lunes, 28 de agosto de 2017

SEMBLANZAS DE CHINCHÓN XXX. LA MATANZA DEL CERDO.


30.-La matanza del cerdo en Chinchón. (Costumbres)

Antaño en Chinchón, cuando llegaba el invierno, estábamos en tiempos de la matanza del cerdo, que tenía una gran importancia en la gastronomía, en la alimentación e, incluso, en la economía del pueblo. Uno de los capítulos del libro "Cocina tradicional en Chinchón" recientemente publicado, estaba dedicado íntegramente a la matanza del cerdo, y allí se recogía un testimonio muy valioso para poder entender mejor este acontecimiento que tenía mucho de rito. Es una entrevista con Santiago Ávila, quien amablemente se ofreció a contestar a las preguntas y aportarnos sus vivencias que ahora transcribimos, en lo que se tituló:

Santiago, el último matachín.

Tiene ochenta años y aún conserva el porte y el talante de cuando a eso de las siete y media de la mañana, desde primeros de noviembre - el día 3 es la festividad de San Martín - hasta finales de febrero, cogía la capacha con sus ganchos y sus cuchillos, se colocaba el mandil de carnicero de rayas verdes y acompañado de la Conchi, su mujer, enfilaban las empinadas cuestas de Chinchón para hacer la matanza del cerdo.

Santiago Ávila aprendió el oficio, desde muy pequeño, de su madre, Mercedes Aguado, más conocida como la “Ricota” quien, a su vez, lo heredó de la suya, Isabel García que desde el último tercio del siglo XIX se dedicaba a estos menesteres. Ahora disfruta contando sus recuerdos y sus anécdotas:
“Yo estaba predestinado para ser matachín. Nací a las cinco de la tarde, y esa misma mañana mi madre había matado dos marranos”

Cuando se casaron, nos dice, en el año 1952, cobraban 5 duros por cada matanza, lo que equivalía a dos jornales de un hombre - a 10 pesetas cada uno - y otras 5 pesetas por el jornal de la mujer.

Él había empezado a ayudar a sus padres cuando terminó la guerra. Por entonces se hacía la matanza en la mayoría de las casas de Chinchón; ellos llegaron a matar hasta tres cerdos al día, y calcula que se matarían más de 250 cada año. También se dedicaban a este noble oficio, entre otros, el tío Florentino - el mudillo - y la tía “Maragata”, así conocida por proceder de aquellas tierras leonesas.

Los cerdos se cebaban en las casas con los desperdicios de las comidas, con el destrío de frutas y hortalizas y con el salvado de moler el trigo y la cebada. Se solían comprar pequeños, a primeros de año, cuando a la Plaza llegaban grandes piaras de cerdos, blancos, negros y algunos “coloraos”. Eran más apreciados los negros porque, además del sabor, tenían más cantidad de tocino, lo que representaba un mayor aporte de calorías. También se compraban, ya en el mes de septiembre, cerdas provenientes del mercado de Carranque, para terminar de cebarlas en las casas.

Se preferían las hembras, porque daban menos problemas, ya que a los machos había que caparlos cuando tenían dos o tres meses, porque si se les mataba siendo varracos las carnes tenían un cierto sabor desagradable.
La costumbre generalizada de criar los cerdos en las casas y hacer después la matanza duró hasta los años sesenta. Después fueron cambiando los tiempos, y poco a poco se fue abandonando. El último que mató fue en el año 1998, estando ya jubilado, como favor a un amigo. Ahora, ha legado sus utensilios de trabajo con su capacha al Museo Etnológico de Chinchón, como reliquias de un pasado no demasiado lejano, pero que no volverá.

“Tenían que pedir turno para hacer la matanza. El día antes no se daba de comer al cerdo y tenían que preparar el esparto para quemarlo, las especias y cocer dos arrobas de cebollas para hacer las morcillas”.

Empezábamos muy temprano, y en la mayoría de las casas se hacía fiesta. Incluso en algunas nos recibían con repápalos, rosquillas y una copita de anís”.

El matachín o matarife - a él le es indiferente cómo le llamen - no se limitaba sólo a matar al cerdo, sino que dirigía la preparación de todas las conservas que se hacían.

