón.
Yo fui de los que disfruté mucho con todas las copas de Europa, y también sufría las derrotas, aunque menos que otros, porque yo nunca dejé de cenar cuando perdían un partido, como hacía un amigo mío, que mas que forofo era un sufridor.


Pero las cosan han llegado a un extremo que ya no lo puedo aguantar. Y no es que fuese de los que pensaban que los futbolistas "amasen los colores" a pesar de los besos en el escudo, no. Pero es que don Florentinos y sus millonarios ídolos, ya no disimulan siquiera que lo único que les motiva es el dinero, y no dejan ni un resquicio para el romanticismo y la épica. Ya ni los títulos son suficientes, hay que organizar todo en torno a un marketing encaminado a ganar el mayor dinero posible y vender cada vez más camisetas. 
Lo siento mucho, porque lo llevaba grabado en mi alma de niño, pero por causa de Florentino, de Ramos, de Ronaldo y compañía, he decidió borrarme del Madrid. 
Seguiré viendo algún partido que otro con mi amigo -el que todavía sufre con sus derrotas- pero de otra forma; porque yo, ya, me he borrado del equipo de toda mi vida.
Y, oye, de verdad que lo siento.

miércoles, 24 de junio de 2015

"EL RELEVO". UN RELATO DE JOSE RAMÓN MORANT.



José Ramón Morant firma con el seudónimo de Pepe Paris, tiene 67 años y vive en Oviedo. Este es el momento en que, el pasado día 18 de junio, el Director de Radio Nacional de España le entregó en Caixa Forum de Zaragoza el trofeo del accesit con que fue galardonado en el Concurso de Relatos organizado por la CAIXA Y RNE.

Este es su relato premiado, que ha titulado:

 EL RELEVO



“Lo importante no es el destino, es el viaje”, citaba a menudo mi amigo Héctor. Le apasionaba viajar. Y narraba muy bien cada viaje, con ingenio y entusiasmo; pero solo lo que él quería y cuando le apetecía. Eso era antes, porque ahora… Amigos desde la infancia, toda la vida mantuvimos una relación hasta que, poco a poco, las baldosas de su memoria se fueron desencajando convirtiéndose en un montón de piezas de un puzle imposible.
Hay un viaje en especial que nos ha unido mucho y que me gustaría contar. Debo confesar que parto de una serie de islotes, fruto de la confianza de Héctor, previa al naufragio, disfrutada durante gratos paseos y frente a cálidos chatos de vino. Islotes que he intentado enhebrar como cuentas de un rosario, con el inconveniente añadido de la poda involuntaria que mi propia memoria puede haber provocado. Bien, intentaré reproducirlo lo mejor posible.
Su objetivo era Tendal, en el Norte, cruzando la cordillera por el puerto de Acebal. Desde el inicio el tiempo fue malo y empeoró conforme avanzaba el viaje. Cerca de las estribaciones de la Cantábrica la climatología era bastante cruda y la policía de tráfico, en un control, le conminó a poner las cadenas.
Llevaba unas prestadas para la ocasión, pero como el analfabeto que lleva una estilográfica. La amabilidad de un camionero le facilitó pasar la prueba. Inició el ascenso del puerto integrando una pequeña caravana que, cada poco, se detenía para eliminar la nieve helada que se acumulaba en los faros, parabrisas y guardabarros de los vehículos. La ventisca no le permitía aprovechar la lentitud de la marcha, que en otras circunstancias hubiera servido para deleitarse del paisaje y rememorar los hitos de aquel trayecto tan conocido por él: el Mirador del Águila, las ruinas de la cementera o la siempre viva pintada del PK 523 (Bety, amorín, / te quiere tu Alvarín), tan atractiva e intrigante. La tormenta dificultaba cada vez más la singladura y al llegar a Acebal la situación era ya insostenible. El pueblo, más bien pequeño, estaba saturado: no quedaba ni una cama libre. Le recomendaron volver atrás, apenas quinientos metros, y tomar el desvío hacia Zajos, poco más de un kilómetro. Pero tenía que hacerlo ya, aprovechando una tregua, antes de que el temporal borrara las trazas de la carretera.




