miércoles, 24 de junio de 2015

"EL RELEVO". UN RELATO DE JOSE RAMÓN MORANT.



José Ramón Morant firma con el seudónimo de Pepe Paris, tiene 67 años y vive en Oviedo. Este es el momento en que, el pasado día 18 de junio, el Director de Radio Nacional de España le entregó en Caixa Forum de Zaragoza el trofeo del accesit con que fue galardonado en el Concurso de Relatos organizado por la CAIXA Y RNE.

Este es su relato premiado, que ha titulado:

 EL RELEVO



“Lo importante no es el destino, es el viaje”, citaba a menudo mi amigo Héctor. Le apasionaba viajar. Y narraba muy bien cada viaje, con ingenio y entusiasmo; pero solo lo que él quería y cuando le apetecía. Eso era antes, porque ahora… Amigos desde la infancia, toda la vida mantuvimos una relación hasta que, poco a poco, las baldosas de su memoria se fueron desencajando convirtiéndose en un montón de piezas de un puzle imposible.
Hay un viaje en especial que nos ha unido mucho y que me gustaría contar. Debo confesar que parto de una serie de islotes, fruto de la confianza de Héctor, previa al naufragio, disfrutada durante gratos paseos y frente a cálidos chatos de vino. Islotes que he intentado enhebrar como cuentas de un rosario, con el inconveniente añadido de la poda involuntaria que mi propia memoria puede haber provocado. Bien, intentaré reproducirlo lo mejor posible.
Su objetivo era Tendal, en el Norte, cruzando la cordillera por el puerto de Acebal. Desde el inicio el tiempo fue malo y empeoró conforme avanzaba el viaje. Cerca de las estribaciones de la Cantábrica la climatología era bastante cruda y la policía de tráfico, en un control, le conminó a poner las cadenas.
Llevaba unas prestadas para la ocasión, pero como el analfabeto que lleva una estilográfica. La amabilidad de un camionero le facilitó pasar la prueba. Inició el ascenso del puerto integrando una pequeña caravana que, cada poco, se detenía para eliminar la nieve helada que se acumulaba en los faros, parabrisas y guardabarros de los vehículos. La ventisca no le permitía aprovechar la lentitud de la marcha, que en otras circunstancias hubiera servido para deleitarse del paisaje y rememorar los hitos de aquel trayecto tan conocido por él: el Mirador del Águila, las ruinas de la cementera o la siempre viva pintada del PK 523 (Bety, amorín, / te quiere tu Alvarín), tan atractiva e intrigante. La tormenta dificultaba cada vez más la singladura y al llegar a Acebal la situación era ya insostenible. El pueblo, más bien pequeño, estaba saturado: no quedaba ni una cama libre. Le recomendaron volver atrás, apenas quinientos metros, y tomar el desvío hacia Zajos, poco más de un kilómetro. Pero tenía que hacerlo ya, aprovechando una tregua, antes de que el temporal borrara las trazas de la carretera.




