lunes, 19 de septiembre de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA.XVI (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPÍTULO XV. LA PLAZA DE CHINCHÓN.


La plaza de Chinchón es y ha sido siempre el centro neurálgico del pueblo. Es nuestra imagen y también fue la imagen de una España que empezaba a mirar hacia el turismo.
En estas memorias históricas he querido rememorar una plaza más entrañable, más nuestra; sin los coches aparcados en el centro, solo con los niños jugando a la pídola o al “rescatao”, sin el bullicio que nos ha traído el turismo, cuando nos sentábamos en los escalones de los soportales para cambiar los tebeos del Guerrero del Antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín.

Y así, con nuestra plaza recién rehabilitada, me tengo que despedir de todos ustedes. No sé si se habrán dado cuenta de que durante este trabajo unas veces les tuteaba y otras les llamaba de usted. Y es que estoy escribiendo esta especie de memorias cuando ya soy mayor y me he acostumbrado a tutear a todo el mundo; en cambio, cuando ocurrió todo lo que les he contado, nosotros llamábamos de usted a todas las personas mayores.
Y para despedirme he querido bajar a la plaza de Chinchón, porque aquí gravita toda la vida social, económica y política del pueblo; y además es y ha sido nuestro emblema y nuestra seña de identidad.
Y he pensado que para despedirme, nada mejor que invitarles a dar una vuelta por aquella plaza donde de pequeños jugábamos a las canicas, y después paseamos con la chica que pretendíamos e, incluso, corrimos delante de un toro para saltar el tabloncillo.
Una fotografía de Ingeborg Morath. Los soportales a la caída de la tarde y el tendero a la puerta de su comercio de telas.

Y es que la plaza de Chinchón tiene la característica de su gran versatilidad. La plaza es ágora griega que congrega a los ciudadanos para hablar de la “res pública”, y sus soportales conocen mejor que nadie los rumores que corren por el pueblo. La plaza es el patio grande de todas las casas de Chinchón, donde los niños juegan y los mayores se relacionan. La plaza es corral de comedias, es coso taurino, salón de baile en las verbenas, estadio en competiciones deportivas, paseo para mocitas en edad de merecer; es zoco y rastrillo los sábados por la mañana, terraza gigante y comedor de restaurantes, paso obligado de procesiones, aparcamiento para coches (¿hasta cuándo?) y, siempre, punto de encuentro para chinchonenses y forasteros.
Siempre vigilada por la gran mole de la Iglesia, su vida se acompasa a las pesadas campanadas del reloj que, en la torre de ladrillos rojos, va marcando el ritmo de su historia. La farola marca el epicentro de la actividad y es el faro que ilumina el ir y venir pausado de las gentes de Chinchón.
La Plaza y sus aledaños son, también, el centro comercial del pueblo. Los bares y restaurantes han ido colonizando la mayor parte de sus casas y junto con las tiendas de artesanía y de productos típicos ofrecen una amplia oferta para los que nos visitan, que ahora se completa con la nueva Oficina de Turismo instalada en lo que fue un lavadero público y con las dependencias del recién restaurado Ayuntamiento.
La “Fuente Arriba”, ahora disfrazada con galas de granito, ya no regala sus aguas al caminante sediento, ni al maletilla que, bebiéndola, decían, sería torero famoso.
Los soportales, refugio de lluvias invernales y de soles implacables, ofrecen sus pulidos escalones de piedra como asiento para animadas tertulias y descanso para los viejos que no se resisten a dejar de darse una vuelta por su plaza.

Baile de la jota en la Plaza de Chinchón.

Varias veces restaurada para conservar sus delicadas balconadas de madera y su piso agredido por el moderno tráfico, ha sido testigo de todos los cambios que se han ido produciendo en la vida social, política y económica de Chinchón.
Y seguro que por los cansados ojos de sus balcones se le asoma alguna que otra lágrima recordando los tiempos pasados en los que tan sólo oía a los niños que jugaban al “rescatao”, a los feriantes que ofrecían sus mercancías en los días de fiesta, a los gitanos que acompañaban con su trompeta las evoluciones de una cabra famélica y de un oso, cansado y viejo, que causaba admiración en niños y mayores, y que por la noche dormían en el “Campillo”.
Seguro que también recuerda con nostalgia los malabarismos de la pequeña “troupe” del circo ambulante que levantaba dos altos palos de los que pendía un solitario trapecio, a cuyo alrededor formaban un círculo los curiosos espectadores -niños en su mayoría- que apenas si les aportaban lo suficiente para malcomer ese día.
Recordará la Posada de Manolo Carrasco, que antes fue la del tío Tamayo, junto a la carnicería de Tino, y del tío “Pelos” al que ayudaba Barrena, y la Pastelería de Pedro de la Vara, en los portales, y las peluquerías del tío Vicente y de Paco el de “La Higiénica”, y la otra posada junto al barranco, y el bar de Juan “el Botero”, y el cuarto de los “mediores” y la panadería de las Lolas, y el cuarto donde vendía los periódicos la tía Paula, la de los papeles, -que antes fue pescadería- al principio de la calle Grande, un poco más arriba del Bar de Auspicio y enfrente, “Casa Toni”. Y el antiguo Café que durante tantos años regentó la Señora Carmen, y la tienda de los “franceses” con el reclamo de su enorme zapato colgado junto a la columna.
Y la tienda del tío Quico, el marido de la “Cañamona” y la pescadería de Juanito Carrasco, junto al Pilar, que después se trasladó junto a la Fuentearriba; y la tienda de Pakolín, primero junto al rincón del Barranco y luego en los soportales. Y la tienda de telas del Señor Antero, y la otra peluquería del tío Boni que también era sacamuelas y después puso unos futbolines. Y el taller del tío Félix el ojalatero, a quién no le faltaba trabajo, arreglando los pucheros y los demás utensilios de cocina con estaño, porque, como ya he dicho varias veces, entonces no se tiraba nada y todo se restauraba una y mil veces. Y el Bar la Villa, que años después puso un televisor y allí tomábamos nuestro corto con un pincho de berberechos mientras veíamos Escala en Hi-Fi…

Otra fotografía “profesional”. La original es en color, pero he considerado que nuestro recuerdo del “Pilar” entonces, debía ser en blanco y negro.