Encontró con facilidad la fonda –Casa El Zurdo, bar en el bajo y habitaciones en la planta– de este pueblo de tres escasas calles. Apenas arrimar el coche, bajar y preguntar –tenían habitación–y la trapeada arreció de nuevo.
La situación y el ambiente empujaron al viajero a cenar temprano: sopas de ajo, filete de choto y arroz con leche le animaron cuerpo y espíritu. Pero al subir a la habitación la cosa cambió: la tímida calefacción no había logrado atemperar mínimamente el medio y la sensación térmica lo hacía desagradable en grado sumo. Impresión que se vio incrementada al meterse entre las sábanas, tiesas, heladas… intratables. Héctor escapó escaleras abajo; en el bar, alumbrado apenas en una esquina, no había un alma, pero alertado por sus movimientos, el dueño apareció en el umbral de la puerta de la cocina adyacente.
–¿No puede dormir? –preguntó con tono amable, al tiempo que señalaba una mesa–; siéntese ahí, junto a la estufa.
–Gracias. Está muy frío arriba.
El Zurdo, que no debía bajar de los ochenta años, alcanzó una botella  de Veterano, dos vasitos de Duralex una caja de hojalata y, con andar lento y renqueante, se acercó a la mesa y se sentó frente al huésped. Así empezó una agradable velada, colmada de placentera conversación, aguardiente y galletas de manteca, con la salamandra como único testigo. Sobre los anillos candentes de ésta, un cazo de porcelana, mediado de agua con hojas de eucalipto, humedecía y aromatizaba el ambiente.
El tiempo, con todas sus variantes, marcó el inicio de la charla: Para nevadas las de antes; ahora – nada, hombre, nada–, cuando hay alguna mediana, no dura dos días… Algún suceso curioso: Una vez hubo tal nevasca que, para dar tierra al cuerpo de una vecina fallecida, tuvieron que transportar la caja al cementerio en una carreña tirada por una yegua percherona. Pero quizás la anécdota más singular fue la de la “nevada del pastor”, acaecida en un lejano verano y pronosticada por un vaquero lugareño que decidió, con acierto, subir a las brañas a recoger el ganado en contra de la opinión de los vecinos.
El paisano llevaba casi todo el peso del coloquio y el forastero se limitaba a intercalar vocablos sueltos o breves preguntas; lo cierto es que aquél era un narrador ameno y, a pesar de la edad, poco inclinado a las batallitas. La plática continuó por derroteros hacia el costumbrismo comarcal, la lucha entre la tradición y lo novedoso,... Aquellos núcleos aislados, de esencia rural, abocados a unaenorme.
–Hablando de carreteras –terció Héctor–, siempre me llamó la atención esa pintada, rotulada en el talud de un desmonte de la carretera del puerto, que se ha conservado incólume, año tras año, a pesar de la lluvia, la nieve y la helada. ¿Cómo se produce ese milagro? Me refiero a la de Bety y Alvarín.
–Bueno… no hay milagro, cada cierto tiempo el rótulo se ha repintado –respondió El Zurdo. Y un pálpito, reforzado por el nombre leído en el impreso clavado tras la puerta de la habitación, empujó a Héctor a lanzarse.
–Álvaro, porque usted se llama Álvaro, ¿verdad?, ¿quién es Bety? –El Zurdo quedó en suspenso, pero la emoción del recuerdo, favorecida por el brandy viejo, le destapó el alma que empezó a desnudar ante aquel viajero.
–Bety fue la mujer más maravillosa que pisó estas tierras. Vino, con otros estudiantes, de una universidad holandesa. Se enamoró de estas montañas y… se quedó.
–Y usted se enamoró de ella.
–…Sí. Era inteligente, trabajadora, alegre, femenina y… preciosa.
–¿Y qué pasó?
–Destacaba demasiado aquí, imagínese este pueblo y en aquella época, atrasado y aislado. Yo era muy tímido; por una parte pensaba que era mucha mujer para mí y por otra que no la podía dejar escapar. Decidí declararme delante de todo el mundo y se me ocurrió pintarlo en la carretera general, airear mi amor de esa manera.
–¿Y funcionó?
–Funcionó, pero me las hizo pasar canutas. Me cogió por delante y… ¡vaya bronca! Me explicó lo que era una carta abierta dirigida a alguien, el deber de hacerla llegar a ese alguien, y... Yo la escuchaba acojonado y embelesado a la vez. Cuando acabó el rapapolvo me agarró la mano, tiró de mí, dijo “mi Alvarín” y me dio un beso.
–¿Y después?
–Unos meses de noviazgo y una escapada a Holanda para casarnos; aquí, de aquélla, era imposible: o pasabas por la iglesia o… nada. Siguieron unos años duros pero muy felices, tuvimos una hija y después Bety nos dejó, un cáncer se la llevó. Quedamos muy solos.
–Pero… ¿la inscripción del puerto?
–La he mantenido viva… hasta ahora; apenas puedo caminar, estoy sentenciado a una silla de ruedas, y el letrero se borrará definitivamente, es triste pero… no hay otra.
–Álvaro, usted tiene un recuerdo muy hermoso que le alimenta la vida, es lo más importante, consérvelo –manifestó Héctor con un gran sentimiento de solidaridad.
–Conviene que duerma unas horas, por la mañana puede que se abra el puerto. Su habitación ya estará más caliente –dijo el posadero levantándose y dando por finalizada la velada–; y gracias por su compañía.



