sábado, 17 de abril de 2010

LOS VELOS DE LA MEMORIA. CAP. III

III

Seis meses más tarde.
Tenía razón doña Clotilde, y en este pequeño pueblo, donde nunca pasaba nada, todo continuó sin ningún cambio apreciable en la vida cotidiana de aquellas gentes. Al menos aparentemente. Los trabajos de recolección de los cereales; la siega y la trilla, había absorbido el quehacer de todos, que se mostraban ajenos a los avatares políticos que se estaban produciendo en el resto del país. Los sermones desde el púlpito de don Filomeno habían sido menos impetuosos de los que muchos hubieran deseado y el viejo cura procuró mantenerse al margen de las luchas políticas del pueblo. Su relación con el maestro siempre había sido cordial y aunque últimamente se habían distanciado sus encuentros, se tenían que seguir viendo cuando participaban en el Consejo Local de Primera Enseñanza, creado por las directrices de política educativa de la República, al que pertenecían ambos, junto con un representante del Ayuntamiento, el médico y tres padres de familia. Por estos encuentros, y muy a su pesar, se estaba convirtiendo en el coordinador de las fuerzas republicanas de Recondo y, guardando las oportunas precauciones, la sacristía era el lugar donde se intercambiaban consignas e informaciones. Aunque no siempre sus opciones políticas habían sido tan progresistas.
Había llegado al pueblo hacía casi seis lustros, después de ser coadjutor tres años en una parroquia de la capital. Tenía entonces veintiocho años y no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de lo que su nueva feligresía esperaba de él. Durante los primeros meses de estancia en el pueblo tuvo que aceptar las invitaciones de las principales familias de Recondo que pugnaban por sentar a su mesa al curita joven para hacerle ver la honda religiosidad del pueblo, gracias al esfuerzo y buen ejemplo de las familias principales que siempre habían estado al lado de la Iglesia y de sus sacerdotes. Él pertenecía a una familia de aparceros agrícolas, pero de una honda y sentida religiosidad, donde siempre habían presumido de haber tenido un tío sacerdote, que había llegado a ser canónigo en la catedral.
El pequeño Filomeno era un niño dócil y obediente aunque algo enclenque y poco dotado para los esfuerzos físicos. Sin embargo tenía grandes aptitudes para aprender en el colegio y era siempre al que preguntaba el maestro, cuando quería presumir de lo bien formados que estaban los niños que iban a su escuela. Con estas características no fue raro que don Escolapio, el señor cura, hablara con sus padres para que fuese a estudiar al Seminario. Los padres de Filomeno, que también eran conscientes de las cualidades del niño, se sintieron alagados por la propuesta del cura pero adujeron que no disponían de posibles para darle estudios. Gracias a las influencias del párroco, la señora viuda de un piadoso terrateniente del pueblo se comprometió a sufragar los gastos de la carrera eclesiástica de tan prometedor aspirante. Marchó al Seminario de la capital donde no defraudó las expectativas de su mentor, de sus padres ni de su benefactora. Todos los veranos volvía a su pueblo serrano donde ayudaba a su padre en los trabajos de recolección, hasta que a los veinticuatro años fue ordenado sacerdote por el señor obispo en una solemne ceremonia en la que ofició como madrina su benefactora, a la que agradeció públicamente su ayuda para haber podido conseguir su sueño de ser sacerdote. Aquel niño dócil y obediente, se había convertido en un joven amable y poco dado a la confrontación, y siempre dispuesto a ser condescendiente con las faltas de sus feligreses y a comprender las debilidades de la condición humana.Siempre mantuvo una estricta rectitud de conciencia y era inflexible a la hora de enjuiciar su propio comportamiento, muy al contrario de cuando tenía que juzgar los actos de sus semejantes con los que se mostraba comprensivo y predispuesto a justificarlos.
