viernes, 20 de abril de 2012

EL AMO. CAPITULO IV


El señorito era de su misma edad, uno de los mejores partidos de Recondo y el pretendiente ideal para todas jovencitas, o al menos para todas las madres, no solo del pueblo sino de toda la comarca. Aunque no se podría decir que fuese guapo, sí tenía un buen tipo, era simpático y además era rico. Muy rico. Su padre, don Esteban Gómez Fominaya era, posiblemente, el mayor contribuyente del pueblo y uno de los más importantes de la comarca. Aunque no venía de una familia hacendada, con su boda con doña Elvira Carretero Hidalgo, que aportó una buena dote al matrimonio, formaron una pequeña fortuna que les sirvió como base para ampliar sus posesiones, gracias a la oportunidad que les brindó la desamortización de las tierras que había pertenecido a los frailes agustinos y las de los condes del lugar, a las que pudo acceder gracias a la buena información que le proporcionaron sus contactos en la capital y los espléndidos regalos que hizo llegar a los responsables de las plicas.
Desde que a mediados de siglo había comenzado el proceso desamortizador iniciado por Mendizábal y continuado por Madoz, el matrimonio Gómez Carretero supo ir seleccionando las mejores tierras que salían a subasta  y terminó por hacerse con un patrimonio envidiable y envidiado por todos sus convecinos, que no disponían de efectivo suficiente para poder acceder a las antiguas propiedades del clero y de la nobleza que se ponían a disposición del mejor postor para intentar llenar las menguadas arcas del país. 
Fue una práctica normal entre todos los terratenientes del pueblo. Aunque don Esteban fue el que mejores tierras consiguió también su cuñado Enrique supo moverse con astucia para conseguir buenos lotes de tierras. Las normas de la desamortización determinaban que sólo se podía acceder a la compra de tierras con dinero en metálico. Así, sólo los más ricos tenían la oportunidad de hacerse con ellas. Al no permitirse el fraccionamiento del pago, los agricultores que estaban labrando estas tierras en aparcería no tuvieron ninguna opción de hacerse con ellas. La justificación era que la situación de auténtica bancarrota de la hacienda pública motivada por las guerras y el despilfarro de los políticos y la realeza necesitaba urgentemente una inyección de efectivo. De esta forma, los que tenían buenos contactos y liquidez suficiente, consiguieron verdaderas gangas que les sirvieron para alcanzar o mantener su situación privilegiada en la sociedad.    
Pero además don Esteban y doña Elvira también habían sabido aprovechar las oportunidades que se le presentaban cuando algún rico venido a menos tenía que malvender sus tierras o sus casas para subsistir. Así, además de su gran patrimonio en tierras de labor, reunieron un importantísimo patrimonio urbano. Aunque tenían a su disposición las casas familiares de los dos cónyuges, se hicieron con otras tres mansiones en Recondo, que habían pertenecido a familias de abolengo y varias casas pequeñas que tenían arrendadas y que les daban unos buenos réditos a lo largo del año.
También habían ido adquiriendo, como inversión, algunos inmuebles en la capital situados en zonas céntricas y con previsibles plusvalías a medio plazo. Uno de ellos, el de la calle Leganitos, era el que habían decidido que ocupase la Rosa, cuando su hijo la dejó preñada.
Se casaron algo mayores y estuvieron varios años sin descendencia. Nicomedes llegó cuando estaban apunto de perder las esperanzas. El tenía treinta y siete años y ella los treinta y cinco, y cuando llegó el niño supuso la culminación de todos sus anhelos y ambiciones porque ya tenían el heredero de todo su gran patrimonio y la perduración de sus apellidos.
Y, como no podía ser de otra forma, el pequeño Nicomedes creció con todos los cuidados y con todos los caprichos imaginables. Hablaron con don Ceferino, el señor cura Párroco para que se encargase personalmente de la educación de su primogénito y con don Anselmo el maestro que se encargaría de enseñarle todos los conocimientos necesarios para poder desenvolverse en la vida de los negocios y en la administración de su hacienda.
Cuando el muchacho llegó a la pubertad se negó en redondo a continuar con las charlas del señor cura, que por otra parte comunicó a sus progenitores, que era incapaz de domeñar el caprichoso carácter de su discípulo. En cambio don Anselmo estaba muy satisfecho de los progresos de su alumno que estaba bien dotado para las matemáticas y sobre todo para comprender los rudimentos de la economía, porque decía que estos conocimientos sí le podrían ser útiles en la vida real.
Nicomedes, que había heredado el nombre de un tío abuelo materno que había destacado por sus aficiones literarias; como por su rango y alcurnia no podía dedicarse a ningún trabajo manual, y como no había heredado de su antepasado su afición a las letras, no tenía más ocupación que comer, dormir, holgar y pasar largas horas en el casino, haciendo solitarios con las cartas y participando en las tertulias, en las que siempre tenía un destacado protagonismo, por su facilidad de palabra y los conocimientos de la retórica que había sido lo único que había aprendido con el bueno de don Ceferino.
Él tenía bien claro cual era el principal valor que presidiría su vida: Hacer siempre su santa voluntad. Gozar de la vida y darse todas las satisfacciones que pudiese, que para eso Dios había querido que naciese en una casa de alcurnia y con un gran patrimonio.