–Gracias por… el coñac –respondió el huésped, mirando a los ojos a su interlocutor–, uno de los más sabrosos que he tomado.
Tras una tornadiza noche de invierno vino una mañana muy diferente. Héctor, con la bolsa en la mano bajó al bar. Álvaro no estaba, le atendió su hija. Desayunó y marchó. Conservó puestas las cadenas en el coche hasta la carretera principal, una vez allí las quitó y prosiguió su viaje.
A los pocos días cuando, de regreso, Héctor volvió a pasar por el puerto de Acebal, se detuvo en el PK de la pintada. Cubierta en parte por la nieve, se veía muy decolorada, con carencia total de significado para todo aquel que no la conociera con antelación.
Tendal, donde Héctor y yo habíamos trabajado durante años y conservábamos buenas amistades, continuaba siendo un objetivo de nuestros viajes, juntos o por separado. En ellos, al pasar por el puerto de Acebal, no dejaba yo de observar la frescura del poema de Alvarín. Conociendo ya el origen del mismo, comenté la circunstancia con Héctor quien no le dio mayor importancia: “El hombre habrá contratado un sustituto”. Y yo me quedé relativamente satisfecho como me ocurría con las respuestas, siempre tan racionales, de mi amigo.
Al principio, a Héctor no le preocuparon mucho los pequeños problemas de memoria, pero su carácter metódico hizo que lo anotara en su cuaderno verde. Cuando, además, detectó estados de irritabilidad o de tristeza injustificadas, acudió al médico. Una vez diagnosticada la enfermedad, nos lo comunicó a su hermana y a mí. A partir de ahí las cosas se sucedieron con orden pero muy rápidas.
En los mejores estadios escribía o dictaba al magnetófono, de forma frenética en las últimas etapas (su cuaderno verde y el médico le iban marcando la pauta). Nuestra relación se hizo más intensa, si cabe, charlábamos mucho, sobre lo divino y lo humano, aunque el alzhéimer solo era tema de conversación cuando él lo exponía. Lo irreversible de la situación le empujó a tomar medidas, de carácter legal unas, domésticas otras. Me indicó que me hiciera cargo de su biblioteca, grabaciones, fotografías, manuscritos y otros (sus libretas verdes, por ejemplo). Yo llevaba bastante bien la cosahasta el día en que no me reconoció: fue un mazazo terrible, a pesar de saber de su advenimiento.
Después de eso decidí visitarlo a diario (siempre con secretas y… vanas esperanzas).
Antes de su venta, tuve que revisar el coche de Héctor. Mi sorpresa llegó al vaciar el maletero: aparte de los objetos esperables –linterna, bolsa de herramientas, mini botiquín…–, encontré una caja que contenía un bote de pintura blanca para exteriores, una brocha, una botella de aguarrás, unos guantes y unos trapos.
En la actualidad, cuando lo visito, Héctor me mira y parece que me escucha, aunque a veces dudo si siquiera me ve y me oye. Pero yo no cejo, soy un firme creyente del acompañamiento. En cierto momento, en que pensé que pudiera haberse abierto un claro en su mente, le miré a los ojos y, con tono de complicidad, le dije que el grafitero ya tenía sucesor. Juraría que sonrió complacido.
Pepe Paris

