viernes, 15 de junio de 2012

EL AMO CAPITULO XVII


Pero el tiempo, al parecer, no parecía muy dispuesto a decir nada, y poco a poco se fueron apagando las aficiones policíacas de los vecinos. Lógicamente se terminaron las reuniones en el taller de costura del sastre de toreros, pero Rosa cogió un poco de confianza con el señor Emilio y un día pasó a visitarle. Lo había consultado con la señora Susana, y le había dicho que la mejor hora era a media mañana, que era cuando de mejor humor estaba.
- Pues mire usted, señor Emilio; disculpe mi atrevimiento, pero ya sabe que mi Rosita se ha hecho ya una mocita y ya no tiene edad para seguir yendo al colegio, porque ya sabe leer, escribir y sabe hasta dividir por tres… el caso es, sabe usted, que las cosas no están muy bien… y yo había pensado que si podría venir al taller para que al menos fuese aprendiendo un oficio. Ella es un chica muy callada y muy trabajadora… y además muy predispuesta para aprender… si usted le fuese enseñando a bordar… lo del sueldo ahora no es importante… lo principal es que ella, ya le digo, vaya aprendiendo un oficio… y yo se lo iba a agradecer mucho, señor Emilio.
El sastre sabía que estas cosas no funcionaban casi nunca, porque cuando eran conocidos, los aprendices se tomaban demasiadas confianzas y no los podía reprender si hacían algo mal. No obstante, la chica parecía espabilada y a la madre la había cogido aprecio… y más por su situación… porque aunque oficialmente estaba casada y su marido era marino, por lo que pasaba muchas temporadas fuera, ya todos en la casa sabían cual era el verdadero estado de la Rosa.
Así que a partir de primeros del mes siguiente, todas las mañanas salía Rosita de su casa para subir al segundo piso, con el firme propósito de aprender a bordar alamares para los trajes de torero.
El Amo había distanciado las visitas, aunque los ingresos en la cartilla del Monte de Piedad llegaban siempre puntuales, por lo que Rosa vivía con una cierta holgura y sin pasar las estrecheces a las que la gente humilde está acostumbrada.
Ahora, Rosa vestía de luto riguroso por la muerte de sus padres, que en menos de tres meses habían muerto los dos. El médico había dicho que de mucho vivir y mucho penar y es que realmente los dos habían tenido una vida llena de penurias y carencias y que al no haber tenidos hijos varones les impidió prosperar, porque era bien sabido que sólo habiendo abundancia de mano de obra se podía alcanzar prosperidad y la posibilidad de escalar otras posiciones sociales. Además se podía decir que habían tenido una vida demasiado larga, puesto que la esperanza de vida media era de unos treinta y cinco años, que aún era menor en las clases sociales más bajas.
Cuando Rosa recibió la noticia no pudo ir a Recondo, porque una de las cosas que le había prohibido el Amo desde que se casó con doña Margara, era que la viesen por allí, para evitar las habladurías y que se pudiese conocer su relación con su familia. Así que lloró en soledad la muerte de sus padres que sólo comunicó a la Julita y a la señora Susana.
La Rosita hacía progresos en su aprendizaje en el arte de los bordados, y el señor Emilio estaba muy satisfecho de la actitud de la muchacha, de su carácter callado y de su recato y docilidad. Genarín, como ya todos le llamaban en la vecindad, se criaba como un niño fuerte y despierto y la Rosa había pensó llevarle lo antes posible a la escuela de don Lorenzo, ahora que ya no tenía que pagar las clases de Rosita, y en ese curso había empezado el chiquillo su formación educativa, sin mucho entusiasmo, todo sea dicho. El bueno de don Lorenzo era lo que, por entonces, se llamaba un “maestro ciruela” que apenas reunía alumnos suficientes para garantizarse una vida medianamente decente y poder dar de comer a su mujer y a sus tres hijos, porque él estaba acostumbrado a las estrecheces y se conformaba con bien poco.
Pero de nuevo los vecinos volvieron a recordar la terrible muerte del señor Cosme, cuando varios funcionarios de la brigada policial empezaron a visitar con asiduidad la casa. No decían nada, no preguntaban nada. Se limitaban a entrar en el patio, tomar medidas de la altura de la ventana de la cocina del señor Cosme. Subían al rellano del primer piso y escrutaban cualquier rendija, cualquier desperfecto de la puerta.
Volvieron de nuevo pasados unos días, pero esta vez visitando uno a uno a cada vecino del edificio. Sólo preguntaban si habían visto algo ese día; si desde entonces habían notado algo extraño en el comportamiento de alguno de sus convecinos. Aseguraban que no se sospechaba de nadie en el edificio y que estos interrogatorios eran sólo rutina para ir descartando sospechosos.
Visitaron todos los pisos del inmueble, incluso el taller del bajo del señor Justino y la bodega del señor Severiano. Ahora, parece ser, buscaban si alguno tenía una escalera que fuese lo suficientemente alta para llegar a la ventana del señor Cosme desde el patio interior de luces del edificio. Sólo en el taller de zapatería había una que se utilizaba para alcanzar los pares de zapatos que se almacenaban en unas estanterías de madera que llegaban hasta el techo.
Pero seguían sin dar ninguna pista a los intrigados aficionados a investigadores, que habían vuelto a reunirse uno o dos días en casa del sastre, pero sin llegar a ninguna conclusión, aunque ahora ya no eran los hijos los únicos sospechosos.
Dos semanas después, una mañana temprano, llegó una dotación de policías que tomaron la puerta del edificio. Dos entraron al portal y bloquearon las escaleras de subida. Después llegó el Inspector Páez acompañado por otro policía de paisano que debía ser de la brigada secreta. Dos policías más entraron bloquearon la entrada de los dos locales comerciales. Llamaron a la puerta del taller; salió a abrir el señor Justino, que por su cara se podía deducir que sabía a ciencia cierta a lo que había venido la policía.
Sólo unos minutos más tarde, Servando, el segundo de sus hijos, salía esposado y acompañado por los dos policías que acompañaban al inspector.