Cuando todavía era joven, apenas unos años después de su llegada a Recondo, tuvo una grave crisis de fe motivada por las tentaciones con el maligno puso a prueba su castidad. Una joven que frecuentaba la iglesia y que colaboraba asiduamente en la catequesis de la parroquia, se había ido convirtiendo en una obsesión que le llegó a perturbar de tal manera que tuvo que acudir al vicario para desahogar su alma y su conciencia. Solo así, después de unos largos ejercicios espirituales y de mortificar su cuerpo con ayunos y cilicios, logró echar fuera de sí la imagen pecaminosa de aquella joven, totalmente ajena a su drama, de la que se había valido el demonio para poner a prueba su vocación.Antes, había tenido que poner en práctica todas sus dotes diplomáticas, para no ofender a dos de las más importantes familias del pueblo. Resulta que el hijo de los Gómez Pastrana había dejado embarazada a una joven de buena familia y querían celebrar la boda con toda la pompa que correspondía a una familia de tan alta posición económica y social. Ello suponía romper con la tradición no escrita de que esas bodas se debían celebrar en la intimidad y sin hacer ostentación del motivo de la urgencia de los esponsales. Logró convencer a los padres con más facilidad de lo que había previsto, gracias a la colaboración de la familia de la joven que siempre demostró una especial predisposición para colaborar. Pasaron los años y, aunque siempre estuvo predispuesto a mostrar su agradecimiento a los señores que siempre se habían portado tan bien con él, no podía olvidar el origen de su familia y cómo le era difícil compaginar las enseñanzas del evangelio que apostaba por el amor y ayuda a los pobres, con las prácticas de opresión y desprecio de los derechos de los trabajadores que eran las que regían en el pueblo. Por eso, iba procurando espaciar lo más posible las invitaciones de los señores principales de Recondo, con la enérgica oposición de su hermana que se había acostumbrado a la favorable acogida que había tenido en la alta sociedad del pueblo. Eloisa, su hermana, era dos años menor que él y su familia había decidido que debería quedarse soltera para ser el ama de su hermano el cura. Cuando llegaron a Recondo, no le faltaron pretendientes, pero ella había asumido su papel y desestimó todas las peticiones que le fueron llegando, aunque nunca renunció al estatus social que le brindaba ser la hermana del párroco.
Don Filomeno pronto se había dado cuenta de la doble moral que reinaba entre sus feligreses, que tenían perfectamente deslindado lo que era la vida pública que no admitía ni el más mínimo reproche, y la vida privada, totalmente ajena a la fiscalización de los demás. Dicho de otra forma; lo verdaderamente importante era cumplir con los mandamientos de la Santa Madre Iglesia: como oír misa los domingos y comulgar por Pascual Florida, que cumplían escrupulosamente, porque eran mandamientos sociales que delimitaban claramente donde estaban los verdaderos hijos de la Iglesia.
Lo de cumplir los mandamientos de la ley de Dios, como lo de no robar, mentir y desear la mujer del prójimo, eran preceptos que sólo obligaban a título personal y, por tanto, no importaba tanto su cumplimiento, siempre que los demás no se enterasen... más que nada por no escandalizar a sus deudos y subordinados que ya se sabe no tienen la formación suficiente para saber distinguir las sutilezas de las leyes divinas. No obstante, él no podía tener ninguna queja, porque todos le demostraban su afecto y generosidad. Nunca faltaban en la casa del señor cura el aceite, el vino, los huevos, las frutas y las verduras de la temporada, ni los chorizos, el tocino y morcillas en tiempos de las matanzas, que él procuraba compartir con los más necesitados del pueblo sin que se enterasen los donantes, que no verían con buenos ojos que los mejores productos que habían seleccionado para el párroco fuesen a parar a esos muertos de hambre.
