sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAPÍTULO XX.

XX


En junio del 47 Nicolasa cumplió los cinco años.

Doña Margara se había hecho un vestido de terciopelo azul para una boda a la que tenían que ir a la capital. A sus 72 años parecía tener más fuerza que cuando era joven. Aunque ya no se ocupaba de los trabajos de la casa, de los que ahora se encargaban sus hijas, nada se podía hacer sin su conocimiento y su aprobación. Seguía teniendo una mente totalmente lúcida y nada pasaba en el "Solar" de que ella no se enterase. Sacra y José solían pasar algunas temporadas del invierno en un piso de la capital en el que alquilaban dos habitaciones con derecho a cocina. José padecía desde hacía ya unos años unos ataques de reuma para los que el frío y la humedad de Recondo eran totalmente desaconsejados por los médicos. A doña Margara no le parecía bien, pero pensaba que tampoco podía controlar todo lo que ellos quisieran hacer, a pesar de que tendría derecho, porque aún seguían viviendo bajo su techo y prácticamente a sus expensas.
Nicolasita había empezado a ir al colegio de las monjas que habían vuelto a Recondo después de terminada la guerra. Este colegio había sido fundado por una importante familia del pueblo que no había tenido descendencia y para lo que legaron todos sus bienes a una Fundación con el fin de garantizar su funcionamiento. Según el acta fundacional, debía dedicarse a la educación católica de los niños y niñas pobres del pueblo. Después de unos años en los que se impartió la enseñanza para ambos sexos, los patronos de la Fundación decidieron que sólo se dedicaría a las niñas y con el tiempo fue adquiriendo un cierto elitismo, procurando que las alumnas admitidas perteneciesen a las familias de probada moralidad que en muchas ocasiones coincidían con las de mayor poder adquisitivo. La dirección del Colegio se ofreció a la Congregación de "Hijas de Cristo Rey" que mandaron hasta Recondo a Sor Epifania, como madre superiora y cinco hermanas que serían las encargadas de impartir la enseñanza y ocuparse de los demás menesteres de la comunidad de religiosas.
A poco de iniciarse el curso, otro imprevisto volvió a quebrar la tranquilidad en el "Solar".
Aunque ya casi lo había olvidado, Julio tenía solicitado, desde antes de casarse, el traslado a una plaza de segunda categoría, lo que le supondría un ascenso en su carrera profesional, dentro del Cuerpo Nacional de Correos.
Y le llegó la noticia de que para el día uno de enero del año siguiente, se debía incorporar como oficial de primera clase a la Oficina de Correos de Plasencia, que era una de las plazas que había solicitado por estar cerca de su pueblo.
Doña Margara dijo que debía renunciar. A su juicio, era un verdadero disparate sólo el pensar que iban a dejar todo lo que tenían aquí para marcharse a un pueblo de Extremadura, que siempre había oído comentar que estaba poco menos que en un total subdesarrollo.
Julio alegó que no podía renunciar a su profesión que era lo único que sabía hacer y que aunque era verdad que se encontraba muy bien en Recondo y que había sido aceptado por todos como uno más dentro de lo más selecto de la sociedad, también en su nuevo destino sería apreciado gracias a la categoría profesional que había alcanzado.
Doña Margara, cuando se quedó a solas con su hija, la pidió que convenciese a su marido para que no hiciese tremendo disparate; que ella, que estaba siempre acostumbrada a lo mejor, tendría que vivir en unas condiciones en las que perdería categoría.
- Recuerda cómo era la familia de Julio… Buenas personas sí parecían… pero eran pobres y se veía que su nivel de vida estaba muy por debajo de lo que tú has tenido desde que naciste… No seas tonta, hija, tienes que convencerle…
Pero no le convenció. Él había tomado ya la decisión y no había nadie que lograse hacerle cambiar de opinión.
Entonces doña Margara inició su plan alternativo.
- Comprendo que tú, Julio, quieras seguir subiendo en el escalafón de tu profesión… eso, además, te honra y demuestras que eres un hombre capaz de salir adelante por ti mismo… y es lógico que Petronila te apoye en tu decisión… eso también demuestra que es una buena esposa… Pero pensad que el traslado será en invierno, que vais a llegar a ese pueblo y tendréis que buscar una vivienda donde acomodaros… yo no tengo ningún inconveniente en ayudaros si necesitáis dinero para comprar una buena casa… ¡para eso está el dinero! … Pero en invierno, y en pleno curso, es una barbaridad que os llevéis con vosotros a Nicolasita… Nos la dejáis aquí a Sacra y a mí, que nosotras la vamos a cuidar tan bien como lo podáis hacer vosotros… y cuando termine el curso y llegue el buen tiempo se marcha a ese pueblo… ¿Plasencia, no? … pensad que en estos meses, mientras preparáis la casa y organizáis todo, la niña sólo iba a ser un estorbo….
A julio no le gustó nada la idea. Petronila le dijo que dónde iba a estar mejor la niña que con su abuela y con sus tíos, que además eran sus padrinos.
- Piensa, además, que la niña va a ser la heredera de todo esto… y lo que menos nos conviene es que mi madre se enfade… porque ya sabes tú cómo es cuando alguien le lleva la contraria… además sólo serán seis meses de nada… y así nosotros podemos preparar la casa con más tranquilidad… y ya la has oído que nos ha ofrecido el dinero que necesitemos para comprar una buena vivienda…
