jueves, 5 de mayo de 2011

LA VERDADERA HISTORIA DE LA VIRREINA DEL PERU Y CONDESA DE CHINCHON.

Un relato corto. Nos encontramos en Perú cuando Doña Francisca, esposa del Cuarto Conde de Chinchón D. Luis Jerónimo, que había sido nombrado Virrey, enferma de paludismo. Ante la oposición de la medicina oficial, una india nativa suministra a la Virreina una pócima que se venía utilizando en su tribu desde tiempos inmemoriales. El mundo civilizado descubre "la chinchona".
También nos encontramos una breve reseña sobre las obras de ampliación del Monasterio de las Madres Franciscanas Clarisas, que se habían iniciado bajo el patrocinio de los terceros Condes de Chinchón Don Diego Fernández de Cabrera y Bobadilla y Doña Inés de Pacheco.


Año 1638
Doña Francisca Enríquez: La Santa Virreina.

El calor sofocante de la selva amazónica había debilitado la salud de la esposa del Virrey. El contraste de aquellas temperaturas con las de la árida estepa castellana era demasiado grande.
Cuando el cuarto Conde de Chinchón, don Luis Jerónimo es nombrado, por el Rey de las Españas, Capitán General y Virrey del Perú, le acompaña su segunda esposa Doña Francisca Enríquez de Rivera.
La situación de la Colonia no era precisamente tranquila ni apacible. Las constantes expediciones punitivas contra los araucanos, la dedicación continua a sus tareas de gobierno, los trabajos de fortificación de el Callao, su dedicación a la Armada, y, sobre todo, las expediciones de exploración del rió Amazonas, una de las cuáles consiguió llegar desde la Ciudad de Quito hasta la misma desembocadura, ocupaban todas las horas del Conde, quien, demasiado a menudo, tenía que ausentarse de su residencia.
Doña Francisca, de carácter bondadoso, se había ganado no sólo la confianza sino también el afecto de los que ella llamaba "sus indios". Se ocupaba personalmente de sus necesidades y sobre todo de enseñar a leer y escribir a los pequeños. De alguna forma tenía que llenar las interminables horas de soledad, cuando su marido pasaba largas temporadas alejado de ella, con motivo de sus obligaciones oficiales.
Aunque el palacio que habían construido para residencia del Virrey reunía unas condiciones mínimas de confort y salubridad. Las extremas condiciones climatológicas y la falta de higiene en los nativos que realizaban las tareas culinarias solían hacer mella en la salud de los que llegaban a aquellas tierras.
Aunque la Virreina en persona se había esforzado en trasmitirles la importancia de lavar todos los alimentos con agua del manantial y nunca con el agua remansada del rió antes de consumirlos, no siempre conseguía transmitir la importancia de sus indicaciones y que estas medidas eran de suma importancia para conservar la salud.
Y ella misma, aunque siempre había tenido una gran fortaleza, terminó por enfermar. Empezó con una desgana que le hizo abandonar las tareas diarias que se había impuesto.
En aquellos días de postración recordaba, sobre todo, el sosiego y la piadosa tranquilidad de los claustros del Monasterio de las Madres Franciscanas, Hijas de Santa Clara, que había sido fundado inicialmente por los primeros Señores de Chinchón, los Marqueses de Moya.