Encontró con facilidad la fonda –Casa El Zurdo, bar en el bajo y habitaciones en la planta– de este pueblo de tres escasas calles. Apenas arrimar el coche, bajar y preguntar –tenían habitación–y la trapeada arreció de nuevo.
La situación y el ambiente empujaron al viajero a cenar temprano: sopas de ajo, filete de choto y arroz con leche le animaron cuerpo y espíritu. Pero al subir a la habitación la cosa cambió: la tímida calefacción no había logrado atemperar mínimamente el medio y la sensación térmica lo hacía desagradable en grado sumo. Impresión que se vio incrementada al meterse entre las sábanas, tiesas, heladas… intratables. Héctor escapó escaleras abajo; en el bar, alumbrado apenas en una esquina, no había un alma, pero alertado por sus movimientos, el dueño apareció en el umbral de la puerta de la cocina adyacente.
–¿No puede dormir? –preguntó con tono amable, al tiempo que señalaba una mesa–; siéntese ahí, junto a la estufa.
–Gracias. Está muy frío arriba.
El Zurdo, que no debía bajar de los ochenta años, alcanzó una botella  de Veterano, dos vasitos de Duralex una caja de hojalata y, con andar lento y renqueante, se acercó a la mesa y se sentó frente al huésped. Así empezó una agradable velada, colmada de placentera conversación, aguardiente y galletas de manteca, con la salamandra como único testigo. Sobre los anillos candentes de ésta, un cazo de porcelana, mediado de agua con hojas de eucalipto, humedecía y aromatizaba el ambiente.
El tiempo, con todas sus variantes, marcó el inicio de la charla: Para nevadas las de antes; ahora – nada, hombre, nada–, cuando hay alguna mediana, no dura dos días… Algún suceso curioso: Una vez hubo tal nevasca que, para dar tierra al cuerpo de una vecina fallecida, tuvieron que transportar la caja al cementerio en una carreña tirada por una yegua percherona. Pero quizás la anécdota más singular fue la de la “nevada del pastor”, acaecida en un lejano verano y pronosticada por un vaquero lugareño que decidió, con acierto, subir a las brañas a recoger el ganado en contra de la opinión de los vecinos.
El paisano llevaba casi todo el peso del coloquio y el forastero se limitaba a intercalar vocablos sueltos o breves preguntas; lo cierto es que aquél era un narrador ameno y, a pesar de la edad, poco inclinado a las batallitas. La plática continuó por derroteros hacia el costumbrismo comarcal, la lucha entre la tradición y lo novedoso,... Aquellos núcleos aislados, de esencia rural, abocados a unaenorme.
–Hablando de carreteras –terció Héctor–, siempre me llamó la atención esa pintada, rotulada en el talud de un desmonte de la carretera del puerto, que se ha conservado incólume, año tras año, a pesar de la lluvia, la nieve y la helada. ¿Cómo se produce ese milagro? Me refiero a la de Bety y Alvarín.
–Bueno… no hay milagro, cada cierto tiempo el rótulo se ha repintado –respondió El Zurdo. Y un pálpito, reforzado por el nombre leído en el impreso clavado tras la puerta de la habitación, empujó a Héctor a lanzarse.
–Álvaro, porque usted se llama Álvaro, ¿verdad?, ¿quién es Bety? –El Zurdo quedó en suspenso, pero la emoción del recuerdo, favorecida por el brandy viejo, le destapó el alma que empezó a desnudar ante aquel viajero.
–Bety fue la mujer más maravillosa que pisó estas tierras. Vino, con otros estudiantes, de una universidad holandesa. Se enamoró de estas montañas y… se quedó.
–Y usted se enamoró de ella.
–…Sí. Era inteligente, trabajadora, alegre, femenina y… preciosa.
–¿Y qué pasó?
–Destacaba demasiado aquí, imagínese este pueblo y en aquella época, atrasado y aislado. Yo era muy tímido; por una parte pensaba que era mucha mujer para mí y por otra que no la podía dejar escapar. Decidí declararme delante de todo el mundo y se me ocurrió pintarlo en la carretera general, airear mi amor de esa manera.
–¿Y funcionó?
–Funcionó, pero me las hizo pasar canutas. Me cogió por delante y… ¡vaya bronca! Me explicó lo que era una carta abierta dirigida a alguien, el deber de hacerla llegar a ese alguien, y... Yo la escuchaba acojonado y embelesado a la vez. Cuando acabó el rapapolvo me agarró la mano, tiró de mí, dijo “mi Alvarín” y me dio un beso.
–¿Y después?
–Unos meses de noviazgo y una escapada a Holanda para casarnos; aquí, de aquélla, era imposible: o pasabas por la iglesia o… nada. Siguieron unos años duros pero muy felices, tuvimos una hija y después Bety nos dejó, un cáncer se la llevó. Quedamos muy solos.
–Pero… ¿la inscripción del puerto?
–La he mantenido viva… hasta ahora; apenas puedo caminar, estoy sentenciado a una silla de ruedas, y el letrero se borrará definitivamente, es triste pero… no hay otra.
–Álvaro, usted tiene un recuerdo muy hermoso que le alimenta la vida, es lo más importante, consérvelo –manifestó Héctor con un gran sentimiento de solidaridad.
–Conviene que duerma unas horas, por la mañana puede que se abra el puerto. Su habitación ya estará más caliente –dijo el posadero levantándose y dando por finalizada la velada–; y gracias por su compañía.