Cuando Sacra volvió de pasar unas semanas en el piso de Madrid, se encargó de convencer a su hermana de que se podía marchar tranquila porque a la niña no le faltaría nada y que sería educada como lo que era, una señorita de la mejor sociedad … y que además, como ella no tenía descendencia también sería la heredera de todo lo que a ella le correspondiese, y añadió que había hablado con su marido quien había asegurado que también testaría a favor de la niña dejándola lo que a él le había correspondido por herencia de sus padres… que para eso era su ahijada.
Doña Margara durante aquellos días no volvió a insistir en su planteamiento, aunque todos los razonamientos que utilizaron sus hijas referente a la futura herencia de la niña, había sido insinuado por ella, porque pensaba que era el argumento que a la postre haría ceder a su yerno.
Estaba llegando la Navidad y era el momento de informar a la niña, que hasta ese momento había sido ajena a todo lo que se estaba tramando a su alrededor. Doña Margara dijo que era muy pequeña y que no había por qué darle todo la información. Se le diría que sus padres tenían que hacer un viaje, como ya había ocurrido en algunas ocasiones, y que mientras tanto ella se quedaría con la abuela y con los tíos. Para ese día había mandado traer desde la capital un triciclo, y cuando la dieron la noticia apenas si hizo caso porque todo su interés estaba centrado en probar su nuevo regalo en el corredor del patio, al cuidado de su tío José que era el que más jugaba con ella.
Justo por aquellos días trajeron a enterrar al cementerio de Recondo, los restos mortales de Rosa la que fue amante de don Nicomedes. Desde la guerra no había vuelto a recibir las transferencias mensuales, y desde entonces necesitó la ayuda de sus hijos para poder subsistir. Había esperado en vano, durante la guerra, la llegada de alguna noticia de su amo, como ella le llamó toda la vida. Había confesado a sus hijos que eso era señal de que algo malo le había ocurrido y aunque ellos procuraban disuadirla, cada día que pasaba sentía dentro de su alma que no volvería a verle nunca más. Cuando se enteró de todo lo que había ocurrido, se vistió de luto riguroso y se sumió en una depresión que la tuvo postrada durante dos largos años.
Rosita, su hija, se la llevó con ella y eso pareció que le animaba un poco, aunque nunca volvería a ser la misma. Estaba mucho más delgada y apenas si comía. Ahora, con la llegada de los fríos, había recaído en su depresión y después de un par de semanas moría a los setenta años.
Los hermanos Martínez Buitrago tenían invertido el orden de los apellidos de su madre, como era costumbre cuando no existía un padre reconocido. Como la habían escuchado siempre que le gustaría reposar lo más cerca posible de su querido Nicomedes, unos meses antes, cuando vieron que la salud de su madre se estaba deteriorando gravemente, se desplazaron a Recondo para visitar el cementerio. Allí estuvieron por primera vez ante la tumba de su padre y encontraron cerca un terreno libre, donde poder enterrar a su madre.
Cuando llegaron al pueblo con sus restos mortales, aquel lluvioso y frío día del mes de diciembre, casi nadie del pueblo se enteró. Tan solo el sepulturero y el señor cura que rezó un responso. A los dos hermanos les acompañaban sus esposos, las dos hijas de Rosa y el hijo de Genaro, y una tía, hermana de su madre, que también vivía en la capital. Nadie más en Recondo se enteró del entierro, porque ese día no tocaron las campanas.
Rosita tenía ya 49 años. Su madre la tuvo a los veintiuno. Su marido había prosperado desde que terminó la guerra, gracias al estraperlo, y tenía un puesto de frutas y verduras en el Mercado Central de la Capital. Tenían dos hijas, Pilarcita, la mayor, de catorce años, y María Rosa de once.
Genaro, que tenía ahora treinta y seis año, tuvo que incorporarse al ejército republicano durante la guerra y sirvió en un batallón de zapadores que estuvo destinado en la zona de Navarra. Cuando terminó la guerra pasó unos meses en un campo de concentración de donde salió gracias a los contactos de su suegro con las altas jerarquías eclesiásticas a las que había surtido de cera durante toda la vida. Su mujer, que estaba embarazada cuando empezó la guerra, se refugió en casa de sus padres donde nació el pequeño Nicomedes, que ahora tiene ya los diez años. Habían vuelto a reflotar el negocio de cerería y tenían una situación económica desahogada.
Ninguno de los dos hermanos había vuelto a Recondo desde que vinieron a comprar el terreno para la tumba de su madre, y entonces sólo visitaron la Iglesia y el despacho parroquial. Ahora, después del entierro, dieron una vuelta por la plaza y quedaron sorprendidos, porque nunca se hubieran figurado, por lo que les contaba su madre, que fuese un pueblo tan bonito. Al menos a Genaro, así le pareció.
La hermana de Rosa, enseñó a sus sobrinos cual era la casa de su padre. Rosita y Genaro delante de la puerta del "Solar", mientras admiraban el escudo de piedra que preside la entrada, pensaron, por primera vez, que esa casa podría haber sido suya.
- Yo, Genaro, no tengo ningún interés en nada de lo que fue de nuestro padre, porque él no quiso reconocernos; ni tampoco lo necesito, pero estoy pensando que tal vez deberíamos luchar por el interés de nuestros hijos…
- No sé, Rosa… posiblemente tengas razón…
Tampoco doña Margara tuvo noticias de que había muerto Rosa, de la que ya se había olvidado.

FIN DEL CAPÍTULO XX
El sábado, 13 de marzo, el siguiente capítulo
¡QUE NO TE DEBES PERDER!