viernes, 26 de junio de 2015

"HUESOS DE SANTO". UN RELATO DE LUCIANO MONTERO.



Nacido en Oviedo, Luciano Montero es doctor en Psicología y titulado en Psicología Clínica por la Universidad Complutense de Madrid, así como titulado en Periodismo. Su tesis doctoral versó sobre la motivación escolar. Desarrolla su actividad profesional en el campo de la educación especial. Desde 1987 es asesor psicológico y colaborador fijo de la revista Ser Padres Hoy, donde escribe acerca de los más diversos temas relacionados con la familia y la educación. Ha impartido cursos de formación a padres y profesores.






El Pasado día 18 de junio fue premiado con un accesit en el Certamen de relatos patrocinado por la Caixa y RNE, por su relato "Huesos de Santo" Le vemos recogiendo ese premio en el Caixa Forum de Zaragoza de manos del Director de Radio Nacional de España.


"HUESOS DE SANTO"

Papá era un santo.
Lo de siempre, dirán ustedes. Sí, ya sé que es muy frecuente decir eso cuando se habla de un difunto. Cuando las personas, sobre todo si son muy queridas y cercanas, ya no están en este mundo para darnos la lata, somos propicios a llenarlas de virtudes. A fin de cuentas ya no van a incordiarnos más con sus defectos, así que ¿qué nos cuesta quedar bien? Además hablar mal de un muerto, y más si se trata de un familiar, parece que da mal fario. Es como si temiésemos que se nos pudiese aparecer cualquier noche a pedirnos explicaciones.
Pero hechas estas salvedades, sigo afirmando que de verdad mi padre era lo más parecido a un santo. Era un ser bondadoso y apacible hasta decir basta. Además - y guárdenme ustedes el secreto, porque esto nunca se lo he dicho a nadie- en el fondo estoy convencido de que yo era su hijo preferido. Esa íntima convicción me llenaba de orgullo. Tanto era así que siempre he estado dispuesto a hacer lo que fuera por cumplir cualquier deseo suyo.


Lo que sí había que reconocerle a papá es que a veces era un poco extravagante. Le gustaba decir cosas chocantes, y uno siempre se quedaba con la duda de si las sentía de verdad o si simplemente las soltaba para ver el efecto que causaban en los demás. Porque otra cosa que había que reconocerle a papá es que era un poco socarrón.
Una de sus extravagancias me llamaba particularmente la atención. Se trata de que en más de una ocasión le oí decir lo siguiente:
“Me gustaría perdurar en mis descendientes, pero no sólo en sus recuerdos y en sus genes, también en sus estómagos. Cuando muera me gustaría ser devorado en una fiesta familiar. No puedo imaginar nada más tierno y entrañable”.
Cuando decía eso yo le miraba atentamente, espiando cualquier guiño, cualquier gesto de broma, de complicidad. Pero parecía decirlo muy serio y hasta se le veía conmovido. Con papá algunas  veces no sabías a qué atenerte.
Aquí conviene aclarar que mi progenitor era el patriarca de una  dinastía de cocineros. Aunque esto no alcance a explicar del todo su peculiar idea de la inmortalidad, quizás pueda ayudar a  comprender un poco tales fantasías, un tanto canibalescas,.
El caso es que ni siquiera los santos, ni tampoco los que se les parecen, duran eternamente, al menos en esta vida, y papá no iba a ser una excepción. Se murió poco antes del Día de Difuntos, consumido el pobre por el vicio del tabaco, que era su único defecto. Mis hermanos y hermanas, cocineros todos –éramos una familia bastante numerosa- llegaron para los funerales desde diversos puntos del país, algunos incluso del extranjero.


Todos lloramos a papá  pero fui yo quien me empeñé en ser el depositario de sus cenizas. Nadie se extrañó ni me discutió ese privilegio. A fin de cuentas todos sabían que yo era su ojo derecho, y además era yo quien había permanecido a su lado y le había cuidado hasta el final.
Después de la incineración y consumadas las exequias nos reunimos en una comida familiar. En realidad fue más bien un banquete porque, para una vez que nos juntábamos todos desde hacía varios años, la ocasión lo merecía, y a papá seguro que le habría parecido bien. Como todos éramos expertos en cocina, cada quien aportó su grano de arena para mayor lucimiento de aquel agasajo culinario a la memoria del difunto.
Ya he aclarado que todos los hermanos éramos cocineros, pero olvidé decir que mi especialidad es la repostería. Les brindo la receta, es un secreto:
“Se hacen los cilindros de mazapán y se glasean. Luego se introduce la crema a base de canela y cenizas del difunto”.
Los nietos fueron desde luego quienes más los disfrutaron. Mi mujer dijo: “Este año te han salido deliciosos, con  ese toque de tabaco y canela.  Qué sofisticado eres”.


Saqué la cabeza por la ventana y miré al cielo. Papá me sonreía allá en lo alto.