domingo, 11 de agosto de 2019

LA MALETA DE PEPITO


Al niño le habían dicho que no se apartase de ella, que no soltase el asa, que nunca la perdiese de vista. Era una maleta pequeña, pero quizás demasiado grande para él. Un maleta de cartón marrón, con las cantoneras metálicas en los bordes, el agarrador también metálico y una cerradura que solo podría servir de disuasión porque difícilmente podría resistir cualquier intento de ser abierta.
Cuando el tren se detuvo en la estación donde un letrero con letras negras anunciaba que habían llegado a Leon, Pepito cogió la maleta que durante todo el trayecto había tenido bajo las piernas, miro por la ventanilla y sintió una sensación de miedo o, al menos, de inquietud. Era la primera vez que salía de la aldea. Cuando bajó del vagón todo era nuevo y extraño, hasta los olores. Sin saber porqué le vinieron los recuerdos de los olores de la casa de los abuelos en la lejana aldea de Galicia, esos olores que a cualquiera podrían parecer desagradables, pero que a él le daban la seguridad de lo conocido, de la familia; el olor al estiércol de las vacas y de los cerdos, el olor al humo que desde el amanecer empezaba a salir por la chimenea de la casa, el olor de la leche recién ordeñada que su abuela le preparaba para el desayuno con una buena rebanada de pan aún caliente y humeante recién sacado del horno.


El estridente silbido de otro tren que anunciaba su salida de la estación, le trajo de nuevo a la realidad. Algo asustado y con la maleta en su mano derecha se dirigió a la salida; allí cerca le deberían estar esperando, o al menos eso le había dicho su padre. Ahora le recordó impasible en el andén, sin apenas demostrar ningún sentimiento, sólo cuando el tren salía ya de la estación le pareció adivinar que agitaba su mano izquierda en señal de despedida. 
Su madre era otra cosa; recordándolo se le encogía el alma. Allí, debajo de la ventanilla de su vagón, estirando los brazos como si quisiera abrazarlo, a grandes gritos no paraba de repetir su nombre, mandarle besos al aire y decirle adiós entre sollozos. Esa imagen de su madre le acompañaría a lo largo de su vida y le traería también el doloroso recuerdo de cuando unas fiebres invernales se llevaron a su hermano pequeño, cuando el solo tenía siete años. Los gritos de su madre, cuando le despedía en la estación, se lo recordaron.
Junto a la puerta de salida, un viejo fraile con los hábitos ya algo radios, se dirigió a él, con una sonrisa.
¿Tu eres Pepito?
Si, señor, yo soy Jose López Piñeiro, para servir a Dios y a usted.
Tenía apenas 12 años y se iniciaba así su estancia en el Convento de los Padres Agustinos de Leon, que iba a marcar el resto de su vida.