No se habrá olvidado de lo concurrido que estaba el lavadero del Pilar, donde muchas mujeres iban a lavar su ropa, aunque había quienes se iban hasta Valdezarza o Valquejigoso, porque decían que estaba el agua más limpia. A veces, en las fiestas, allí encerraban a los toros, cuando los corrales de los toriles eran insuficientes...
Y recuerda la gran reja redonda sobre la alcantarilla a los pies del pilón de la Fuente de Arriba, que era como el gran ojo por donde el tenebroso mundo del subsuelo de Chinchón se asomaba a la vida del pueblo exhalando su pestilente aliento.
Seguro que recuerda muchas cosas, aunque ahora se le ve preocupada por la afluencia de tanta gente desconocida que la invade con sus potentes y ruidosos coches y le hace añorar el cansino traqueteo de los carros cuando a la caída de la tarde volvían de la Vega...
Recordará, también, el olor penetrante de los churros que el Ataulfo preparaba junto a la Fuente Arriba y que su mujer iba ensartando en los juncos verdes, a seis pesetas la docena.
Pero recuerda, sobre todo, el sabroso olor de cocido que María Nieto, preparaba, todos los días, en un gran puchero de barro, para dar de comer a los muleteros, a los traperos, a los feriantes, a los mieleros de la Alcarria, a los salchicheros de Candelario, a los sacamuelas, y a todo el variopinto retablo de curiosos personajes que eran los clientes habituales de la posada.
Y seguro que ya casi ha olvidado como lucía la antigua Fuentearriba, que en nuestros tiempos de niños no tenía frontal, sino una reja de forja hasta que siendo alcalde Baldomero Martínez se volvió a reformar, quitando la barandilla y haciendo un nuevo frontal de piedra, parecido al primitivo, también con tres bolas de piedra, pero sin el frontón triangular. En el centro del frontal se colocó el emblema de la Falange, el yugo y las flechas de los Reyes Católicos siguiendo los dictados políticos de aquellos años.
Yo quiero ahora recordar cómo la Plaza, los domingos y los días de fiesta de aquellos años de la posguerra, presentaba un aspecto apacible aunque bullicioso.
Los niños jugaban a la “pídola”, a las “canicas”, a los “güitos”, a la “taba”, a la “chita” y al “rescatao”. Las niñas jugaban a los alfileres, al aparato, a la “comba” y a los cinturones. Los jóvenes paseaban intentando acercarse a las mozas, que siempre en grupo, se dirigían a los soportales para ver las carteleras de la película que esa tarde ponían en el Teatro Lope de Vega. En uno de esos domingos, un niño llamado Pepe, el del tío Venancio, iba a comprar una entrada de gallinero para ver su primera película.
La tía Nuncia, junto a la Columna del Café - también llamada de los franceses - preparaba su cesta de mimbre sobre una pequeña mesita de madera, y se sentaba en un pequeño asiento de anea, esperando que llegasen los niños con su perra gorda para comprar los dulces de malvavisco, las bolitas de anís y los chicles de "Bazoca" que cortaba con un cuchillo en trozos pequeños para poderlos vender más baratos.
Y la tía Mariana, a la puerta de su casa, también sacaba su cesta con chucherías y una mesita donde colocaba una pequeña ruleta de construcción artesanal, donde ponía en cada casilla una golosina, y lo anunciaba:
- “A realito, y siempre toca”…
Años después el tío Huete montó un puesto de chucherías en una especie de carromato de color verde, que colocaba en el centro de los soportales; eran los primeros indicios del desarrollo, de las multinacionales y de la globalización.

El Ataúlfo, junto a la Fuente Arriba, preparando sus churros, su mujer los ensartaba en juncos verdes, a seis pesetas la docena.

También en los soportales se montaba un pequeño mercadillo en el que se cambiaban los tebeos del "Guerrero del Antifaz", de "Roberto Alcázar y Pedrín" y de las "Hazañas bélicas", el "TBO" y "Pulgarcito"; después vendrían los del "Jabato" el "Capitán Trueno" con Crispín y Goliat. Y mucho después "Supermán". Los tebeos nuevos se compraban en el estanco que regentaban Juana y su hermana Enriqueta en la calle de los Huertos, donde las niñas también compraban los recortables con los vestidos para sus muñecas de papel. También se cambiaban los cromos de futbolistas que salían en el chocolate Dulcinea de Quintanar de la Orden. Cuando reunías toda la colección podías canjearlo por un balón de fútbol o una muñeca "gisela" para las niñas. Era la democratización de los juguetes. Hasta entonces sólo las niñas ricas podían tener una "Mariquita Pérez" y tener una pelota de goma era un signo de riqueza digno de la envidia generalizada de todos los chavales.
Y para terminar, sólo recordar que la plaza ha tenido los nombres de Plaza Mayor, Plaza de la Constitución (posiblemente con motivo de la aprobación de la Constitución de 1812 ó 1837), plaza de la República durante la Guerra Civil y definitivamente Plaza Mayor desde 1939, aunque para nosotros, aquellos niños de la posguerra de Chinchón, siempre será -solo- nuestra plaza.

Continuará....