lunes, 30 de julio de 2012

EL AMO CAPITULO XXVIII


Aunque se encontraba mayor, había cumplido ya los setenta años, se decidió a emprender este viaje que muchas veces había pensado. Aunque no era un viaje cómodo, su hijo la llevó hasta la estación del tren y cogió un billete de ida y vuelta para Recondo.
La mañana soleada hizo el viaje mucho más llevadero. El tren iba recorriendo los campos en los que ella había trabajado de pequeña, ayudando a sus padres. Los chopos y los álamos blanco serpenteaban por la vega siguiendo el curso del río que apenas si llevaba el agua suficiente para regar esas tierras, generosas con sus cultivos y bellas para ser admiradas a través de la ventanilla del tren. Cuando se acercaba al pueblo, lo primero que se divisaban eran los dedos alargados de los cipreses del camposanto. Detrás la silueta de la iglesia y las casas escalonadas en la falda del monte que descendía hasta la plaza.
Llegó a la estación de Recondo a eso del mediodía. En el tren viajaban tres arrieros que habían cambiado sus carros por este nuevo medio de transporte para llevar los odres de vino hasta Madrid. También habían subido en las estaciones de los pueblos algunos hombres y mujeres con las ropas de domingo, que irían a solucionar algún asunto oficial a Recondo que era la cabeza de partido de la comarca. Habían llegado ocho o diez hombres, en traje de faena, que no hablaban con nadie y solo cuchicheaban entre sí, con frases cortas e ininteligibles. Rosa pensó que debían ser estraperlistas, que iban al pueblo a por las mercancías sin que pasasen por los controles de la oficina de Abastos. Eran legumbres, harina, patatas y hasta alguna vasija de aceite. Los cargaban en sacos que luego iban tirando desde los vagones, antes de llegar a la capital, aprovechando las cuestas en las que el tren perdía velocidad. En el campo, varios hombres esperaban para recogerlos y ponerlos a buen recaudo antes de que las autoridades pudiesen confiscarlas.
Lo bueno que tenía Recondo era que allí la gente estaba acostumbrada a la llegada de muchos forasteros y nadie reparaba en ellos. Rosa no llamó la atención y nadie la llegó a reconocer. Bajó hasta la plaza que hacía tanto tiempo que no veía. Se admiró de la armoniosa combinación de las casas con sus soportales y balcones y la mole de la iglesia como un telón de fondo de un grandioso escenario teatral. Aunque lo había visto miles de veces siendo pequeña, nunca se había percatado de la belleza del conjunto.
Llegó al Solar. La puerta estaba abierta, como era costumbre en todas las casas del pueblo. Entró, cruzó el portal de la entrada y llegó al patio. No había nadie, espero unos segundos, y recordó cómo era costumbre llamar en el pueblo:
-¡Ave María Purísima!
Desde el corredor de arriba, se asomó la que debía ser una criada.
-¿Qué quiere?
-¡Buenos, días, busco a doña Margara!
-¿Quién es usted?
-Mi nombre es Rosario, pero posiblemente ella no me conozca; dígale que quiero hablar con ella, que es importante.
-¡Un momento!
El patio estaba limpio y era bonito. Tenía varias columnas de piedra que sustentaban el corredor de la planta alta. Había una banca y unas sillas bajo el corredor inferior, pero no había plantas ni adornos, como ella recordaba de la casa de sus señores.
Por la amplia escalera que daba al zaguán de entrada bajó doña Margara. Debía ser un poco mayor que ella, vestía también de luto riguroso, como ella misma; era aproximadamente de su misma estatura, pero bastante más delgada; peinada con el pelo recogido hacia atrás formando un moño en la nuca. Usaba anteojos y tenía la piel muy blanca aunque con muchas arrugas. Sus ojos eran pequeños y su mirada penetrante. Era una mujer que inspiraba temor y con ella cualquiera sabía inmediatamente que no se podía tener ninguna familiaridad.
-Buenos días, soy doña Margara, cual es su nombre y qué desea, me han dicho que era importante.
-Buenos días, mi nombre es Rosario Buitrago Martínez, aunque posiblemente usted pueda haber oído hablar de mí como Rosa; y he querido venir hasta Recondo para ofrecerle mi más sentido pésame por la muerte de su marido, don Nicomedes.
Doña Margara nunca podría haber reconocido a esa mujer como la Rosa, la querida de su esposo. Habían pasado demasiados años. Nunca habría asociado a aquella jovencita a la que conocía de sus tiempos en el colegio, con esta mujer tan mayor, aunque todavía mantenía el aspecto jovial y el porte vulgar de una mujer sencilla.
No podía haberla reconocido, entre otras cosas, porque nunca quiso saber nada de sus existencia, ni de sus relación con su marido; y mucho menos desde que él murió, porque desde entonces borró de su recuerdo cualquier cosa que le pudiese recordar este baldón en la vida de un hombre que debería de haber demostrado su rango y categoría de persona distinguida y respetada en Recondo.
Se quedó mirando a esa mujer que se había atrevido a venir a su propia casa para restregarle en su propia cara su existencia, y además con altanería y orgullo de su situación y de su relación con si esposo.
-Muchas gracias, Rosario, pero no puedo admitir el pésame de una persona que con su vida mancillado el honor de un honrado esposo y padre de familia, y no ha sido capaz de mantener su vergüenza oculta a los ojos de las personas decentes. Lo siento, pero no tengo nada más que hablar contigo.