Lo primero era la preparación de las morcillas. Una vez que se mataba al animal había que mover la sangre para evitar su coagulación. Se limpiaban los intestinos gruesos que tenían una longitud de unos 15 metros y se procedía a hacer la mezcla:

A la sangre, a la cebolla y a la manteca picada del cerdo, se añadía las especias: Orégano, pimentón dulce, un poquito de pimentón picante, canela, alcaravea, ajo machacado, un poquito de clavo y sal. La mezcla se introducía a mano en la tripa, se ataba con una tramilla, y se ponía a cocer en una caldera de cobre sobre unas trébedes. La cocción duraba unos 15 minutos. Se pinchaba la morcilla con una aguja y cuando no salía sangre sino grasa, estaban listas para proceder a su secado colgadas en el techo de la cocina, junto al fogón.

“Mi madre, decía: Cuentes o no cuentes, 25 morcillas salen de un vientre”.
Por la tarde, después de la comida que era el centro festivo del rito de la matanza, cuando se había recibido el visto bueno de las autoridades sanitarias, se empezaba a preparar el resto de los productos:

Para las longanizas se picaba el lomo, una de las paletillas y los recortes del tocino. Para ello se utilizaba una máquina cortadora de forma cilíndrica marca ELMA, con tres grapas de salida de diferentes tamaños, según el grosor de picado que se quisiese, y otra grapa más, terminada en embudo, que después serviría para llenar los 25 metros, aproximadamente, de la tripa fina del cerdo.
Una vez picada la carne, se le añadía pimentón dulce, y picante al gusto, pimienta negra molida, orégano con ajos machacados, un poco de vino blanco y sal; con esto teníamos el chorizo rojo. Para el chorizo blanco, la mezcla de carne se aliñaba con nuez moscada, pimienta negra molida, ajo y sal.

“Aunque cada uno tenía sus medidas, a mí me gustaba poner 20 gramos de sal y 32 de pimentón dulce por cada kilo de carne”

Estas mezclas se dejaban reposar durante dos o tres días y entonces se procedía embutirlas en el intestino delgado del cerdo, formando las longanizas, que una vez atadas, se colgaban junto a las morcillas para su secado.

Con la cabeza del cerdo se hacían los chicharrones. Se quitaban las orejas que, junto con los manos del cerdo, se empleaban para las judías; se partía por la mitad y, una vez que se quitaban los sesos, se cocía con ajos, sal y laurel. Se deshuesaba y se hacía trozos pequeños, se añadía pimienta negra, canela y se terminaba de sazonar; se rehogaba con aceite y ajo y se vertía en unos moldes que eran latas redondas de escabeche con agujeros, se colocaba peso encima para que desprendiese toda la grasa y a los pocos días ya se podía utilizar, generalmente para los almuerzos o las meriendas en el campo. “Había costumbre de ofrecer las manos del cerdo para la almoneda de San Antón, como agradecimiento por haber salido bien la cría y matanza del cerdo”.

El tocino se cortaba en grandes trozos cuadrados, se cubría con sal gorda durante 21 días y una vez limpiado se colocaba en unos cajones de madera para almacenarlo en un lugar fresco y seco de la casa. Un procedimiento similar se hacía con los huesos del espinazo que después se utilizaban para el cocido y las lentejas.

Las costillas se ponían en adobo en una orza de barro con el mismo aderezo que el chorizo rojo, añadiendo agua, vinagre, laurel y ajos. Después de 10 a 15 días se sacaban, se espolvoreaban con pimentón y se ponían a orear con el resto de los productos de la matanza.

Por último, la otra paletilla y los dos jamones se salaban. Se untaban con limón y sal, y así se mantenían durante 21 días. Se les quitaba la sal lavándoles con vinagre. Se hacía una masilla con pimentón y aceite de oliva que se untaba con la mano, cuidando que llegase a todos los rincones, y se les colgaba en el lugar fresco y seco que en todas las casas se había habilitado, cuidando que no entrase la moscarda que podía estropear tan preciado manjar. El proceso de curación duraba hasta la siega en que se empezaba la paletilla. Las Fiestas de San Roque, cuando llegaban los invitados de fuera, era un buen momento para empezar uno de los jamones.

“¿Las puches? Yo tengo mi receta. Hay muchas formas de hacerlas, pero, a mí, ésta es la que más me gusta”.

Nos despedimos de Santiago que nos ha recibido, con su esposa, en su casa de la calle Carpinteros.

Era una tarde calurosa del mes de Agosto y se agradece el frescor del portal, donde hemos escuchado sus vivencias, mientras, totalmente ajeno a nuestra charla, su gato dormitaba en uno de los sillones que había adoptado como propio, sin permitir que nadie osase usurpar su territorio.

Gracias, Santiago.

