lunes, 29 de agosto de 2016

CHINCHÓN EN LA POSGUERRA. VI (MEMORIA HISTÓRICA)

CAPITULO V. CELEBRACIONES


Además de las fiestas, en la posguerra tampoco faltaron las celebraciones. Y las bodas eran, sin ninguna duda, las que acaparaban los mayores dispendios, sin llegar, claro está, a los excesos actuales.
Pero además, siempre se encontraba algún motivo de festejar cualquier nimio acontecimiento que hiciese más llevadera la vida monótona de aquellos años.
Y de aquellas celebraciones nos quedan el dulce sabor de los repápalos, de los bollos de aceite, de los bartolillos, de las magdalenas y de las rosquillas, todo ello regado con un buen trago de limonada o una copita de anís.

Entonces, en la Posguerra, se celebraba todo. Los cumpleaños, los santos, los bautizos, las comuniones y, por supuesto, las bodas. Las reuniones, los alboroques y las juergas, también eran celebraciones, pero con los amigos; como veremos en el capítulo siguiente. Cualquier motivo era válido para justificar la organización de alguna fiesta o fiestecilla.
Claro está que estas celebraciones no tenían nada que ver con lo que ahora entendemos con “celebrar”. Entonces, aún, la gente era sensata y estas celebraciones no sobrepasaban nunca la capacidad económica de los organizadores que se las arreglaban para compartir con amigos y familiares la alegría del evento, pero sin los despilfarros a los que ahora estamos acostumbrados.
Las más frecuentes eran los cumpleaños y los santos, aunque en Chinchón no había mucha costumbre de celebrarlos. Acudían padres, hermanos, tíos, primos, amigos y vecinos.
Pero entonces no se decía “vamos al “cumpleaños de…”, se decía vamos “a los días de…”; por ejemplo, “vamos a los Solares, a dar los días a la tía Regina, la del tío Valentín…”
Las bebidas eran el agua de limón y la “limoná” que regaban los dulces que se preparaban en casa. Las rosquillas, los repápalos, los bollos de aceite y de manteca, las magdalenas, los bartolillos, y las hojuelas que se presentaban en bandejas que los anfitriones iban pasando en “reos” para que cada uno cogiese uno de los dulces.
Nadie se atrevía a levantarse del asiento para coger un dulce de la bandeja hasta que no se lo ofrecían. Era una forma de reparto equitativo. Luego se iba pasando el porrón con la limonada o la jarra con el agua de limón que se iba sirviendo en vasos que podían ser compartidos por los invitados.
Al final, siempre aparecía una botella de anís, que era el mejor complemento para los bollitos de aceite que solían ser los más apreciados.
Los bautizos no se celebraban demasiado porque entonces se tenían muchos hijos y los tiempos no estaban para demasiados gastos. Como mucho, el primero y sobre todo si era el primer nieto de alguna de las familias.

La primera comunión. Ya entonces se celebraba por todo lo alto. Los niños que hicieron su primera comunión en el año 1953. El grupo fotografiado en el patio del Colegio de Cristo Rey.