lunes, 22 de junio de 2015

"Y EL GANADOR ES..." RELATO DE MANUEL CARRASCO, FINALISTA DEL CERTAMEN DE LA CAIXA Y RNE

 

A nuestros años es difícil encontrar algo donde poner la ilusión. Para mí, una de esas pocas cosas que aun me ilusionan es escribir. 
Porque para mi escribir, es reír, es llorar y es soñar. Volver a los juegos de infancia, y recordar.
Escribir es envejecer sentado junto a una ventana contando miles de estrellas. Es vivir en tiempos futuros que no llegarán; elegir ser hombre o mujer, a mi voluntad.
Escribir es sufrir o gozar; estar solo y soñar con paraísos poblados de valquirias y amazonas. 
Escribir es enamorarte de un gato, poner nombre a un colibrí, explorar el Serengeti, pintar de rosa la aurora; viajar al centro del alma.
Escribir, es fabricar otras vidas. Jugar a ser un poco dios, creando mil universos. 
Poder ser feliz cuando estás en medio de la nada... eso, para mi, es escribir. 


                      
 Fernando Schwartz entrega el trofeo de finalista a Manuel Carrasco.


Y como escribir es soñar, un día soñé que yo erra un superhéroe y escribí el relato que fue soleccionado como uno de los 15 finalistas en el Concurso de Relatos de la Caixa y RNE. Lo titulé:

  "Y el ganador es..." 
Y dice así: 