-Pues lo siento, Margara, pero no vas a tener más remedio que escucharme, porque ya que no acepta mi sentimiento de dolor por la muerte de Nicomendes, debo decirte que eso es porque tú no has sentido lo más mínimo su falta. Yo sé muy bien lo que él ha representado para ti… Nada, como no haya sido la posibilidad de mantener una situación económica que tu familia había perdido, y gracias a tus malas artes y a las de tu madre, conseguiste engañar al pobre Nicomedes para que no tuviese más remedio que casarse contigo y así tú conseguir lo que te habías propuesto… No, no me interrumpas… Él me lo contó siempre todo… Tú nunca le quisiste, tú le despreciabas y tú, mejor que nadie, sabías que él era un pobre hombre enfermo de sus vicios y siempre sometido a tus órdenes…
-Tú no tienes autoridad para poderme decir a mí todas estas barbaridades. Tú no eres nada más que una furcia que también supiste sacar provecho de tu desvergüenza; tú eres la menos indicada para echarme en cara que fuese lista para sacar provecho de las bajas pasiones del pobre Nicomedes. Tú siempre serás una perdida y yo siempre seré una señora.
-Te equivocas, Margara. Tú nunca podrás ser una señora, porque a una señora se la respeta; a ti solo te tienen miedo. Tú como puede indicar tu nombre estás llenas de amargura y a tu alrededor sólo hay penas, envidias, venganzas y rencores. Tú nunca has querido a nadie, ni a tu marido, ni a tus hijos, ni a nadie. Tú sólo te has querido a ti, y todo lo que has hecho en esta vida ha sido para lograr tus propósitos y dominar a todos los que te rodean.
-Pero yo, por lo menos tengo la admiración y el reconocimiento de toda la sociedad de Recondo, yo me puedo pasear por sus calles y las gentes me saludan con respeto, yo soy alguien importante para todos… Tú en cambio, te tuviste que marchar de aquí, con la cabeza baja por la vergüenza; no has tenido el valor de volver, y nadie en el pueblo se volvió a acordar de ti; seguro que hoy nadie te ha saludado ni nadie te ha reconocido; tú, en realidad, no eres nadie…Y ¿Sabes lo que te digo? Que me das pena, que eres una mujer digna de lástima porque has tenido que sobrevivir de tus vergüenzas y de tu vida de ramera… Y si quieres que te diga, ni siquiera Nicomedes te quiso nunca… tú sólo eras para él la furcia que siempre estaba esperándole para hacerle las guarradas que a él le gustaban, pero nada más…Y tus hijos… a tus hijos no los reconoció nunca… tus hijos son… eso… unos verdaderos hijos de una puta… Realmente me  das pena… en esta vida nadie te ha querido…
-Creo que te equivocas, Margara. Nicomedes siempre me quiso, y siempre me lo demostró como él podía hacerlo… Él reconoció a sus hijos y dejó firmado que eran hijos suyos, y si no lo hizo en el juzgado es porque tu maldad se lo prohibió, porque él si quería hacerlo… El me contaba todo lo que apenaba su corazón, él me contaba todas sus aventuras y desventuras, sus anhelos y la mala vida que tenía que soportar a tu lado… Margara, tú sí tienes motivos para ser infeliz, tú has sido una desgraciada toda tu vida, porque aunque han tenido dinero, reconocimiento y aceptación por esta mezquina sociedad de Recondo, te ha faltado lo que más necesita una mujer, el cariño y el respeto de un hombre, y tú nunca tuviste su cariño ni su respeto, porque como bien sabes te engañó durante toda su vida, no conmigo, sino con todas las criadas de la casa, delante tuya, y con todas las mujeres que tuvo oportunidad, y eso lo conocías tú, lo conocía yo y lo que es más grave, lo conocía todo Recondo, por lo que tú has sido el hazmerreír del pueblo y de la comarca entera. ¡Caro te ha salido el ser la dueña del Solar!
-¡Fuera de mi casa! No permito que una vulgar mantenida de mi marido, venga después de su muerte a reírse de mí.
-Yo no me he venido a reírme de ti. He venido a decirte que te acompañaba en el sentimiento de pérdida por la muerte de tu marido… Pero ya veo que me equivoqué, debía haber venido a pedirte que me acompañases a mí en el sentimiento por la muerte de mi amante, de mi Amo, porque yo sí he sentido su muerte, porque yo sí le quise, porque él me quiso a mí durante toda su vida…
Y sí, me marcho de tu casa… Aunque algún día el Solar puede ser la casa de mi familia, la casa de los nietos de Nicomedes, la de los hijos de mis hijos…
El médico había llegado hacía unos minutos, puso la mano sobre su frente y tomó el pulso de la muñeca.
-La veo muy mal. ¿Cómo ha pasado la noche?
-Muy intranquila y con mucho desasosiego. Desde hace más de una hora parece que está delirando… Dice cosas que no se le entienden, pero en su cara se podía adivinar una clase de sonrisa, como si estuviera disfrutando de algo muy importante para ella. Ahora, cuando usted ha llegado, se ha quedo más tranquila.
A las seis y treinta y cinco de la tarde, Rosa, moría rodeada por sus hijos y sus nietos. Ahora, ya, descansaba en paz.