Las comuniones si eran más celebradas; pero sobre todo por la fiesta que organizaba la Parroquia para dar más importancia a la celebración.
Los vestidos de primera comunión eran ya entonces muy parecidos a los actuales. Estaban confeccionados con una tela que llamaban de organdí, blanco, por supuesto. La falda, larga hasta los pies, era lisa, pero en la parte de abajo tenía varios volantes plisados a mano con tenacillas calentadas al fuego. Este proceso era muy primoroso, porque había que ir limpiando concienzudamente las tenacillas, después de calentadas entre las brasas, para evitar que manchasen una tela tan delicada. Estos volantes se repetían en la parte superior formando un canesú y llegaban hasta las mangas que iban ciñéndose a los bracitos hasta terminar en puños con presillas y botonadura de perlas. El tocado era también de organdí con adornos florales de la misma tela que terminaba en un velo de tul ilusión, que bien podría ser el velo de alguna novia de la familia.
En las casas de los más pudientes, la muda de la ropa interior de la niña se la encargaban a las monjas clarisas que la bordaban a mano. Era de crespón blanco terminado en encaje y unos lacitos de raso. En la camisita le habían bordado las iniciales de la niña. Los zapatitos blancos de charol y los calcetines de perle, solían ser el regalo de los padrinos. Claro está que en muchas casas el atuendo se solucionaba adaptando el vestido de una hermana mayor o el de alguna vecina que había hecho la comunión unos años antes.
El traje de los niños solía ser un traje de marinero o un traje de chaqueta y pantalón blancos, normalmente también heredado de algún hermano o familiar cercano. También había trajes de monjes e incluso, algún que otro traje de angelito con sus alas y todo.
Los niños habían asistido a la catequesis, donde enseñaban las oraciones que todos debían conocer para poder comulgar, aunque muchos de ellos ya se las traían aprendidas de casa. Las catequistas insistían en que el vestido no era lo importante, sino la pureza del alma para recibir al niño Jesús, aunque a ellos les seguía haciendo más ilusión el vestido tan bonito que les habían preparado y los regalos que esperaban recibir en ese día.
Los días previos a la fiesta, en casa, se exponía toda la ropa de los niños para que la pudieran admirar los familiares y las amistades que iban pasando por la casa para ver las ropas de la comunión. Esa costumbre también existía cuando se celebraba una boda; entonces se exponía el traje y toda la dote de la novia y el traje del novio en sus respectivas casas. Incluso, se solía hacer con la ropa que estrenaría el mozo que entraba en quintas. Eran las oportunidades que se tenían para demostrar la alcurnia de la familia.
Uno de los regalos más frecuentes, por entonces, era una librito con pastas de nácar con todas las oraciones de la comunión y la santa misa. También tenía unos dibujos muy bonitos de ángeles y niños santos. A los niños lo que más nos impresionaba era una estampa en la que se veía a las almas condenadas en el infierno, allí el demonio pinchaba con un tridente a los pecadores que se quemaban en unas hogueras con llamas rojas y reflejos amarillos. Deducíamos por la expresión de sus caras, que daban gritos y alaridos, arrepentidos de sus pecados. Pero nosotros nunca iríamos al infierno, porque éramos niños buenos y obedientes, que cumpliríamos siempre con los mandamientos de la Iglesia. Y además, para eso guardábamos en una cajita todas las estampas que daban los domingos, a la entrada de la misa, para justificar nuestra asistencia.
Para ese día se hacían unos recordatorios con imágenes de santos, del Sagrado Corazón o de la Virgen, y debajo el nombre del niño, la fecha y la inscripción "El día más feliz de mi vida", que se repartían entre familiares y amigos.

Años después. en la sacristía de la Parroquia, los curas, don Valentín y don José Manuel, los maestros, don Lorenzo, don Ramón y doña Matilde, y las autoridades civiles y militares, acompañan a los niños en el desayuno que se les ofrecía después de la misa.

Después de la ceremonia de la iglesia, se ofrecía un desayuno a todos los niños que habían comulgado por primera vez. Entonces, hay que recordar, para comulgar había que guardar ayuno. En el Colegio de Cristo Rey primero, o en la propia sacristía después, se preparaban un chocolate con bollos y dulces, y eso, entonces era una celebración que después recordaban todos los niños, porque era una excepción en lo que normalmente era el desayuno diario en sus casas, aunque algunos no lograsen que sus nuevos trajes blancos no terminasen con una buena mancha de chocolate.
El ágape estaba servido por las monjitas, cuando era en el colegio, o por las catequistas cuando se hacía en la Sacristía.
En todas las celebraciones, los familiares más cercanos, como abuelos y tíos, solían llevar un pequeño detalle como regalo, sobre todo si el protagonista era un niño.
Había otra celebración que tenía un gran arraigo y que fue decayendo poco a poco ya en tiempos de posguerra, hasta su total desaparición cuando fue suprimido el servicio militar obligatorio. Era la fiesta de los “Quintos”.
Durante esos días, porque la fiesta duraba tres o cuatro, se podía escuchar por las calles de Chinchón:

La quinta de los nacidos en el año 1945. Era el día de los ”quintos” y había que celebrarlo, cantando las coplas, antes de ir a tallarse en el Ayuntamiento.