Con el paso de los años, el bueno de don Filomeno había conseguido eso tan difícil de caer bien a casi todo el mundo, aunque ahora, ya a sus años, se había vuelto un poco cascarrabias y solía ser más severo a la hora de poner las penitencias en las confesiones, aunque nunca pasaban de los dos padrenuestros y las tres avemarías.
Pero vamos a dejar al señor cura confesando a sus feligresas, para volver a nuestros protagonistas. En casa de doña Margara todo continuaba con la rutinaria placidez de costumbre, ahora con más tranquilidad, si cabe, por las calores del verano, que hacían a todos un poco más perezosos. Todas las tardes, cuando la sombra llegaba al corredor del patio, la madre, sus dos hijas y las criadas, se sentaban con sus labores. La pequeña Petronila estaba haciendo el ajuar de su dote; ahora una preciosa mantelería con bordados de Lagartera. Sacramento se afanaba en terminar unos nuevos visillos, de encaje de bolillos. A doña Margara le gustaba el ganchillo y preparaba unos pañitos para encima de las mesillas de noche. A ella le hubiera gustado hacer un gabancito para el bebé de su hija, pero no lo decía para no hacerla daño. Las criadas se encargaban de zurcir la ropa vieja.
-Anda, Tomasa, sube la jarra de limonada que he dejado en la escalera de la cueva, que ya estará fresca. Hay que atajar como sea este calor...
-Madre, tengo que comprar más hilo azul, porque con lo que me queda no voy a tener para terminar la mantelería...
- Doña Margara, ¿Sabe ya por qué se marcho la Juanita? Parecía tan contenta en la casa y se marchó sin decir nada... ¡Qué raro! ¿Verdad?
- Pues no lo sé, Jacinta, no lo sé. Mandé recado a su madre y sólo me dijo que la necesitaba en su casa porque ella no se encontraba bien... A mí también me pareció raro que se marchase así...
- Señorita Sacra, ¿ha visto las nuevas enaguas que hay en el escaparate de la mercería de la Paquita? Con esas sí que le iba a gustar al Señorito José... Seguro que traían ya al heredero....
-No seas descarada, niña... un poco de respeto...
- No se preocupe, madre... no pasa nada.... Pues sí, Emilita, si he visto las enaguas del escaparate... y no las necesito para gustar al señorito...
Y así iban transcurriendo las tardes enfrascadas en una charla animada en la que se iban repasando todos los chismes que se oían en el pueblo.
- ¿A que no sabéis a quien ha dejado preñada su novio?
- Cuenta, cuenta…
- No sé, me tenéis que prometer que no se lo vais a decir a nadie… porque a mí me lo han contado en secreto…
- Lo juramos… ¿verdad? No se lo diremos a nadie…
- A la Estrella, la de la tía Felisa…
- Pero si no tendrá más de dieciséis años…
- No, todavía no los ha cumplido… y dicen que su padre está dispuesto a echarla de casa…
- No será para tanto, seguro que terminan casándose, porque Miguelito, su novio, trabaja en la tenería, y gana un buen sueldo para mantener a una familia.
- ¡Cómo está la juventud de ahora!, ¿verdad, doña Margara?
- Tienes razón Tomasa, no sé donde vamos a llegar…
- Pues no es la primera ni será la última que se case por las prisas…
- Eso pasa hasta en las mejores familias… - Bueno, basta ya… vamos a dejar los chismes y vamos a rezar el rosario, que falta os hace rezar un poco más, en vez de contar guarradas…
Las muchachas no tuvieron más remedio que hacer caso a doña Margara, que sacó su rosario de palo de santo que le habían traído de Roma, bendecido por el mismo Papa, dejó a un lado la costura, se santiguó y empezó:
- Misterios gozosos del Santísimo Rosario, primer misterio…
A doña Margara le gustaba rezar el rosario, porque mientras repetían rutinariamente las avemarías, podía dejar volar su imaginación para pensar en sus cosas y sobre todo en su casa. Siempre, cuando rezaba el rosario, se recreaba recorriendo cada rincón de esa casa que ella siempre llamó "El Solar" Y ahora así la conocen todos en el pueblo.