"Los lunes, miércoles y viernes juego al ajedrez; los martes, jueves y sábados, al golf; los domingos por la tarde veo el partido de fútbol; pero por la mañana sigo siendo el superhéroe que siempre fui. 
Antes de seguir creo que debo hacer alguna aclaración. Ya estoy jubilado de la mayoría de mis actividades. Por ejemplo, yo que jugué al ajedrez con Bobby Fischer, Karpov e, incluso, con José Raúl Capablanca y Graupera -a quien yo mismo bauticé con el sobrenombre de "el Mozart del ajedrez"- , ahora me tengo que conformar con jugar contra el ordenador, lo que me resulta aburrido y tedioso y hasta fastidioso a veces, sobre todo cuando esta máquina infernal me gana en algunas ocasiones. 
Lo del golf es diferente; en eso nunca llegué a ocupar un puesto privilegiado en el ranking, porque empecé a jugar ya de mayor. Hice algunos hoyos con Greg Norman, Jack Nicklaus y José María Olazábal, pero nunca llegué a ser un gran campeón, aunque en honor a la verdad debo confesar, porque muchos no lo saben, que yo fui quien enseño a jugar a Severiano Ballesteros. Ahora juego con la Wi de Nintendo y todavía no he encontrado a nadie que me gane. 
También debéis conocer, para comprender esta historia, que los superhéroes somos inmortales. Y esto sí que es un fastidio. Yo acabo de cumplir los cuatrocientos diez y aunque no me encuentro mal, ya he tenido que casarme ocho o diez veces, ahora no lo recuerdo bien, y llevo ya unos cincuenta célibe, porque a la hora de escoger me he vuelto demasiado exigente. 
Vivo solo y dos veces a la semana viene una asistenta que lo tiene todo muy limpio; pero a lo que íbamos: 
Los domingos por la mañana nos reunimos todos los superhéroes en una cafetería a contarnos nuestras batallitas. Algunos están ya muy mayores; por ejemplo Moisés - que se ha negado en redondo a cambiarse de nombre-, a menos que te descuides, te vuelve a contar cómo se las arregló para separar las aguas del Mar Rojo. A mí ya me lo lleva contado cerca de doscientas veces. 
Lo de los nombres es otra cuestión. De antiguo, cada uno teníamos el nuestro y estábamos todos muy orgullosos de ellos; pero llegaron los americanos y pusieron de moda lo de "Súper", "Increíble", "Maravilloso" y esas horteradas, que aconsejaban sus asesores de imagen, y no tuve más remedio que aceptar el de "Súper Quijano" que me aconsejó mi productor, que es el que se encarga de todo lo concerniente al marketing, que en nuestro oficio se ha vuelto imprescindible. 
Como habrán deducido yo me dedicaba a "desfacer" entuertos, salvaguardar el honor de doncellas indefensas, liberar cautivos, y luchar por las causas perdidas. 
Sólo hay que darse una vuelta por las noticias de los periódicos para ver a donde está llegando el mundo, desde que yo dejé mi vida activa
Y es que los superhéroes mayores ya no actuamos y nos dedicamos sólo a organizar todos los años los premios "Yelmo de Oro" que reconocen los méritos de los que más se han distinguido en las distintas secciones. 
Yo gané uno, ya hace tiempo, con mi "Aventura de los molinos de viento" en la sección de "efectos especiales", en reñida pugna con mi amigo Rodrigo Díaz de Vivar, nominado por su "Batalla ganada después de muerto". El año siguiente gané otro al mejor "guión 
original", esta vez sin apenas oposición, y otro año estuve nominado en la sección de "grandes epopeyas", pero me ganó Ulises con su "Odisea". 
Este año estoy muy ilusionado porque me van a ofrecer el "Yelmo de Oro" a la trayectoria de toda una vida. Aún hoy, en estas ocasiones, no veáis como añoro a don Miguel cuando tengo que escribir el discurso de aceptación.

      Acto de Entrega de Premios en CaixaForum Zaragoza el día 18 de junio de 2015.

domingo, 21 de junio de 2015

ACTUALIDAD POLÍTICA DE ESTOS DÍAS.

DESNUDO
Un artículo de Manuel Vicent en El País de hoy

Las elecciones nunca las gana la oposición, siempre las pierde el Gobierno, derrotado por los corruptos o los incompetentes que albergue en su seno, un principio que debería tener presente la izquierda recién llegada al poder. Dicho esto, una advertencia. Los políticos no han incorporado todavía a su ADN la conciencia de estar viviendo siempre bajo los focos de la pista de un circo mediático. Tampoco el ciudadano anónimo y tributable es consciente de que para las redes sociales no deja de ser un insecto a merced de la telaraña. No obstante, existen indicios de que algunos empiezan a darse cuenta de este peligro. A eso obedece el que se haya convertido en una costumbre instintiva taparse la boca con la mano cuando se está en una tribuna pública, en los escaños del Parlamento o el banquillo del estadio en el momento de hablar con el vecino. Solo el movimiento de los labios ya es un lenguaje universal que podría delatarte. La araña siempre está preparada para comerse al mosquito, bien porque este se ha ido de la lengua ante un micrófono que creía cerrado, bien por ignorar que un tuit se envía universo entero y no se destruye jamás. La culpa de un tuit no tiene redención posible. Si cometes un asesinato, te confiesas, te arrepientes, el cura te absuelve y ya estás perdonado. O si caes en manos de la justicia los años de cárcel al final también te redimen. Pero el tuit idiota, malvado, procaz, ridículo que en un momento de rabia, soledad, odio, frivolidad u otra excrecencia del alma hayas mandado a la red te perseguirá incluso más allá de la tumba, porque el tuit no tiene pasado, siempre es un hecho presente, vertical, inmanente, sin contexto, que en el fondo constituye el detritus que el alma va dejando atrás formando un camino de miguitas hacia ese punto del pasado en que apareces en pelota picada.


De Antonio Fraguas "Forges" en El País de ayer sábado.