–Gracias por… el coñac –respondió el huésped, mirando a los ojos a su interlocutor–, uno de los más sabrosos que he tomado.
Tras una tornadiza noche de invierno vino una mañana muy diferente. Héctor, con la bolsa en la mano bajó al bar. Álvaro no estaba, le atendió su hija. Desayunó y marchó. Conservó puestas las cadenas en el coche hasta la carretera principal, una vez allí las quitó y prosiguió su viaje.
A los pocos días cuando, de regreso, Héctor volvió a pasar por el puerto de Acebal, se detuvo en el PK de la pintada. Cubierta en parte por la nieve, se veía muy decolorada, con carencia total de significado para todo aquel que no la conociera con antelación.
Tendal, donde Héctor y yo habíamos trabajado durante años y conservábamos buenas amistades, continuaba siendo un objetivo de nuestros viajes, juntos o por separado. En ellos, al pasar por el puerto de Acebal, no dejaba yo de observar la frescura del poema de Alvarín. Conociendo ya el origen del mismo, comenté la circunstancia con Héctor quien no le dio mayor importancia: “El hombre habrá contratado un sustituto”. Y yo me quedé relativamente satisfecho como me ocurría con las respuestas, siempre tan racionales, de mi amigo.
Al principio, a Héctor no le preocuparon mucho los pequeños problemas de memoria, pero su carácter metódico hizo que lo anotara en su cuaderno verde. Cuando, además, detectó estados de irritabilidad o de tristeza injustificadas, acudió al médico. Una vez diagnosticada la enfermedad, nos lo comunicó a su hermana y a mí. A partir de ahí las cosas se sucedieron con orden pero muy rápidas.
En los mejores estadios escribía o dictaba al magnetófono, de forma frenética en las últimas etapas (su cuaderno verde y el médico le iban marcando la pauta). Nuestra relación se hizo más intensa, si cabe, charlábamos mucho, sobre lo divino y lo humano, aunque el alzhéimer solo era tema de conversación cuando él lo exponía. Lo irreversible de la situación le empujó a tomar medidas, de carácter legal unas, domésticas otras. Me indicó que me hiciera cargo de su biblioteca, grabaciones, fotografías, manuscritos y otros (sus libretas verdes, por ejemplo). Yo llevaba bastante bien la cosahasta el día en que no me reconoció: fue un mazazo terrible, a pesar de saber de su advenimiento.
Después de eso decidí visitarlo a diario (siempre con secretas y… vanas esperanzas).
Antes de su venta, tuve que revisar el coche de Héctor. Mi sorpresa llegó al vaciar el maletero: aparte de los objetos esperables –linterna, bolsa de herramientas, mini botiquín…–, encontré una caja que contenía un bote de pintura blanca para exteriores, una brocha, una botella de aguarrás, unos guantes y unos trapos.
En la actualidad, cuando lo visito, Héctor me mira y parece que me escucha, aunque a veces dudo si siquiera me ve y me oye. Pero yo no cejo, soy un firme creyente del acompañamiento. En cierto momento, en que pensé que pudiera haberse abierto un claro en su mente, le miré a los ojos y, con tono de complicidad, le dije que el grafitero ya tenía sucesor. Juraría que sonrió complacido.
Pepe Paris