"Somos los quintos de hogaño, /tocamos la pandereta, /el que no nos quiera oír /que se vaya a hacer puñetas."
De la tradición carnavalesca en Chinchón, la fiesta de los quintos heredó su aspecto satírico. Así se hacían famosas cada año las coplillas que se dedicaban a los acontecimientos más relevantes del año y a las personas que se habían distinguido por cualquier motivo, sobre todo si ofrecía algo de morbo. Aunque los quintos no estaban amparados por un disfraz, sí conseguían el anonimato dentro del grupo y así se atrevían a satirizar a las personas y a las costumbres. Muchas veces eran diatribas mordaces hacia los poderes fácticos, otras, la crítica social, el descubrimiento de un turbio asunto, incluso el ataque frontal a un enemigo, pero todo salpicado de ingenio en sencillos versos octosílabos con rima en los versos pares.
Debió ser de tal importancia esta costumbre en tiempos anteriores, que cuando se hace la jota de Chinchón, se incluyen varias estrofas dedicadas a los quintos; la primera que he reseñado antes y las dos siguientes, que son un ejemplo claro de lo comentado anteriormente, ya que se ridiculiza a los "señoritos" y a una moza que debía ser algo ligera de cascos:
“La farola de mi pueblo/se está muriendo de risa/ por ver a los señoritos/ con corbata y sin camisa”.
“En Chinchón hay una moza/ que se tiene por formal/ y en la Puerta de la Villa/ ha perdido el delantal”.
El día en que los mozos tenían que tallarse, que era el acto previo al sorteo de los reemplazos para alistarse en el servicio militar, era un gran día de fiesta, puesto que el hecho de ir al Servicio Militar suponía, hasta bien entrado el siglo XX, un acontecimiento de máxima importancia para la vida de los mozos de Chinchón. Para muchos iba a ser la primera vez que salían del pueblo, incluso su oportunidad para aprender a leer y a escribir y, desde luego, posiblemente la única oportunidad de "conocer mundo".
Si el mozo "salía mal", que era si era destinado a África, suponía un drama familiar digno de consuelo de parientes y vecinos que se apresuraban a mostrar su pesar a los padres del joven que no sabía muy bien donde estaba África, y que sólo tenía un poco claro que por allí estaban los moros. En cambio, si "salía bien" - esto es, si se quedaba en la Península -era motivo de alegría para todos los allegados y para el propio interesado al que se le presentaban ante sí promisorias aventuras militares, culturales e, incluso, amorosas, aunque esto último sembraba el desasosiego en la novia que era consciente de la obligación de esperar a su amado recluida en su casa para no verse en boca de los quintos del año siguiente que, en caso contrario, no dudarían en sacarla en sus cantares.

Los quintos, con sus trajes nuevos, posan en la plaza antes de ir al ayuntamiento para tallarse.

