viernes, 26 de febrero de 2016

SIN NOTICIAS DE ORENCIO.



Orencio solía deambular todas las anochecidas por la aceras del bulevar, siempre que no lloviese aquel día. Pero nadie llego nunca a conocerle. A pesar de la cierta fama  que fue logrando gracias a su casi permanente presencia en la prensa local, nadie podía  dar más señas de el, que no fuesen las que publicaba "El farol", el único semanario del pueblo.
Y es que, os voy a contar la verdad, Orencio era solo el fruto de mi imaginación y nunca llegó a existir de verdad. Era lo que se conoce como un personaje de ficción. Yo le bautice recordado a un sobrino nieto de mi abuelo materno, que era oriundo de Navarra, y según me contó mi tía, aquel nombre era muy frecuente allá por finales del siglo antepasado. Posiblemente por lo arcaico del nombre, mi personaje caló en el acervo local y llego a tener una cierta presencia en las tertulias de los más eruditos que eran los pocos que leían asiduamente el semanario. 
Como yo firmaba mis artículos con el seudónimo de Orencio Singracia, logre que hubiese una cierta confusión entre los lectores, que al final no sabían muy bien si el ficticio era el personaje o el autor.
Al pobre Orencio no paraban de sucederle todas las desgracias que a mí se me pudiesen ocurrir. Un día casi se muere congelado cuando se quedo medio dormido en el banco del parque en un artículo en el que yo anunciaba una ola de frío que amenazaba a toda la comarca. En otra ocasión tuvieron que operarle de urgencia porque yo denunciaba en mi artículo el mal funcionamiento del ambulatorio. Otra vez le detuvo una patrulla de la policía local, en un reportaje que hice sobre la inseguridad ciudadana. El caso es que, con todas estas desgracias, aquí en mi pueblo, con quien se compara a los que tienen mala suerte ya no es con  "el pupas", sino con Orencio.


Pero no se lo digáis a nadie, porque he pensado que, con un poco de suerte, a mi Orencio le pasa lo que a don Alonso Quijano y con el tiempo ya nadie estará del todo seguro si existió o solo es el fruto de una desbordante imaginación. Y no es que yo pretenda compararme con don Miguel; ni mucho menos, ¡por Dios!