sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XXI

XXI


Tres años después doña Margara cumplió los setenta y cinco.

Sacra, a sus 50 años parecía mayor que su madre. No había llegado a superar que Dios no hubiese querido darles hijos. José decía que no debía culpar a Dios, porque los médicos habían llegado a la conclusión de que era él quien no podía engendrarlos. Decía también que deberían estar contentos porque tenían a Nicolasita. Efectivamente la niña colmaba todas sus aspiraciones, la querían como a una hija, y ella los quería como a unos padres; posiblemente más que los suyos propios. Pero cuando llegaban las vacaciones y ella se marchaba a Extremadura, la casa quedaba triste y Sacra solía entrar en depresiones que sólo terminaban cuando volvía la niña.
Porque doña Margara se las había compuesto para que Nicolasita siguiese volviendo a Recondo para continuar aquí el Colegio. Y la verdad es que no fue necesario llegar a ninguna clase de presiones para conseguirlo. Petronila se volvió a quedar embarazada nada mas llegar a Plasencia y cuando nació Julio José parecía lógico que la mayor quedase con su abuela y con sus tíos para ellos atender mejor al pequeño.
Iba a terminar el curso y doña Margara pensó que debía aprovechar que vendrían a recoger a la niña para pasar las vacaciones en Extremadura para celebrar de nuevo su cumpleaños. Eran setenta y cinco años y, después de todo, había que dar gracias a Dios por todo lo que le había dado en estos tres cuartos de siglo.
Sin embargo, Sacra no parecía alegrarse con la celebración. Sólo de pensar que se marcharía la pequeña, había vuelto a caer en una depresión que la tenía dando tumbos por la casa, llorosa, cabizbaja y presa de lúgubres pensamientos. Y no era la primera vez que le pasaba. Cuando José le preguntaba en qué pensaba, siempre contestaba que en nada y empezaba a llorar, por lo que decidió no volver a preguntarle cuando la veía así.
En cambio doña Margara sí sabía lo que realmente pensaba.
- Vamos a ver, Sacra, ya volvemos a lo mismo…
- Sí, madre. No puedo evitarlo…Es que no se me puede olvidar…que por nuestra mentira hayan pagado unos inocentes…
- Pues lo tienes que olvidar… no queda más remedio… Además ya te confesaste, ¿no?... Pues no hay nada más que decir… Dios te ha perdonado y sólo tienes que olvidarlo… Yo también me confesé y ya me ves… Además no eran tan inocentes, ellos fueron realmente los culpables de la muerte de tu hermano… Ya está todo olvidado… Así que anímate que van a ser mis días y hay que celebrarlo por todo lo alto…
Lo que doña Margara no dijo a su hija es que el cura se había negado a darle la absolución hasta que no confesase públicamente su pecado, y eso ella, por supuesto, nunca lo haría.
Llegaron Petronila y Julio con el pequeño a recoger a Nicolasa y aquel año en el Solar se organizó una gran comida para conmemorar el 75 aniversario de la señora.
Esa mañana habían acudido todos a la parroquia para oír la misa de acción de gracias que había encargado doña Margara, para agradecer a Dios su ayuda para sobrellevar tantas vicisitudes como el destino había puesto en su vida. Ahora, en su vejez, todo era tranquilidad y sosiego. Ya casi se habían olvidado los crueles acontecimientos vividos y parecía que, al menos al final de sus días, le había llegado la felicidad.
Al día siguiente, se reunió toda la familia para tratar de la marcha de la economía. José estaba achacoso y ya no se podía ocupar de labrar la tierra, por lo que se habían dado todas las tierras en aparcería lo que limitaba considerablemente los ingresos. Por otra parte, tampoco era aconsejable sacar a la venta demasiadas monedas de oro que pudiesen alertar a los que compraron las tierras. Los gastos de la casa eran cada vez mayores para poder mantener el nivel de vida al que estaban acostumbrados, y Petronila había pedido ayuda a su madre para comprar una nueva casa en Plasencia, porque la que tenían se había quedado pequeña, y había surgido una oportunidad que no se podía dejar pasar. También Sacramento aprovechó entonces la ocasión para decir que se podía comprar un pisito en la capital para pasar en él los inviernos que eran tan crudos en Recondo. Allí podrían también pasar unas temporadas doña Margara y podría servir para cuando la pequeña fuese mayor y tuviese que estudiar; y así se ahorrarían el alquiler que ahora tenían que pagar.
Entre todos convencieron a doña Margara que era buena la idea de vender las fincas que ya casi no les daban rendimiento e invertir en casas que siempre mantendrían el valor. Doña Margara se dejó convencer, no sin antes asegurar que ella no saldría nunca del Solar, y que la compra de la casa para Petronila se podría pagar con las monedas de oro, ya que si se utilizaban en Extremadura sería mucho más difícil seguir su rastro. Julio aseguró que él se encargará de realizar el cambio discretamente, porque tenía contactos de total confianza.
A cambio, todos quedaron de acuerdo en que la pequeña Nicolasita seguiría en Recondo con su abuela y sus tíos, donde seguiría estudiando en el Colegio de las monjas hasta que fuese mayor y pudiese estudiar en la Universidad, ya que demostraba unas grandes aptitudes según decían sus maestras.