Es el símbolo del poder de los Gómez Pastrana. Doña Margara siempre presumía de que era una casa blasonada. Perteneció, allá por los últimos años del siglo XVIII, a la familia de los Mendoza. En ella vivió don Genaro Mendoza y López del Villar que fue secretario particular del señor conde y ejerció de Alcalde ordinario de la villa. El esplendor de la mansión llegó hasta la guerra de la independencia, cuando la brigada polaca, al mando del Mariscal Víctor, arrasó casi todo el pueblo. La casa quedó maltrecha, aunque el escudo de su portada resultó milagrosamente intacto. Luego pasó la propiedad a los antepasados de doña Margara, quienes tuvieron que desprenderse de ella cuando su declive económico les obligó a venderla.
Ella todavía recordaba cuando, de pequeña, su abuela le enseñaba a bordar, allí sentada en el corredor, como ahora estaban, mientras le contaba las historias gloriosas de sus antepasados que habían llegado a ser validos del mismísimo rey y le decía que algún día ella sería la heredera de todo aquello. Entonces era demasiado niña y no llegaba a comprender por qué habían tenido que dejar aquella casa para marcharse a vivir a otra mucho más fea y más pequeña y recordaba cómo su abuela no dejó de llorar desde entonces hasta que murió un año después. Cuando creció supo que su abuelo había sido un jugador y había ido despilfarrando toda su hacienda. Aunque nunca llegó a confesarlo, aquel día, cuando salió de la casa, de la mano de su madre, se prometió que algún día volvería como dueña de la que, desde aquel momento ella empezó a llamar "El Solar"; porque había oído a alguien decir que esa casa había sido siempre el "solar patrio".
Los compradores, así lo quiso el destino, fueron los padres de Nicomedes y ella pudo cumplir su sueño cuando se caso con él. Ahora es una casa señorial de recia construcción, con un zaguán de entrada y un patio porticado de gruesas columnas de piedra. En el centro, un granado centenario que cubre con su sombra todo el patio. Una escalera de piedra, ancha y tendida, con un pasamanos de hierro forjado terminado en una lustrosa bola dorada, da acceso a un corredor abierto, orientado al poniente, donde tomar el sol en las tardes soleadas de finales de la primavera y formar la tertulia en las noches de los ardientes veranos. Varias puertas de cuarterones de madera cierran la gran sala y las habitaciones nobles de la casa. Las dependencias de los servicios de cocina, las caballerizas, las leñeras y las habitaciones del servicio están en la planta baja, donde los señores también se han reservado un amplio salón con una gran ventana enrejada a la calle que les sirve de comedor y sala de estar y donde don Nicomedes recibe a los aparceros cuando tiene que ajustar las cuentas de los distintos esquilmos, y doña Margara organiza las tertulias con sus amigas en invierno. En este salón hay un aparador de nogal en el que se guarda una vajilla de la Real fábrica de La Granja, de doce servicios, que perteneció a su abuela y una cristalería de Bohemia que fue el regalo de boda de un notario amigo de sus suegros. Una sillería estilo imperio de madera de cerezo tapizada en crespón granate, con un sofá y dos sillones y la mesa de comedor con seis sillas que son también de madera de nogal haciendo juego a una vitrina donde están expuestas las piezas más valiosas de su colección de platería.
En la pared, sobre el sofá de la sillería, están los retratos de los señores, en dos marcos iguales de madera de caoba que miden cerca de un metro de alto. Son dos fotografías realizadas por un fotógrafo de la capital que se desplazó expresamente hasta Recondo porque doña Margara estaba convaleciente del parto de la pequeña Petronila.
