sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XXII.

XXII


Cuando Nicolasita hizo la primera Comunión.

Al año siguiente pensaron que la niña ya era mayor para hacer la primera Comunión. Su abuela encargó a Sacra que comprara en la capital el vestido más caro.
Era un vestido de organdí, blanco, por supuesto. La falda, larga hasta los pies, era lisa, pero en la parte de abajo tenía varios volantes plisados a mano con tenacillas calentadas al fuego. Este proceso era muy delicado, porque había que ir limpiando concienzudamente las tenacillas, después de calentadas entre las brasas, para evitar que manchasen una tela tan delicada. Estos volantes se repetían en la parte superior formando un canesú y llegaban hasta las mangas que iban ciñéndose a los bracitos hasta terminar en puños con presillas y botonadura de perlas. El tocado era también de organdí con adornos florales de la misma tela que terminaba en un velo de tul ilusión para el que adaptaron el que había llevado la tía Sacra en un su boda.
La muda de la ropa interior de la niña se la encargaron a las monjas clarisas que la bordaron a mano. Era de crespón blanco terminado en encaje y unos lacitos de raso. En la camisita le habían bordado las iniciales N.E. No quisieron cobrar nada porque era lo menos que podían hacer para agradecer las importantes limosnas que periódicamente enviaba al convento doña Margara. Los zapatitos blancos de charol y los calcetines de perlé, eran regalo de sus padrinos que los habían comprado también en la capital.
La niña había asistido a la catequesis, donde enseñaban las oraciones que todos los niños debían conocer para poder comulgar, aunque ella ya las sabía todas porque se las habían enseñado su abuela y su tía desde que aprendió a hablar. También les habían dicho que el vestido no era lo importante, sino la pureza del alma para recibir al niño Jesús, aunque a ella le hacía mucha ilusión estrenar el vestido tan bonito que le había comprado su abuela.
Los días previos a la fiesta, doña Margara expuso toda la ropa de la niña en la salita de la planta baja, para que la pudieran admirar los familiares y las amistades que fueron pasando por el Solar, para ver las ropas de la comunión. Esa era la costumbre en Recondo. También se hacía cuando se celebraba una boda; entonces se exponía el traje y toda la dote de la novia y el traje del novio en sus respectivas casas. Incluso, se solía hacer con la ropa que estrenaría el mozo que entraba en quintas. Eran las oportunidades que se tenían para demostrar la alcurnia de la familia.
Sus padres le trajeron una librito con pastas de nácar con todas las oraciones de la comunión y que ella ya sabía leer. También tenía unos dibujos muy bonitos de ángeles y niños santos. A ella lo que más la impresionó fue una estampa en la que se veía a las almas condenadas en el infierno, allí el demonio pinchaba con un tridente a los pecadores que se quemaban en unas hogueras con llamas rojas y reflejos amarillos. Ella deducía por la expresión de sus caras, que daban gritos y alaridos, arrepentidos de sus pecados. Pero ella nunca iría al infierno, porque le había dicho su abuela que era una niña buena y obediente, que cumpliría siempre con los mandamientos de la Iglesia. Por eso guardaba en una cajita todas las estampas que daban a la entrada de la misa, para justificar su asistencia.
Ese día, todos estrenaron trajes nuevos. La misa era a la nueve de la mañana porque había que guardar el ayuno para poder comulgar, y todos los de la casa acompañarían a la niña a recibir el santo sacramento. Después de la misa, todas las niñas del Colegio de Cristo Rey desayunaron juntas, y la mesa la sirvieron las niñas mayores a las que habían vestido con delantales blancos encima del uniforme del colegio.
La tía Sacra volvió a casa después de la ceremonia para preparar con las criadas la gran comida que reunió a toda la familia. A los postres, después del brindis que hizo Julio, como correspondía a un emocionado padre, doña Margara se levantó del asiento, cogió su copita de anís, y levantándola dijo:
- Por ti, Nicolasita, que un día serás la dueña del Solar, y de todo lo que siempre ha pertenecido a la familia. Yo te nombro, oficialmente, la heredera de los Gómez Pastrana.
La niña no entendió lo que decía su abuela y a una indicación de su madre, fue entregando a todos los reunidos unos preciosos recordatorios en los que se podía leer debajo de su nombre, la fecha y la inscripción "El día más feliz de mi vida".
Y ese, posiblemente, fue uno de los días más felices para doña Margara, del cual iba a guardar un recuerdo imborrable; pero no por haber sido la primera comunión de la niña, sino por que fue la víspera de la llegada de aquella nueva demanda.
