lunes, 16 de julio de 2012

EL AMO CAPITULO XXV

“En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
El Generalísimo Franco.
Burgos 1º abril 1939”

El Bando se había colocado en las puertas de muchas casas y de todas las dependencias oficiales. La radio lo repetía constantemente entre los acordes del Himno Nacional. Los militares en formación se paseaban por las calles más céntricas de la capital, saludando a la multitud, entre los vítores de una población que había vivido la angustia de una guerra cruel durante casi tres años. Todo el pueblo se había echado a la calle y todos festejaban el triunfo del ejército nacional.
La realidad es que no todos celebraban la llegada de las tropas sublevadas contra la República, pero ninguno de estos se atrevía a manifestarlo y procuraba pasar desapercibidos ocultándose en sus casas, sobre todo los que más se habían distinguido por su actividad política y los que habían colaborado estrechamente con las autoridades a descubrir a los enemigos de la República.
Las órdenes del Alto Mando militar eran claras y concisas: Había que evitar que huyese el enemigo. Era necesario detener a todos los que había colaborado voluntariamente con el ejército republicano. Las cárceles que se habían quedado vacías solo unas horas antes, ahora se volvían a llenar con los que habían sido los carceleros.
Durante las semanas siguientes se vivió un total caos de información. Las familias intentaban localizar a sus deudos. En todas las capitales de provincia se instalaron campos de detención donde eran llevados todos los militares que habían sido capturados después de la rendición del ejército republicano. Para ello se habilitaron las cárceles, las plazas de toros y todas las dependencias que tuviesen capacidad para encerrar a tantos detenidos. Se tomaba la afiliación de todos y se hacía una ficha en la que se de determinaba las mayor o menor implicación del preso, según la opinión de los que habían practicado la detención. A partir de esto, era el propio preso el que debía facilitar los datos de las personas o entidades que podían avalar que su pertenencia al ejército había sido obligada y que no tenían ninguna implicación política con los vencidos.
Por su parte las familias hacían todas las pesquisas posibles preguntando a los que iban llegando de los distintos frentes de batalla. También ese medio de comunicación era utilizado por los propios detenidos, cuando algún compañero era puesto en libertad, de modo que pudieran llegar las noticias hasta sus casas.
Los suegros de Genaro y su tío el canónigo, cuando se fueron restableciendo de la odisea pasada los últimos días, empezaron a mover todas sus influencias para saber su paradero. Por el deán de la catedral de Pamplona supieron que se encontraba en la cárcel de la ciudad y desde Madrid iniciaron inmediatamente los trámites para lograr su liberación. Intervino el mismísimo señor obispo que hizo gestiones con la Comandancia Militar de donde salió una orden autorizando la puesta en libertad del soldado Genaro Martínez Buitrago, que siete días más tarde llamaba a la puerta del número diez de la calle de Leganitos de Madrid, donde le abría una mujer que le pareció demasiado mayor y que se abrazo a él llorando de alegría. Venía acompañado de su mujer y traía en brazos al pequeño Nicomedes, que al principio le había extrañado mucho y no quería que le diese un beso.
Mercedes se había marchado a Recondo para ver cómo estaba todo por allí. Volvió a la siguiente semana y desgraciadamente sin ninguna buena noticia para su hermana.
Todos los malos presagios se habían confirmado. Habían aparecido los cadáveres de don Nicomedes y de las personas que habían desaparecido con él. Se habían celebrado las honras fúnebres y había sido enterrado en el panteón familiar del cementerio de Recondo.
Allí también se estaban buscando a los soldados que estaban en el frente. Allí también la represión contra los vencidos era implacable. Pero esta labor, era allí mucho más sencilla, porque todos se conocían y nadie podía esconderse. Todos los cabecillas republicanos habían sido detenidos inmediatamente, las mujeres que habían colaborado con ellos también habían sido encerradas en los salones de la Sociedad de Cosecheros, las habían cortado el pelo al rape y eran obligadas a fregar los suelos de las iglesias, conventos y dependencias municipales. A sus hijos pequeños les atendía el Servicio Social que se estaba organizando para atender las necesidades más urgentes del pueblo.
-Se dice por allí que doña Margara ha ofrecido una importante gratificación al que dé información de quienes mataron a su marido y a su hijo, aunque aún no ha aparecido su cadáver.
También en Recondo había un gran alborozo por la terminación de la guerra. Poco a poco estaban llegando los soldados supervivientes. También volvían las monjas de los conventos y los curas y los frailes que habían tenido que huir a principios de la guerra.
-Dicen que han muerto más de sesenta personas de Recondo durante la guerra.
Ahora en todos sitios había llegado el tiempo de pasar página y volver a la rutina anterior a lo que se había empezado a llamar “El alzamiento Nacional”.
Evaristo y Rosita habían prosperado durante la guerra con el cambio de actividad y ahora estaban en la mejor disposición para seguir con su negocio de abastecimiento de alimentos que seguía siendo uno de las principales carencias de la posguerra. Habían abandonado su pequeño pisito de la corrala y ahora vivían en una vivienda muy amplia y confortable del Paseo de las Delicias, muy cerca del Mercado de frutas y verduras.
Genaro y Emilita volvieron a su antiguo piso de la calle Toledo y volvieron a relanzar el negocio de cerería con sus cuñados, que les había cedido el padre, a partes iguales,  porque ya no estaba nada más que para llevar una vida tranquila junto a su mujer.
Rosa había entrado en un preocupante estado de abatimiento. Desde que se confirmó la muerte del Amo y perdió las mínimas esperanzas que aún tenía, perdió el apetito, apenas si hablaba y sólo quería estar en la cama, dormitando y sin ni siquiera atreverse a pensar. Su hermana había agotado todos los temas de conversación y ni los recuerdos de sus años de niñez en Recondo le animaban a salir de su ensimismamiento. Y ya ni lograba llorar, y eso fue lo que llegó a asustar a Mercedes que llamó a sus sobrinos para tomar alguna medida.
Rosita pensó que lo mejor era que se marchase con ella a casa. Allí podría sentirse útil; ella estaba de nuevo embarazada y así se podría encargar de la niña mayor y ayudarla a ella en las tareas de la casa. Genaro estuvo de acuerdo, y Mercedes pensó volver a Recondo porque de nuevo tenía trabajo en la casa de sus antiguos señores.
Ya en casa de su hija, Rosa se animó con la nieta que era la única que hacía que se alegrase su cara. No transigió en su decisión de permanecer de luto riguroso en recuerdo de su Amo y tenía decidido mantenerlo durante el resto de su vida.
Aunque vivía con su hija y su familia, ella procuraba aislarse y, a menudo, se encerraba en sus pensamientos buscando en los escasos recuerdos felices con el Amo, un antídoto para la pena que ahora la embargaba.
Y había veces que una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.