El señor, aparece sentado en uno de los sillones del salón, con un terno de color claro, y con su bastón en la mano; ella con una mantilla negra de blonda, con un broche de brillantes en el cuello para recoger la mantilla y una gran medalla de la Virgen de la Amargura colgando de una cadena de oro. A ella le gusta mirarse en el retrato porque dice que el fotógrafo había sabido captar la seriedad y la bondad que eran los principales rasgos de su carácter. Pero lo que el fotógrafo, como casi nadie, no había captado, era su altanería y su capacidad de manipular a todos los que tenía a su alrededor ni, mucho menos, su capacidad de odio hacia los que ella declaraba sus enemigos.
En la parte trasera de la casa, una amplia corraliza con acceso directo por unas grandes puertas a una calle posterior, con una morera, una higuera y dos manzanos. Las cuadras para las cuatro mulas, los dos burros y los tres caballos. En un rincón de la misma cuadra, dos cortes o pocilgas en las que siempre había dos o tres cerdos que suministraban carne suficiente para todo el año. Allí están los corrales para las gallinas, una conejera y un pequeño palomar con los nichos de teja para los nidos y varios orificios redondos por donde entran y salen las palomas. El palomar no estaba antes. Lo había hecho construir doña Margara porque siempre le habían gustado las palomas, que aunque era verdad que ensuciaban los patios, eran la imagen del mismísimo Espíritu Santo. En el centro de la corraliza, un profundo pozo con brocal de piedra labrada que proporciona agua suficiente para abastecer todas las necesidades de la casa. Sobre el brocal hay una reja redonda de forja que le tapa totalmente y contaban que estaba allí puesta desde hacía mucho tiempo porque el hijo de una criada cayó al pozo y allí murió ahogado; de eso se acordaba doña Margara aunque había ocurrido cuando ella era muy pequeña. También hay un amplio porche donde se cobijan un carro y el tílburi que utiliza el señor para recorrer sus fincas. Toda la casa había sido totalmente rehabilitada y ya no quedan vestigios de los destrozos que ocasionaron los franceses a finales del año 1808.
A la izquierda, según entras al patio, está la bajada de la cueva. Tiene escalones altos y empinados, por lo que, para bajarlos, es necesario agarrarse al pasamanos de madera que hay en la pared de la derecha. Cuando has bajado los doce primeros peldaños, hay un pequeño descansillo donde la escalera cambia de dirección. Bajas ocho más y ya estás en la cueva. Es una galería abovedada de más de cincuenta metros de larga, tres de ancha y cerca de dos metros de alta. Aunque está horadada en la piedra, cada tres metros hay arcos de ladrillos rojos que actúan de contrafuertes. A los lados de la galería principal hay varias oquedades con pequeñas tinajas de barro, algunas de las cuales están rotas y todas ellas sin utilidad desde ya hace muchos años; cuentan que desde que se eliminó la alquitara, quedó en desuso la bodega y se abandonó la elaboración de vino en la casa. Ahora se utiliza como fresquera; allí se almacenan las patatas y las frutas, y en las escaleras de la entrada se colocan en verano las botellas de vino y el botijo del agua, para que la bebida esté siempre fresca. Algunas de las tinajas se usan como silo para guardar la cebada de las caballerías. La escalera de la cueva siempre había sido el lugar de castigo para los niños, cuando desobedecían las órdenes de sus mayores o hacían alguna trastada de cierta consideración; y allí se había pasado tardes enteras el pequeño Nicolás que había llegado a coger la costumbre de esconderse en la cueva aunque no estuviese castigado. Ahora la casa es también la residencia de Sacramento y su marido. José Galán, había sido mozo de mulas de la casa. Muy bien parecido y simpático, aunque un poco bobalicón. La niña se encaprichó de él y aunque los padres se opusieron en principio terminaron por acceder, porque a pesar de su hacienda no había demasiados pretendientes para sus hijas. Y como decía doña Margara… "El dinero ya lo tenemos nosotros"
En el pueblo supuso una noticia que acaparó los comentarios en las tertulias durante varios meses, por lo que suponía de ruptura en las costumbres de los ricos que únicamente emparentaban con los de su mismo rango o capital. Todos consideraron que él había dado un buen braguetazo y desde su matrimonio ascendió a la categoría de capataz ocupándose de los asuntos agrícolas con su cuñado. Habían pasado ya dos años desde entonces; ella debía andar por los treinta y uno y él había cumplido los treinta, pero no llegaba el deseado heredero del "Solar".Mientras las mujeres terminaban el día haciendo labores, los hombres pasaban las horas en el casino. Don Nicomedes salía de casa después de la siesta, para tomar el café y la copita de anís, echar la partida de dominó y preparar la tertulia con don Marcial, el médico, don Mariano el boticario y don Atenodoro, el administrador de Correos. Luego se unía el señor Alcalde y, a veces, también el señor cura. Nicolás y José lo hacían cuando terminaban la jornada, a eso de la caída de la tarde, pero ellos no solían participar en la tertulia, sino en jugar unas partidas de mus o de tute.