Antes de abandonar Chinchón para trasladarse al nuevo Mundo, pasaba muchas horas con la Madre Abadesa supervisando las obras de ampliación que se habían iniciado unos años antes, cuando los padres de su esposo, los Terceros Condes de Chinchón, hicieron una nueva fundación para dotar al Monasterio de capacidad para treinta y tres religiosas, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Concepción.
Le parecía estar viendo la gran edificación, al final del casco urbano, por la parte que mira al poniente, con sus muros de ladrillo y mampostería cajeada. En el costado, la portada de piedra dintelada con una hornacina de ladrillos y el escudo de los Condes de Chinchón, que también se había colocado en la entrada de la clausura.
Cuando partió se había terminado ya la nave del templo con pilastras toscanas y arcos de medio punto con bóveda de cañón con lunetos y un crucero con la cúpula rebajada. Al pié se estaba construyendo el coro que tendría acceso por la clausura.
En aquella época en Chinchón, ya se inició en lo que después sería casi una constante: el acostumbrarse a que su esposo tuviese que ausentarse, con demasiada frecuencia, para dedicarse a sus altos cometidos políticos.
El estado de decaimiento de la Virreina devino en una alarmante subida de temperatura. Los médicos no acertaban a bajar las fiebres que iban debilitando, de día en día, a la señora.
Don Luis Jerónimo canceló todos sus compromisos para quedarse junto al lecho de su segunda esposa. Todos los síntomas de la enfermedad hacían presagiar que se había infectado con el paludismo y las medicinas de que disponían nos eran efectivas.
Consuelito, la doncella de doña Francisca, se acercó.
- Mi Señor, a mí me gustaría poder ayudar a sanar a la Señora.
- Gracias, Consuelito, lo único que puedes hacer es rezar a Dios como ella te ha enseñado.
- Usted disculpe, mi Señor... pero en mi poblado , cuando alguien tiene esas fiebres, se hace una cocción de una planta que llamamos quinina... y da muy buenos resultados...
El bueno del Virrey apenas si le hizo caso, ensimismado como estaba en sus sombríos pensamientos. Pero, ante la insistencia de la fiel servidora, mandó llamar al médico y le pidió que hiciese las oportunas averiguaciones.
El diagnóstico del facultativo fue totalmente negativo. A su juicio cualquier medida, sin una verificación científica, podría acarrear consecuencias imprevisibles.


Pasaban los días y la salud de la esposa del Virrey de España se iba resquebrajando de tal modo que todos empezaron a temer por su vida. Meses atrás don Luis Jerónimo había enviado una carta a la Abadesa del Monasterio de las Madres Franciscanas Clarisas de Chinchón rogándole sus oraciones por la salud de doña Francisca, por lo que estaba seguro que todas las monjas, desde la lejana España, estarían elevando sus plegarias para su pronta curación.
Aquella noche, cuando todos se retiraron a descansar, la fiel Consuelito se deslizó hasta las dependencias de la Señora, Portaba una jarrita de barro con una poción que siempre habían usado sus antepasados para curar estas fiebres.
- "Mamacita", aunque el señor médico y su esposo no quieren, yo le traigo esto que le va a curar de su mal.
La suma debilidad a que había llegado la Virreina no le permitía decir palabra, pero con un leve movimiento de sus ojos animó a la india y bebió el contenido de la jarra que le acercaba a los labios.
La noche la pasó tranquila y a la mañana siguiente el médico se jactaba del buen resultado de las cataplasmas que le había puesto la tarde anterior.
Durante las noches siguientes se repitieron las dosis de la medicina que la sirvienta se ocupaba de suministrarle a hurtadillas y los progresos en la salud de la Señora ya no los podía justificar el galeno por sus "milagrosas" cataplasmas que la enferma se había negado a soportar.
Fue ella misma quien se encargó de comunicar a su esposo la causa de su mejoría y a partir de ese momento se le empezó a suministrar en dosis y cadencias más adecuadas, de acuerdo con los hábitos curativos de los nativos. Los resultados fueron espectaculares: la Virreina se recuperó en pocas semanas y su esposo se pudo ocupar de sus obligaciones oficiales.
Doña Francisca quiso que ese remedio que le había salvado la vida fuese dado a conocer a todo el mundo. Pidió al médico, que ya había admitido su falta de perspicacia, que hiciese un estudio detallado de la planta, de la preparación de la infusión, de las dosis convenientes y de su posología.
El informe le satisfizo. En el galeón que partía de Perú al mes siguiente, con destino a Sevilla, el Virrey enviaba un dossier completísimo, redactado por don Diego Carrasco, su médico personal, en el que se daba a conocer una planta, que los nativos llamaban quinina, y que tenía unas propiedades curativas asombrosas para tratar de las fiebres palúdicas y que había salvado la vida a su esposa, doña Francisca Enríquez de Rivera, Virreina del Perú y Condesa de Chinchón.
El descubrimiento se extendió rápidamente por toda Europa. Años después, Linneo en su catálogo de plantas medicinales, la bautizó como "Chinchona" en honor de la ilustre paciente: nuestra querida Virreina.

Nota: Este relato lo escribí hace unos años y posteriormente realicé un trabajo de investigación histórica titulado "De cómo intervinieros los Condes de Chinchón y Virreyes del Perú en el descubrimiento de la Quina" del que he informado ampliamente en este blog. En este trabajo histórico encontré datos que difieren con esta dramatización histórica en lo referente al descubrimiento y divulgación de la quina. Ya queda dicho en el trabajo histórico y he considerado no modificar este relato en el que prima el aspecto romántico y novelesco.