lunes, 20 de junio de 2011

LA AMANTE


A las cinco inició pausadamente el ritual. Ya había colocado el mantel y la vajilla. La cubertería de plata y las copas de cristal que él le había traído de un viaje a Praga. Un candelabro con dos velas aromáticas que encendería cuando él llamase a la puerta. Dejó en el giradiscos el viejo vinilo con los éxitos de los setenta en el que Salvatore Adamo le animaría a ponerle sus manos en la cintura. 
La ducha fue larga, casi ceremoniosa; después impregnó todo su cuerpo con aceite balsámico. Colocó sobre la cama la ropa interior que se había comprado para su cumpleaños pensando en este día. Luego decidió que sería mejor no ponerse nada debajo del vestido de seda que también estrenaba hoy.  A las siete menos cuarto encendió un cigarrillo mientras pasaba revista a los más mínimos detalles. Todo tenía que ser perfecto y él siempre era puntual.
No podía creérselo pero hacía ya dos años.  Ella siempre había dicho que lo suyo era vocacional, porque a los cuarenta y cinco había empezado a pensar que su soltería ya no tenía remedio. Sin embargo, aquella tarde, después de la comida de navidad que daba la empresa, sin saber cómo se encontró sola en aquel bar tomando la penúltima con Miguel, ese compañero más que cincuenton, medio calvo y siempre algo desaliñado, que le confesaba no ser feliz con su mujer. No podía decir que nunca se hubiera fijado en él, pero siempre había respetado su matrimonio. Esa misma noche, posiblemente por las copas, se encontró en la cama con aquel hombre que le declaraba un amor que nunca había percibido en las interminables jornadas de trabajo, aunque sus mesas estaban frente a frente desde hacía más de veinte años.
Y se enamoró. Vivieron un amor sincero pero callado, más bien disimulado, del que nadie se percató. Esa noche era su aniversario y quería preparar una celebración muy especial. Ni más ni menos que la que él se merecía. Miguel no se podía esperar lo que ella le preparaba.
De vuelta a casa había pasado por el super para comprar los últimos detalles. El día anterior ya había preparado lo más importante. Tuvo que revivir sus ya casi olvidados conocimientos culinarios para confeccionar el menú. Como aperitivo, una crema de melón con virutas de ibérico, después una vieira a la plancha con “mousse” de boletus, una sopa de almejas de carril con piñones y una merluza en salsa verde con camarones de la ría de Arousa. De postre un dulce de limón sobre teja de almendra que había preparado ella misma. Para beber había puesto en el frigorífico dos botellas de “Moët de Chandón”, porque la velada se podía alargar. 
Aunque hacía tres meses que pensaba dejarlo, encendió otro cigarrillo. Estaba nerviosa. Sin saber por qué se acordó de Matilde, la mujer de Miguel. La conocía desde que entró en la oficina y habían coincidido en algunas ocasiones. No era guapa, pero en público era cariñosa con su marido. Él le aseguraba ahora que en casa era distinto; que apenas se arreglaba y que ya no le hacía caso; que las relaciones se habían espaciado tanto que ni había sospechado lo suyo. No quería pensar en ella, pero no lograba quitársela de la cabeza. 
- Miguel le habrá dicho que tenía que salir a cenar con unos clientes, que han venido fuera para firmar un contrato y ella se lo habrá creído. Miró el reloj. Las siete y cuarenta y dos, y habían quedado a y media; será el tráfico, pensó. 
Todo estaba en orden, pero lo comprobó de nuevo... el tocadiscos, las velas... se puso unas gotas de perfume en el cuello... eran las siete y cincuenta y ocho.
Cuando se acostó la primera vez con Miguel ya no era virgen, pero casi. Solamente lo había hecho con un novio, demasiado inexperto que tuvo cuando era muy joven, y de aquello no guardaba muy buen recuerdo. No acertaba a determinar si fue por este fracaso o por la estricta formación religiosa que le había dado su familia, el caso es que nunca le perdonó que no hubiese respetado su inocencia y terminó por dejarle. Durante mucho tiempo vivió desengañada de los hombres, no sentía ninguna atracción; llegó a pensar que podía ser lesbiana, pero tampoco le atraían las mujeres. Se centró en el trabajo donde colmó todas sus aspiraciones personales. Tenía bajo su mando a cinco empleados a los que trataba con deferencia, pero siempre procuraba dejar bien claro quien mandaba. En las reuniones de amigas presumía de no estar predestinada para lavar los calzoncillos a un marido. Ahora, con Miguel, todo había cambiado. Él era experto y delicado, sabía hacer bien las cosas. Siempre la sorprendía con esos pequeños detalles que a ella tanto le gustaban. Ahora ya no podría pasar sin sus caricias. 