Al día siguiente ya conocían todo lo ocurrido. El muchacho, había confesado todo. Sabía por el propio señor Cosme que tenía el dinero en casa, aunque se llevó una buena sorpresa cuando vio la cantidad. Nada menos que tres mil cuatrocientas veinte pesetas, la mayoría en monedas de oro y plata, que escondía en una bolsa de tela azul que guardaba en una lata metálica que a su vez había puesto en un doble fondo de uno de los cajones del armario. Subió por la escalera de mano hasta llegar a la ventana de la cocina que no tenía ningún sistema de seguridad. Él lo conocía perfectamente porque lo veía todos los días. Hasta había probado con anterioridad si era posible acceder a la vivienda desde allí.
Ese día salió del taller con su padre y sus hermanos, pero volvió pasada la media noche. Nadie le vio llegar, ni nadie, después le vio salir. Se había puesto una capucha con un antifaz negro;  colocó la escalera debajo de la ventana y subió sigilosamente. Dio un golpe seco en el cristal que se rompió cayendo algunos trozos al suelo de la cocina, pero nadie pareció oír nada. Si no se despertó con este ruido, él pensaba que el viejo no se despertaría, y tenía toda la noche para encontrar el escondrijo del dinero. Buscó por todo el piso sin éxito, por lo que pensó que debía estar en el dormitorio. El señor Cosme dormía en la cama y fue tanteando el armario, sacó la ropa con mucho cuidado de no hacer ruido, sacó los cajones y en el grande de la parte de abajo advirtió que tenía un doble fondo. Fue cuando quitó la tabla que cubría ese fondo cuando despertó el viejo. Se asustó mucho, medio en penumbra y con una reacción bastante irracional, se abalanzó sobre el ladrón. El muchacho le empujó y el viejo cayó hacia atrás y se golpeó con la cama. Quedó petrificado cuando observó que le salía mucha sangre por la nuca. Cogió la bolsa sin saber realmente lo que contenía. Se dirigió a la puerta de entrada que tenía las llaves puestas en la cerradura. Abrió, las tiró al suelo, descorrió el cerrojo, tiró de la puerta cuidando que no diese portazo y bajo con sigilo las escalera. Salió al patio, retiró la escalera, entró en el taller y se sentó, desfallecido por la tensión y los nervios, en la mesa en la que él trabajaba todos los días arreglando zapatos.
Entonces se dio cuenta del dinero que tenía en sus manos y se asustó aún más de lo que estaba, sabiendo que había matado a ese pobre hombre. Escondió su botín en un agujero que ya había preparado en un rincón del taller, debajo del material y se fue a su casa, sin que nadie viese ni sospechase nada.
Sabía que no podía delatarse por cambiar de hábitos y gastar más dinero que de costumbre, por eso decidió que no lo utilizaría hasta que no se hubiese olvidado todo el asunto. Pero cometió dos errores. Uno motivado por su impaciencia, porque cambió una de las monedas de oro a un prestamista para tener dinero suelto con el que poder darse algún capricho con los amigotes y correrse una aventura con una furcia a la que tenía echado el ojo en una mancebía de la calle Postas.
Y el otro, que fue el que le llevó a ser descubierto, fue su desconocimiento de los nuevos métodos científicos que estaba empezando a utilizar la policía científica. La ciencia dactiloscópica. Para hacer el robo había previsto taparse la cara y la cabeza, pero no se había preocupado de ponerse unos guantes en las manos. Por desgracia para él, sus huellas habían quedado marcadas en los cristales de la ventana y en algunas superficies planas de los muebles. Como era una ciencia todavía en experimentación, la policía decidió no actuar de inmediato porque no tenía una muestra con que comparar las huellas, y decidió esperar.  Fue entonces, cuando el prestamista que era confidente policial, les habló de una moneda de oro que había llevado un joven, que además demostraba un cierto nerviosismo.
El muchacho fue juzgado, encontrado culpable y condenado a morir a “garrote vil”; porque, como, decía el señor Braulio, en estos tiempos se castigan preferentemente, y a veces con penas excesivas, los delitos contra la propiedad; precisamente porque «el mayor crimen contra la propiedad es no tener propiedad»
La Rosa, se lo repitió a su hija una y mil veces.
- Hija, hay que ser honrado, porque, al final, el que hace mal, lo termina pagando.