Con motivo de la llamada a quintas se compraba al mozo una dote completa, casi como si se tratase del ajuar de novio: Traje, camisas, ropa interior, zapatos, pañuelos, calcetines, etc. etc. que estrenaban el día de la talla. Ese día se reunían todos los mozos de la quinta en la Plazuela del Pozo, con sus trajes nuevos, y acompañados por los músicos, se dirigían hacia la Plaza entonando sus coplas satíricas. En el centro de la plaza, rodeados por gran cantidad de paisanos que celebraban sus ocurrencias, cantaban todo su repertorio hasta que a las doce en punto de la mañana se entraba en el Ayuntamiento donde el secretario oficiaba de maestro de ceremonias y en presencia del señor Alcalde se procedía a tallar a todos y cada uno de los mozos.
Durante los días previos habían ido pidiendo a familiares y vecinos una ayuda para sufragar los gastos de esta celebración que tenía un carácter casi iniciático. Además de la transgresión verbal de las canciones, siempre se cometían excesos en la bebida, lo que no estaba mal visto; incluso, durante años, se solía recordar la borrachera más sonada, lo que concedía un cierto prestigio al protagonista.
Pero, desde luego, la celebración por antonomasia, como ocurre ahora, eran las bodas.
En aquellos años, cuando el mundo se terminaba en el “Ventorro”, difícilmente llegaban noticias de más allá de la raya de Colmenar y no leía casi nadie el periódico, las noticias de la vida social del pueblo tenían una gran importancia. Como apenas llegaba la reseña de las bodas reales y eso con demasiado retraso, cualquier enlace local conseguía un seguimiento que no desmerecía con el que actualmente tienen las bodas de los toreros, las folklóricas y el resto del mundo de los llamados famosos.
La celebración de la boda duraba varios días y los fastos por este acontecimiento iban adquiriendo -poco a poco- la magnitud que ha llegado a desembocar en la desmesura que han alcanzado en la actualidad.
En aquellos años la boda era, como ahora, una oportunidad para mostrar a la sociedad el poder adquisitivo de la familia, en la que había que demostrar a todo el mundo la situación económica de los contrayentes, para lo cual siempre se hacían, casi como ocurre ahora, algún dispendio excesivo que se saliese de lo que podría ser aconsejable. El número de invitados era otro baremo que medía el potencial de la familia.
La férrea sociedad patriarcal imponía a los jóvenes esposos el seguir ligados, laboral y económicamente, con el cabeza de familia, por lo tanto, eran los padres del novio quienes se encargaban de preparar la vivienda, frecuentemente dentro de su misma casa, y la familia de la novia debía contribuir con el ajuar y mobiliario del nuevo hogar.

Las bodas, la más importante de las celebraciones sociales. Los contrayentes llegaban andando a la Iglesia. Aquí vemos una boda a la salida de la ceremonia, unos años antes, subiendo por el Arco de Palacio.

El vestido de novia era, hasta mediados del siglo XIX, el traje de fiesta típico de las mujeres de Chinchón que se confeccionaba para esa fecha y después se utilizaba en las distintas celebraciones festivas. Poco a poco se fue imponiendo la moda de los vestidos de calle en colores oscuros y no fue hasta mediados del siglo XX cuando se empezó a usar el vestido blanco.
También los hombres vestían, en un principio, su traje típico de fiesta con sus pantalones, su chaleco y su chaquetilla de pana negra, su camisa sin cuello, pulcramente almidonada, y grandes botas de piel. Con el paso del tiempo también fue evolucionando, pasando por el traje de chaqueta y corbata, hasta llegar a los “uniformes” hoy en uso.
Como se ha dicho antes, las celebraciones duraban varios días, aunque, lógicamente, la celebración principal era la comida del día de la boda. Por la mañana se había preparado un desayuno con magdalenas y bollos para la familia más allegada y al día siguiente se celebraba la “tornaboda” en la que de nuevo se volvían a reunir para comer -los restos del día anterior- los familiares y amigos más cercanos.
La comida de la boda se celebraba en la casa de alguno de los contrayentes y el menú estaba compuesto por carne guisada, arroz con leche, dulces, vinos de la tierra y aguardientes anisados. La preparación de la comida se encomendaba a personas expertas que se habían especializado en guisar en grandes cantidades. Porque en aquellas épocas, cuando la comida no era demasiado abundante, era más apreciada la cantidad que la calidad y se preparaba suficiente comida para que se hartasen todos los invitados.
Estas comidas suponían un gran dispendio que muchas familias no se podían permitir y eran sustituidas por meriendas compuestas por dulces, pastas, magdalenas, repápalos, bartolillos, mantecados y rosquillas y en las que la limonada corría en abundancia.
Por los años cincuenta se hizo una innovación que consistía en celebrar una merienda en los salones del baile de la “Sociedad”. En largas mesas formadas por tableros colocados sobre unas borriquetas, sobre las que se colocaba papel blanco a modo de manteles, y que rodeaban todo el salón; a cada uno de los invitados, sentados a ambos lados de las mesas, se le servía una bandeja de cartón con varias lonchas de embutidos y una barra de pan para hacer un bocadillo. En otra bandeja dos o tres pasteles y varias pastas, como postre. Vino y gaseosa para beber. A continuación llegaba el baile. Después que los nuevos esposos abrían el baile con el obligado vals, los mozos se apresuraban a sacar a bailar a las mozas, un largo repertorio de pasodobles, bajo la atenta mirada de las madres que se colocaban todo alrededor del salón para vigilar a los jóvenes bailarines. Era costumbre, que los mozos que no estaban invitados, sobre todo si estaban interesados en alguna joven de la boda, se colasen al baile “de pegote”, burlando la solícita vigilancia del tío Lorenzo Salas, el conserje, que intentaba por todos los medios impedir el paso a los que no estaban invitados. Cuando las bodas se celebraban en verano, se abrían todos los balcones del salón, y allí se salían las parejas, cuando las madres estaban distraídas, para sofocar los calores meteorológicos, y los amorosos. El baile, siempre, terminaba con la jota.