Y a eso había dedicado su, hasta ahora, corta vida. Le había iniciado en los placeres de la carne la Eloisa, criada de la casa desde ya hacía varios años, que además de las tareas de limpieza atendía las demandas del señor en necesidades más personales, tareas para las que estaba mejor dotada y más predispuesta. El chico por entonces posiblemente no habría cumplido aún los doce años. Eloisa era la encargada de hacerle el aseo personal y una mañana que le estaba enjabonando, empezó a hacerle bromas con sus atributos masculinos mientras los manipulaba con habilidad y desparpajo. El niño reaccionó ostensiblemente y ella, que estaba sentada en un asiento bajo, junto al barreño donde le hacía el aseo, se desabrochó la blusa y acercó sus pechos al muchacho hasta que la naturaleza terminó de culminar su excitación fisiológica, con gran satisfacción para Nicomedes y con el alborozo de la criada que rió a carcajadas su ocurrencia.
- Esto no se lo debes decir a nadie, o no lo repetiremos nunca más.
Y como no se lo dijo a nadie, periódicamente la criada buscaba la oportunidad para satisfacer al joven amo, iniciándole en nuevas prácticas que también a ella le reportase alguna gratificación. El hecho es que el jovencito Nicomedes, en unos años, se fue convirtiendo en un experto en las artes amatorias que pronto quiso experimentar con otras mujeres, empezando, lógicamente, por las que tenía más a mano en su propia casa.
Don Esteban adivinó lo que estaba ocurriendo, pero pensó que no era malo que su hijo disfrutase de los placeres que le brindaba la naturaleza y era mejor que lo tuviese en casa a tener que buscarlo fuera, donde podría ser peligroso y coger alguna infección. Sólo recomendó a la Eloisa que no le enviciase demasiado, no fuese a ser que se volviese tontito, porque había escuchado en el casino que un exceso en la actividad sexual podría disminuir el seso a los niños. Ella le aseguró que sabría dosificarse y que le garantizaba que el muchacho tendría una juventud placentera, como correspondía a un jovencito de su rango y categoría. Doña Elvira nunca se llegó a enterar, porque de haberlo hecho se habría opuesto enérgicamente, porque su esmerada y estricta formación religiosa no podía transigir con esta clase de prácticas libidinosas contrarias al buen gusto y a una formada conciencia cristiana, como la que se podía esperar de la Presidenta de las “Damas del Sacratísimo Corazón de Jesús.
En realidad el sexo era su único vicio. No era demasiado comilón ni aficionado al juego. Se sabía controlar en la bebida y como el sexo lo tenía en casa y era un secreto para la mayoría, su fama en el pueblo era el de un joven educado, instruido, amable y poco dado al jolgorio y a la diversión. Es decir, que poco a poco se fue labrando esa fama que le hizo ser el soltero más codiciado entre las familias de la élite de Recondo.
Sin embargo, su condición de sátiro sí era suficientemente conocido por el personal del servicio. En la casa servían, Justina, que ejercía como ama de llaves, la Eloisa, la más antigua de las criadas que no había querido atender a las demandas de matrimonio que había recibido de un mozo del pueblo, porque decía que ella vivía mucho mejor en la casa de los señores, donde no le faltaba de nada. Otras dos criadas jóvenes, encargadas de la plancha y de ayudar en la limpieza, que ahora eran Rosita y Mercedes; Ramona, la cocinera, y dos o tres sirvientas que trabajaban a tiempo parcial, cuando las necesidades de trabajo así lo requerían. El ama de llaves, la cocinera y las dos criadas vivían en la casa, y tenían sus habitaciones en la planta baja, junto a la cocina, el cuarto de la plancha y las alacenas. También vivía en la casa Eugenio, el mayordomo y administrador que tenía su habitación en la primera planta. Debía tener ya cerca de los cincuenta años, permanecía soltero y no se le conocía ninguna relación femenina. Permanecía en la casa durante todos los días de la semana, a excepción de sábados y domingos, que eran sus días libres, y que indefectiblemente se trasladaba a la capital. Por último, el mozo de mulas ocupaba una habitación junto a las cuadras.
Los señores y el señorito, ocupaban los dormitorios con vistas a la calle en la primera planta donde también estaba el salón, el gabinete donde la señora recibía las visitas y el despacho de don Esteban que tenía entrada desde el corredor, con un gran ventanal al patio de la casa.
La casa tenía un zaguán de entrada que daba acceso a un patio cuadrado con columnas de piedra que lo rodeaban, formando un corredor inferior en la planta baja y otro superior desde el que se accedía a las habitaciones principales. Desde el zaguán también partía una amplia escalera con peldaños de madera y pasamanos de hierro fundido, con dos tramos y un gran descansillo intermedio por la que se accedía al piso principal.
En la segunda planta estaban las cámaras, las trojes y el pajar, aunque el acceso a estas dependencias se hacía por una empinada escalera desde la corraliza que estaba en la parte posterior de la casona.
En el centro del patio había un pozo con brocal de piedra sobre el que había una garrucha de hierro que se utilizaba para sacar el agua con cubos atados a una gruesa maroma. Era una casa similar a la mayoría de las grandes mansiones que había en Recondo, casi todas ellas construidas a mediados del siglo pasado, por los allegados a los Condes que se fueron asentando en el pueblo, y que con el tiempo pasaron a manos de los terratenientes, cuando los nobles se fueron trasladando a la capital.
Estaba en la calle llamada del Convento porque, antiguamente, allí estuvo el antiguo monasterio de las monjas franciscanas descalzas antes de que en el siglo XVII lo trasladasen a su nueva ubicación.