Lejos de allí, en la capital, Genaro y Rosa habían decidido también vender el piso de su madre. Ellos vivían bien, ambos tenían una buena vivienda y pensaron que el piso deshabitado no tenía ningún sentido. Además la demanda de pisos había subido en los últimos años y ahora era el momento oportuno para realizar la venta.
Los dos estaban bastante ocupados y desde que murió su madre, hacía ya casi tres años, no habían vuelto por el piso. Ahora, para venderlo, pensaron que debían sacar todo lo que hubiese de valor.
A Rosa le costaba tener que reencontrarse con los antiguos recuerdos, y dijo a su hermano que fuese él solo, pero Genaro la convenció de que era mejor ir los dos juntos.
El piso estaba lleno de polvo a pesar de que todo había quedado cerrado. Pero también el aire que había entrado por las rendijas de las ventanas y las puertas había mantenido la casa libre de humedad, aunque, extrañamente, conservaba aquel olor de su niñez. Todavía olía al perfume que usaba su madre. Aquel perfume de unos frasquitos muy pequeños que solía traer su padre cuando venía a verlos.
Abrieron todas las ventanas y empezaron a recorrer las habitaciones. Todo estaba en orden y no se atrevían a tocar nada. Era como si fuesen a profanar la intimidad de sus padres, de la que realmente sabían bastante poco.
Abrieron las puertas del armario. Era un armario con dos puertas en una de las que, por dentro, había un espejo ante el que su madre pasaba minutos y minutos mirándose, cuando estrenaba un vestido. A ellos les pareció que su imagen había quedado gravada en el azogue del espejo de forma imperecedera. Sus ropas todavía estaban allí. Sus antiguos vestidos de los que no había querido desprenderse nunca. Su abrigo con un cuello de garras de astracán negro, que le había regalado su padre cuando nació Genaro. Su ropa interior; aquel viejo camisón transparente que ellos nunca habían visto antes, la ropa de cama, mantelerías y toallas, todo perfectamente ordenado, como si el tiempo se hubiese detenido en aquella casa y no hubiesen pasado nada más que unas horas desde la última vez que estuvieron allí. Fueron abriendo los cajones, encontraron algunas ropas de cuando ellos eran pequeños, y más ropa de cama y mesa, y blusas perfectamente dobladas, y una caja de hoja de lata. Era una de aquellas latas que, una vez usadas, se solían utilizar para guardar documentos porque allí estaban a salvo de la humedad. Eran la caja fuerte y la cámara acorazada de los pobres. Aunque el tiempo había casi borrado las inscripciones de la tapa, aún se podía leer algo como "Carne de Membrillo de Puente Genil: el mejor del mundo" y se podía adivinar lo que debía ser una paisaje con árboles y el busto de una mujer con el traje típico de Córdoba.
Rosa lo cogió, se sentó en la cama y lo puso sobre sus piernas. Dejó la tapa a su lado y empezó a ir sacando los papeles que estaban cuidadosamente doblados y recogidos en pequeños paquetes, atados con hilos de colores. Había de todo. Recibos de la modista, facturas de muebles, recetas de los médicos, algunas entradas del teatro y un pequeño cartel de toros de una corrida en la que toreó Marcial Lalanda, Rafael Ortega y Manolete a la que debieron asistir sus padres. En el fondo, también atado y medio oculto en una cuartilla doblada, un sobre en el que había escrito: "A Rosita y Genaro: Para vosotros dos, cuando yo me haya muerto"
Genaro, que se había sentado en la cama al lado de su hermana, sintió como una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Los dos hermanos se miraron sin decir nada.
- ¿La abro?
- Sí, por favor... date prisa...
Intentó que el sobre no se rompiese, estaba cerrado. No fue difícil porque el tiempo había degrado el pegamento. Dentro, dos papeles de tamaño de un folio: Partida de Nacimiento de Rosa Martínez Buitrago... y en la otra, Genaro Martínez Buitrago... tenían un sello redondo de tinta violeta del Registro Civil y varios timbres como pago de los arbitrios. Cada uno cogió la suya. No figuraba el nombre del padre. Ambas estaba en perfecto estado; se podía deducir que habían estado siempre guardadas, porque la luz no había decolorado el papel; incluso el color violeta del sello permanecía inalterado. Rosa fue la primera que lo advirtió:
- Mira Genaro... mira lo que pone aquí...
Al dorso, escrito a mano con tinta azul, y con una letra de cuidada caligrafía se podía leer:
"Yo Nicomedes Gómez Carretero, mayor de edad, y en uso de mis plenas facultades mentales, certifico que la niña que aparece en la presente partida de nacimiento es hija mía. Aunque no la puedo reconocer como hija legítima por imposiciones familiares, quiero dejar constancia que soy su verdadero padre. Y para que conste lo firmo..."
Y una leyenda similar al dorso de la partida de nacimiento de Genaro. Por la fecha de la firma lo debió hacer a los pocos meses de haber nacido el niño.
Dentro del sobre también había otra nota. Estaba escrita por su madre.
"Vuestro padre os quería. Yo le pedí que firmara un documento diciendo que era vuestro padre. Él no puso ninguna objeción; incluso a él se le ocurrió hacerlo al dorso de vuestra propia partida de nacimiento. Me dijo que algún día vosotros podríais demostrar con este documento que también erais sus hijos y que podríais tener todos los derechos. Os quiero. Rosa."
Los dos hermanos se abrazaron y lloraron en silencio.
- Ahora me alegro de haber puesto a mi hijo el nombre de nuestro padre.

FIN DEL CAPÍTULO XXI
El sábado 20 de marzo, el siguiente capítulo.
¡PUEDE HABER SORPRESAS!