En los salones de la Sociedad, celebrando una boda en los años 50 y 60 del siglo XX.

Había, por entonces, una gran demanda para cubrir cualquier vacante circunstancial en el puesto de monaguillo, puesto que la participación en la ceremonia llevaba aparejada la asistencia a la merienda; hecho no establecido formalmente, pero generalmente aceptado por las familias de los contrayentes.
No consideramos necesario continuar con la evolución de esta costumbre de invitar a comer a familiares y amigos, por ser suficientemente conocido por todos, y evitarnos tener que relatar los excesos desproporcionados a los que se han llegado.
La ceremonia religiosa tenía lugar en la Parroquia - cuando no estaba en obras de reparación - o en la Iglesia del Rosario y el traslado hasta allí de los novios se hacía a pie. Era el momento de que todos -las mujeres principalmente- saliesen a la puerta de la calle para ver la boda. Alguien del acompañamiento, para avisar, solía gritar:
“ ! Salid, lechuzas, marranas, a ver la boda...!”
A la salida de la iglesia, el padrino lanzaba anisillos y peladillas, que los niños se disputaban, sin importarles que ese día les hubieran puesto la ropa nueva. Entonces no existía la costumbre de lanzar arroz a los novios. Eran tiempos de escasez y estaba muy arraigado aquel dicho de “Con las cosas de comer, no se juega”.
Lo del viaje de novios es una invención mucho más moderna. Hacer un viaje en carro, aunque no fuese nada más que hasta Aranjuez, no era el preludio indicado para la culminación de la tan esperada noche de bodas.
Los nuevos esposos estrenaban esa noche su nuevo hogar bajo la amenaza de las pesadas bromas de los amigos del novio, y a la mañana siguiente se integraban, de nuevo, en las celebraciones de la tornaboda, y terminadas éstas, iniciaban su nueva vida que, en lo económico y en lo laboral, no difería prácticamente en nada con la de solteros.
Entonces, cuando todavía existía un patriarcado efectivo, la nueva pareja solía entrar a formar parte (salvo excepciones) de la familia del novio. La casa podía estar dentro de la casona familiar en donde se habilitaban algunas habitaciones para la nueva pareja que seguía supeditada económicamente al patriarca, sobre todo en las familias campesinas.
Cuando un hijo se casaba seguía dependiendo económica y laboralmente del padre, quien era el que seguía dirigiendo las tareas del campo y el que indicaba, día a día, donde y qué labor tenía que realizar esa jornada.
Esta costumbre permaneció durante muchos años, hasta que fue decayendo la actividad agrícola y los hijos fueron dejando sus casas para trabajar en Madrid.
Era una forma de garantizarse los mayores su “pensión” y era admitido por los hijos para perpetuar esta costumbre que después también les daría a ellos la garantía para su vejez.
                                                                                                                             Continuará....