Eran las ocho y veinte. Se asomó a la ventana y el tráfico era fluido. Encendió el último cigarrilo de la cajetilla. Volvió a mirar el reloj, eran las ocho y veintidós... 
De nuevo la imagen de Matilde rondándo por su cabeza. Ella no tenía la culpa de nada. Posiblemente no sospechaba nada; a lo mejor estaba totalmente ajena a lo que le estaba ocurriendo... O sí lo sabía y disimulaba. Seguro que sufría, pero no quería organizar un escándalo para no lastimar a sus hijos. Y mientras ella, aquí, preparando una fiesta sin sentir ningún remordimiento.Todavía no se explicaba cómo al principio, pudo desoir su conciencia, cómo no tuvo ningún escrúpulo para destrozar un matrimonio, cómo pudo abdicar de todos sus principios. No se había atrevido a decírselo a sus padres, y no paraba de repetirse que también ella tenía derecho a la felicidad. Lo de Miguel era otra cuestión. Ella era libre, pero él no. Había dado su palabra a una mujer de amarla hasta la muerte y además tenía tres hijos... No, él no había sido consecuente con sus promesas ni con sus responsabilidades... 
Se decidió a llamarle al móvil, aunque a él no le gustaba. Estaba apagado o fuera de cobertura. Incluso marcó el número de su casa pero colgó inmediatamente sin decir nada cuando oyó la voz de su mujer. No sabía qué hacer. Si había tenido una accidente, ella sería la última en enterarse. No podía hacer nada. Sólo esperar.
Tenía puesta la televisión pero se podía concentrar. Apenas resistía un par de minutos sentada en el sofá. Se le estaba arrugando el vestido y pensó que sería mejor quitárselo. Cuando se desvistió ante el espejo, no se conoció,  se vio fea y se avergonzó de su cuerpo desnudo, se puso rápidamente el camisón de franela y la bata. Esta sí era su imagen.
- ¿Le habrá pasado algo? Su mujer estaba en casa... a lo mejor él también estaba allí. Habrá surgido algún imprevisto que le ha impedido salir...
 Los pensamientos se iban sucediendo vertiginosamente, haciéndose cada vez mas incoherentes.
- Él no tenía derecho. No ha sido honesto con ella. Había jurado amor para toda la vida y no le importó traicionarla. No, Miguel no había sido honesto con su mujer... ni responsable con sus hijos. Un hombre cabal nunca se comporta así. ¿Cómo estaba tan ciega para no darme cuenta? 
Ahora lo tenía diáfanamente claro, se había aprovechado de ella sólo para satisfacer sus más bajos instintos y estaba absolutamente segura que no llegaba porque se había arrepentido. 
- Las ocho y cincuenta y siete. Ahora se lo estará diciendo a su mujer; se lo estará confesando todo... Seguro que ella le perdona, porque las mujeres siempre terminan perdonando... 
Rebuscó por todos los cajones pero no encontró ninguna cajetilla de tabaco. Tampoco en los bolsos que iba volcando sobre la cama. No tuvo más remedio que refrescarse la cara sin importarle el maquillaje. Cuando se miró en el espejo le asustó la mirada de odio que vio en sus ojos. Era el único sentimiento que ahora tenía por Miguel. Sonó el teléfono. Corrió hasta el salón, pero sólo fueron dos tonos de llamada. 
- ¿Diga?
Habían colgado y la llamada era de un número oculto.
- ¡Es un cobarde! No se atreve a dar la cara... ahora estará riéndose de mí...
Se dejó caer sobre el sofá aún con el teléfono en la mano. 
-¿Pero qué me está pasando? ¿Me estoy volviendo loca? Seguro que cuando llegue, todo tendrá una explicación lógica... tengo que serenarme...
Eran las once y cincuenta y dos; hacía dos horas que lloraba desconsoladamente, arrebujada sobre la cama, cuando el sueño y la angustia la vencieron. 
El no había venido. La causa sólo podría paliar o agrandar el dolor, pero mañana ya nada sería igual. Hoy se había cerrado un corto paréntesis de sólo dos años.