Todos volvían a las diez de la noche en verano y a las ocho en invierno, que eran las horas fijadas para la cena. Después se formaba la charla familiar hasta que llegaba la hora de ir a la cama. Desde lo de la república, las tertulias del casino habían tenido un tema monográfico. Ya se habían barajado todas las posibilidades políticas posibles. La mayoría pensaba que esto no podía durar demasiado porque el Ejército no iba a permitir el desorden, que según decían los periódicos que llegaban a Recondo, se estaba adueñando de todo el país. Luego, poco a poco, se fueron dejando estos asuntos para volver a los temas cotidianos de la vida social y económica o a los simples rumores que siempre corrían por el pueblo.
Una de aquellas tardes, don Nicomedes tuvo que aceptar dos invitaciones de don Andrés Segovia y de don Emilio Torres, que estaban celebrando la compraventa de una finca. Fueron dos copitas más de anís, que añadidas a las tres que se solía tomar todas las tardes, hicieron que su lengua se desatase más de lo que la compostura y el buen gusto podrían aconsejar. No se percató de la presencia del nuevo camarero y fanfarroneó delante de sus amigotes:
-No veáis cómo está la Juanita... la que habla con el chico de la Genuina... Parece poquita cosa pero tiene unas tetitas que están para comérselas...
- ¡Cuente, cuente...don Nicomedes...!
Y ante el ánimo que recibía de su entusiasta auditorio fue contando la que era su última "hazaña" erótica, cuidándose de adornarla con los detalles más escabrosos y omitiendo las partes que hubieran dejado en entredicho su virilidad.
- Y es que ella no sabía lo que era estar con un hombre de verdad... Ya le dije yo: "Pequeña, ya verás como te gusta"... y claro que le gustó... aunque ella no lo iba a reconocer... Pero yo sé que le gustó... porque lo vi. en su cara... Lo malo es que luego llegó mi mujer, se enteró de todo y la tuvo que despedir... porque esta juventud de ahora va por ahí provocando... y luego pasa lo que pasa...
Así, empezó a ser de dominio público la causa por la que doña Margara había tenido que despedir a la chica de los "Melitones", aunque la realidad es que aquel día la joven, cuando se quedó sola, recogió las pocas cosas que tenía en el "Solar" y se fue a su casa para no volver más, a pesar de lo bien que venía a la familia el pequeño sueldo que le pagaban.
Llegó llorando a su casa, y con un gran moratón en el ojo izquierdo. No tuvo más remedio que contar a su madre todo lo ocurrido. A causa de los efectos del bofetón del viejo, también se enteró el novio que, en principio, tuvo serias dudas en admitir que ella no había tenido la culpa de que se propasase el señor.
- Me tienes que contar todo lo que pasó. A saber lo que tú habrás hecho, porque todas las mujeres sois unas putas.
