martes, 1 de diciembre de 2015

LA DETENCIÓN DE DON MEDARDO.


Cuando sacaron a Medardo Humberto de Entrerrios y García de Vinuesa de su casa, esposado y custodiado por las fuerzas de seguridad del Estado, nadie de los vecinos, que asistían asombrados a la detención, podían creerse lo que estaban presenciando.
Es verdad que don Medardo, como era conocido en el pueblo, no era demasiado simpático, que era un tanto altanero y que apenas si saludaba a ninguno de sus vecinos, pero todo le era perdonado por su alcurnia y por su ascendencia cultural y por ser el cronista oficioso de la villa, que para eso había dedicado toda su vida al estudio de los viejos legajos, que hasta que él los descubrió, habían permanecido siglos olvidados entre el polvo y las telarañas del archivo del ayuntamiento. Como, por su natalicio, no podía dedicarse a ningún trabajo que menoscabase se raigambre, y las rentas familiares le permitían una holgada subsistencia, había dedicado toda su juventud al estudio de la historia local y su madurez a escribir una docena de libros que recogían todos los avatares de aquel pequeño pueblo que fundara el prohombre que inició la dinastía “Entrerrios” que había dominado el lugar desde tiempos inmemoriales.
Ahora, ya casi septuagenario, salía de su casa detenido por la Guardia Civil, pero con la cabeza bien alta y sin permitir que le cubriesen el rostro porque, en todo momento, él había defendido su inocencia ante sus captores, repitiendo, una y otra vez, que todo era un mal entendido propiciado por la envidia y la inquina de sus acusadores.
Don Medardo vivía solo en una casona que había sido el solar patrio de la familia. Cuando murieron sus progenitores, y como nunca se había mostrado dispuesto a contraer nupcias, vivió solo en esa mansión demasiado grande para una persona sola, pero en la que, poco a poco, fue cerrando habitaciones hasta que solo dejo útiles un dormitorio, su despacho donde pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a la lectura y a la escritura, un pequeño saloncito donde rara vez recibía alguna visita, un cuarto de baño, la cocina y la alacena, donde los miembros de la benemérita habían encontrado el cuerpo del delito.
En la casa también vivía Cándida, el ama de llaves, que ya servía en la casa cuando él nació y que ocupaba una pequeña habitación junto a la cocina, con un aseo para su uso particular. Todos los días, porque ella ya no podía hacerse cargo de todas las labores, venía a la casa Juliana, una joven muy hacendosa, sobrina carnal de Cándida, que se encargaba de la limpieza y principalmente de la cocina, para la que tenía grandes habilidades, cosa que siempre apreció don Medardo, que estaba encantando con la muy positiva mejora que sufrió la gastronomía de la casa, desde que llegó la nueva cocinera.
También, todos los días, a las 9,30 de la mañana, puntual como le gustaba al señor, llegaba Romualdo, su secretario, que se encargaba a revisar, trascribir y después digitalizar y organizar todos los escritos del historiador, que nunca había querido entrar en el conocimiento de la informática, porque aseguraba, que la historia, y sobre todo la de su familia, había de ser escrita con pluma estilográfica como era propio de su prosopopeya.
Romualdo, que siendo joven entró a colaborar con don Medardo, pronto se convirtió en su fiel e imprescindible colaborador, recibiendo, complacido, el aprecio y el agradecimiento de su amo, por su inquebrantable fidelidad, ya que en repetidas ocasiones había desdeñado trabajos mejor remunerados para continuar al lado de su maestro, que le había iniciado en la ciencia histórica y el amor por su tierra. 
Tanto es así que hasta rehusó el amor de una joven del pueblo que se había enamorado del joven amanuense, y que aseguraba que el culpable de ese desdén no era otro que el viejo historiador, del que el joven  debía estar algo enamorado.
Mucho después se supo que ella fue la autora de la denuncia ante la Comandancia, porque ya se sabe que los celos, y más de una mujer joven y despechada, son muy peligrosos.
La  acusación era grave. A don Medardo se le había acusado nada menos que de necrófago. En la denuncia se especificaba que en aquella gran mansión, había una pequeña habitación donde se ocultaban varios cadáveres de animales para después ser comidos por el denunciado.
El juez de guardia había firmado la orden de registro. El Comandante de puesto envió a sus mejores hombres porque era consciente de la posible repercusión mediática que podría tener la previsible detención de tan importante personaje local.
Efectivamente los agentes descubrieron el macabro habitáculo y encontraron allí los cadáveres, algunos ya desmembrados, por lo que no tuvieron más remedio que proceder a su detención, por ser ciertas las acusaciones.


Inventario detallado de los restos encontrados y confiscados en la alacena de la casa de don Medardo Entrerrios:


 - Dos liebres ya despellejadas y un conejo de campo recién muerto.
Una perdiz, aún con sus plumas y tres codornices (No se especifica si peladas o no)
- Un gallo de corral ya desplumado y un pato aún con plumas.
 - Diversas piezas (no se indica de qué parte del animal) de una vaca más bien pequeña. (Se desconoce dónde está el resto del cadáver)
- La cabeza, costillas y una paletilla de cordero recental.
 - Un jamón curado, salado y untado con pimentón, un pernil fresco, el costillar y algunos otros restos de un cerdo blanco.

Nota: Entre las piezas del cerdo se echan en falta las manos (Posiblemente para dificultar su identificación) La cocinera informa que las cocinó la semana pasada, con una punta de jamón, el codillo y un trozo de papada del mismo cerdo, en una fabada para el señor, quien, asegura ella, es muy aficionado a esta clase de comidas.

Firmado: El guardia primero. Rubricado.