Era una carta certificada de un Juzgado de la capital. La había traído su yerno que había pasado a saludar a los antiguos compañeros de la oficina de Correos. Ella pensó que sería alguna comunicación sobre el juicio por la compraventa de las fincas. Así se lo comentó a Julio, pero éste le dijo que aquello era de otro juzgado. Abrió el sobre con precipitación y su cara se quedó blanca como si toda la sangre se hubiese helado en su corazón. Sintió cómo la abandonaban las fuerzas y aquel papel, del que sólo había leído las primeras líneas, se le escapó de las manos y cayó sobre la alfombra del suelo.
Julio llamó a su mujer, y mientras le daban un poco de agua para reanimarla pudo ver el contenido del oficio: "Demanda de paternidad a don Nicomedes Gómez Carretero y reclamación de herencia presentada por doña Rosa y don Genaro Martínez Buitrago".
Ella había llegado a olvidar la existencia de Rosa y de sus hijos. Además nunca había hablado de ellos a sus hijas que desconocían totalmente que pudieran tener otros hermanos.
Pasados los primeros momentos de sorpresa no tuvo más remedio que contar todo lo que ella conocía. Estaban todos allí reunidos. Llamaron a una de las criadas para que saliese al patio con los niños y así ellos estar más tranquilos. Sacra cerró la puerta de la salita para evitar que nadie pudiese oír lo que hablaban y se acomodaron alrededor de la madre que, poco a poco, iba recobrando el color y su aplomo habitual.
- Vuestro padre, cuando era muy joven tuvo una hija con una criada. Para evitar el escándalo sus padres la compraron un piso en la capital y no se enteró nadie del pueblo. Vuestro padre siguió visitándola durante toda su vida y tuvieron otro niño. La mayor tiene dos años más que Sacra, y el niño dos ó tres menos que Petronila. Vuestro padre nunca los llegó a reconocer, así que no sé a qué viene esta carta de reclamación. Ellos no tienen ningún derecho sobre vuestra hacienda.
Tomó un sorbito de agua, y continuó:
- Se llama Rosa y debe tener ahora unos setenta y cuatro años, si es que vive todavía. Los hijos, según tengo entendido, se llaman Rosa y Genaro, pero yo no les he conocido nunca, y según me dijeron, nunca han venido por Recondo... Así que no me explico el motivo de esta demanda...
- Es posible que tengan algún documento con el que poder demostrar que son hijos de padre.
- No lo creo, Sacra. En una ocasión, para demostrarme que no les había reconocido, vuestro padre me trajo la copia de su partida de nacimiento y allí no figuraba el nombre del padre. Los apellidos son los de su madre con el orden invertido, como se pone a los hijos de madre soltera... Así que no creo que puedan demostrar nada... no debemos preocuparnos...
Pero todos se preocuparon. De pronto, habían aparecido unos competidores para la posesión de la hacienda. Una hacienda que iba disminuyendo poco a poco y que ellos se habían ocupado de ir repartiendo entre las dos hermanas, la mayoría de las veces a espaldas de su madre, que iba perdiendo el control de lo que pasaba a su alrededor. Desde que José dejó de labrar las tierras y se entregaron en aparcería, los ingresos habían disminuido drásticamente. Por otra parte, el valor de las tierras de labor estaba disminuyendo con rapidez porque cada vez eran más las fincas que se quedaban sin labrar por la falta de mano de obra. La mayoría de los jóvenes se marchaban a la capital para encontrar unos trabajos mejor remunerados y tan solo las familias de los agricultores que tenían varios hijos varones estaban comprando las mejores tierras de labor. Los antiguos terratenientes veían cómo disminuía su capital y cómo sus propiedades cada vez valían menos.
La casa de Plasencia y el piso de la capital las habían puesto ya a nombre de cada uno de los matrimonios, y de vez en cuando se iban llevando algunas monedas de oro, con lo cual la mayoría de las posesiones estaban a salvo de las reclamaciones de sus nuevos hermanastros.
- Hay que tener mucho cuidado con lo que hacemos a partir de ahora. Cualquier venta que se pueda hacer, puede ser considerada como alzamiento de bienes y eso podría darles armas para reclamaciones posteriores, si un juez les reconoce su filiación y el derecho a la herencia de vuestro padre.
- Yo, Julio, de eso entiendo poco. Debíamos consultarlo con algún abogado que nos pueda asesorar... Pienso que debíamos consultar a Romualdo, que ya nos conoce y está al tanto de todo lo de nuestra familia....
- No sé si podrán demostrar algo, y si un juez les podrá dar la razón, pero si consiguen algo será dentro de mucho tiempo... este puede ser un contencioso que puede durar años... muchos años.

FIN DEL CAPÍTULO XXII
El siguiente capítulo, el día 27 de marzo.
¡NO TE LO PIERDAS!