viernes, 5 de junio de 2020

CHINCHÓN UN CONCEJO MEDIEVAL. (ORGANIZACIÓN E IMPUESTOS)


Campos de Chinchón de Cesar González Garcia.



Allá por el siglo XIV, Chinchón era un Concejo de la Municipalidad de Segovia. Entonces, el Concejo era el propietario de las dehesas carniceras, cuyos pastos y hierbales van a alimentar las reses vacunas y lanares que van a proveer las carnes para los abastos de la villa. Con el fin de garantizar el suministro de carne para todos, realiza subasta de los pastos entre los ganaderos quienes se deben comprometer al abastecimiento anual a la población. Esta subaste se realizaba en la Fiesta de San Juan, que era una de las más importantes de entonces. El precio de la carne se prefijaba en la subasta, fijándose el arrendamiento en un precio que fuese atractivo para los ganaderos. Esta subasta se anunciaba no solo en Chinchón sino en todos los pueblos de la comarca, para conseguir una mayor participación.
El Concejo era también propietario de los molinos aceiteros, que ponía a disposición de los agricultores, por considerar que el aceite era, también, un producto de primera necesidad ya que no solamente se utilizaba para la cocina, sino que también se utilizaba como producto para la iluminación de las viviendas y para fabricar jabón, además que otros productos derivados se utilizaban para la calefacción.
El concejo monopolizaba la venta de los productos como podían ser los comestibles, telas y otros productos de primera necesidad y concedía la exclusiva de su venta a los que, mediante concurso, adquirían el compromiso de venderlos a los precios que previamente se establecían.
Pero aún llegaba a más la intervención del Concejo en la vida económica. Como disponía de todos los elementos para conocer realmente el coste de la vida, fijaba los salarios de los braceros y trabajadores, y para ello tenía en cuenta las distintas estaciones del año y el precio de la manutención, señalando para las estaciones de otoño e invierno una remuneración superior que en las de primavera y verano.
Esta visión aparentemente idílica de la vida concejil estaba, en aquellos tiempos, constantemente acosada por la ambición de los poderosos que, como fue el caso de los Contreras, no dudaban en saltarse las ordenanzas municipales y derechos de los pueblos para engrandecer su patrimonio. Esta situación de debilidad se palió, en parte con la agrupación en una Municipalidad que encuadraba a los pequeños concejos que con su unión llegaban a formar una organización fuerte y capaz de defender los intereses de todos los moradores de su tierra para mayor prosperidad de esta y de los concejos que la integraban.
Si el concejo velaba por hacer más fácil la vida cuotidiana de la villa, la Municipalidad de la Ciudad y su tierra velaba por ampliar la producción agrí- cola, forestal, ganadera e industrial para el enriquecimiento de sus moradores, fomentando el régimen de propiedad.
Sólo nos queda comentar que los gastos generales del Estado se pedían a las ciudades y grandes municipalidades obligadas a hacer frente a los gastos del Rey, su Señor, y éstos los repartían entre los sexmos que, a su vez, los derramaban y cobraban de sus concejos.
Los salarios de los altos y bajos funcionarios encargados de la administración de justicia en nombre del Rey, de los alcaldes mayores, corregidores de la ciudad y de los sexmos, así como los servicios y obras de utilidad general de la capital y de su tierra, eran repartidos entre los concejos sujetos a su jurisdicción. Los salarios de los médicos y de otros prestadores de servicios puramen- te vecinales, eran repartidos entre los moradores de cada concejo, según la posición económica que disfrutaban. Estos eran los gastos que se podían lla- mar ordinarios.
Además estaban los gastos extraordinarios motivados generalmente por obras de infraestructuras y servicios urbanos, como empedrado de las calles, fuentes, muros y puentes, además de obras de saneamiento y limpieza.
Para hacer frente a todos estos gastos estaban establecidos diferentes impuestos: 
Los impuestos directos, como los pechos y derechos antiguos, que eran la martiniega, así llamado por ser un impuesto que debía pagarse en la festivi- dad de San Martín; los portazgos o derecho de entrada a los pueblos; yantares o impuestos que gravaban las comidas; las posadas o impuestos sobre la estancia en ventas y posadas y también el impuesto de fonsadera que era cobrado sólo en tiempo de guerras.
Estaba también el impuesto de moneda forera que se pagaba cada siete años por los pecheros, que también tenían que hacer frente al impuesto de monedas, que era un impuesto eventual que concedían las Cortes.
También se cobraban impuestos extraordinarios en caso de guerras, para la Santa Hermandad y por otros motivos, que se llamaban impuestos pedidos, y por último los impuestos de rentas y derechos especiales que se cobraban a los judíos y mudéjares.
Había otros impuestos sobre la compra venta, como las alcabalas, que a partir del año 1480 fueron recaudados directamente por los Señores de Chinchón.
Además del derecho de alcabala los reyes concedieron a los Condes una feria anual a celebrar en Chinchón, donde se repartía este impuesto entre la población pechera que pagaba una cantidad sobre las transacciones con los productos de primera necesidad como el pan, el vino y la carne. Otra parte se repercutía directamente sobre los propietarios de las tierras.
Existían también las rentas de aduanas y derechos de tránsito, entre los que habría que destacar el montazgo que era una renta real que se cobraba sobre el ganado trashumante, con un arancel de dos cabezas por cada mil.
Además de los impuestos reseñados existían los monopolios como las regalías por acuñación de monedas y las rentas de origen eclesiástico, como las tercias que suponían dos novenas partes del diezmo eclesiástico.
Queda para la Corona y sus reinos, las alcabalas, tercios. pedidos y monedas cuando fueran requeridas por los recaudadores del Reino, así como las minerías de oro, plata y otros metales, y las demás cosas que no se pueden apartar y que pertenecen al Señorío Real.

(Del Libro “Crónica de Chinchón” de Manuel Carrasco. Editorial Man-2011.