- Te lo juro, Felipe. Yo no hice nada. Ya sabes lo que cuentan de él. Es un cerdo, que me cogió desprevenida mientras hacía la cama de su alcoba... Yo no hice nada para provocarle... además no pasó nada... llegó el señor Alcalde y no pasó nada... mira el moratón de mi ojo... me pegó porque no pudo hacer nada...
- No sé, no sé... si tú lo dices... pero no me quedaré tranquilo hasta que no te examine la señora Petra, la partera... A ver si no has querido hacer nada conmigo... y ahora él te ha desvirgado... y si no eres virgen, yo no me caso contigo... Hasta ahí podíamos llegar...
Y Juanita tuvo que visitar a la señora Petra, para que certificase que todavía seguía siendo virgen, sólo así se quedó tranquilo Felipe y consintió en seguir la relación.
A la tarde siguiente, cuando las mujeres habían formado la tertulia mientras cosían en el corredor, fue Tomasa, la que se atrevió a contárselo a doña Margara.
- Señora, ayer en el casino, don Nicomedes dijo que usted había tenido que despedir a Juanita porque ella había provocado a su marido...
- ¿Cómo va a decir eso el señor? Seguro que tú no te has enterado bien, que estás ya un poco sorda...
- Que no, doña Margara, que lo estaba contando en la carnicería la mujer del camarero del casino, que se lo había contado su marido, y que el señor dio detalles para demostrarlo... dijo que la Juanita tenía un lunar debajo de uno de los pechos... y parece que es verdad...
Doña Margara, hasta entonces, no había llegado a saber a ciencia cierta, aunque podía presumirlo, por qué se había marchado de casa Juanita.
Esa noche no dirigió la palabra a su marido durante la cena, y se fue a la cama quejándose de un inoportuno dolor de cabeza. Entró en su dormitorio y cerró por dentro el cerrojo de la puerta. Los hijos, barruntando las previsibles consecuencias, también se retiraron a sus habitaciones sin que esa noche se llegase a formar la tertulia. Don Nicomedes se figuró la causa de la desbandada general y dedujo que su familia ya conocía sus fanfarronadas del casino; pero no tenía ganas de polémica y como la noche era agradable cogió la botella de aguardiente y un plato con pestiños que había en la alacena y se acomodó en la banca del corredor. A eso de las once y media había dado buena cuenta de los pestiños y ni el más optimista se atrevería a decir que la botella de aguardiente estaba ya medio llena. Con la mente en la nebulosa de su semiinconsciencia decidió que era la hora de acostarse, porque pensó que su mujer debía estar ya durmiendo. Pero la puerta estaba cerrada.
-¡Abre, Margara, que te has dejado echado el cerrojo!
Pero nadie contestó.
-Ya estás abriendo la puerta inmediatamente, o la tiro a patadas…
Su mujer no estaba dormida pero no tenía ninguna intención de abrir la puerta, así que optó por no dar señales de vida. Las voces aumentaron en volumen y los golpes en la puerta se sucedieron hasta que se hizo daño en la mano derecha.
- Me voy a cagar en "to" lo divino... ¡Abre de una puta vez!
Los hijos tampoco se habían dormido esperando el desenlace, pero ninguno de ellos se atrevió a salir por temor a pagar las consecuencias.
Diez minutos después, los golpes en la puerta y las imprecaciones fueron bajando en volumen y en frecuencia y a la media hora el sopor del sueño y los vapores del aguardiente le aconsejaron que debía desistir de sus deseos.
Como aún hacía buen tiempo, decidió acostarse en la banca del salón de la planta baja, y al día siguiente, muy de mañana, preparó su maleta y se marchó a la capital; al pisito que desde hacía ya casi treinta años había puesto a Rosa, su amante de toda la vida, a la que solía visitar de cuando en cuando.
FIN DEL CAPÍTULO.El cuarto capítulo el próximo sábado, día 24de octubre.
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