Y ahora, para ilustrar lo que suponía esta costumbre en Chinchón, voy a trascribir un fragmento de un pequeño cuento titulado “La confusa memoria de un niño raro”:

“La matanza del cerdo es la fiesta más importante en nuestra casa, en la que, como ya les he contado, viven también los primos de mi padre. Cuando llega el invierno, alrededor de la festividad de San Martín, se ponen de acuerdo para hacer la matanza del marrano. Ese día, muy temprano se empieza a preparar todo lo necesario. Llega el matachín y los hombres abren la corte para sacar al cerdo. En el patio se ha colocado un banco tocinero y entre cuatro o cinco hombres se inmoviliza al cerdo cogiéndole por las patas y las orejas, mientras el pobre animal inicia sus gruñidos lastimeros, y se le tiende en el banco de costado. El matarife está preparado con un gran cuchillo que le clava en la papada iniciándose la más cruel escena que yo he presenciado hasta ahora, en la que se mezclan los alaridos y las convulsiones del animal con los gritos de los hombres que tienen que hacer acopio de todas sus fuerzas para evitar que el pobre guarro se zafe de su presa, hasta que se desangra totalmente en un cubo de zinc que se ha colocado junto al banco.

Hace ya muchos años me despertaron los gruñidos y pude observar todo lo que les he contado desde la ventana de mi habitación. Me quedé entre sobrecogido, asustado, inmóvil y aterrado. Mi madre me tuvo que consolar y explicarme que eso era normal, pero yo, desde entonces, todos los años me levanto ese día más temprano y me marcho a la plaza hasta que ha terminado todo. Se me ha olvidado decir que el día de la matanza se hace fiestas y los niños no vamos al colegio.

Después, en el centro del patio se hace una gran hoguera con gavillas de esparto sobre la que se tiende al cerdo para quemar sus gruesos pelos y ayudándose con unos tejones se va rascando toda su piel hasta dejarla totalmente limpia de pelo y suciedad. Después, se le cuelga cabeza abajo en una viga del portal, introduciendo una soga por los huesos del culo y se procede a abrirlo en canal para sacar todos los intestinos.
En ese momento se inicia la participación de las mujeres con la poco agradable tarea de limpiar las entrañas del animal, ya que todo se va a aprovechar para hacer las distintas conservas. El matarife ha preparado varias muestras - un trozo de lengua y otro de las costillas - que se llevan a las dependencias del Ayuntamiento para que sean analizadas por los servicios sanitarios municipales y hasta que no llegan los "consumeros" para pesarlo y poner un sello redondo con tinta azul en diversas partes del cerdo como muestra visible de que la carne del animal es apta para el consumo humano, el cerdo permanece colgado abierto en canal. A los niños nos asusta acercarnos a él, aunque ninguno nos atrevamos a decirlo.


Dicen que del cerdo se aprovecha todo, y debe ser verdad. Lo primero que se utiliza es la vejiga que una vez limpiada se nos da a los niños que la hinchamos, introduciendo una pequeña caña, como si fuese un globo y la usamos como improvisado balón de fútbol, aunque no resiste mucho tiempo a una utilización tan agresiva. Cuando, a eso del mediodía, se recibe el visto bueno municipal, se procede a descuartizar el animal y a la preparación de la comida que es el acto social más importante del día, porque nos reunimos a comer todos los vecinos que de una u otra forma hemos participado en el rito de la matanza.

El plato principal son las puches. En algunos sitios lo llaman gachas. Se hacen con harina de almortas y el hígado del cerdo cocido y después rayado. Se cocinan en una gran sartén que después se pone en el centro del círculo formado por todos los comensales que de pié se van acercando a mojar los trozos de pan pinchados en el tenedor o en la navaja. También se fríen los torreznos que son trozos de la falda del cerdo y la sangre que ha sobrado de hacer las morcillas y que se ha dejado coagular. El postre suele ser los últimos melones que aún quedaban colgados en las cámaras. Los mayores se van pasando el porrón de vino tinto que es el complemento ideal para una comida tan fuerte. Los niños sólo agua, claro está”.
Y vamos a terminar, como no podía ser de otra forma con la

Según Santiago Ávila.

Ingredientes:
Harina de almortas.
Pimentón dulce.
Aceite.
Alcaravea.
Canela.
Ajo machacado.
Orégano.
Sal.
Hígado de cerdo cocido y rallado.
Torreznos.

Medidas:
Una cucharada sopera de harina de almortas y un vaso de caña de agua por comensal.

Elaboración
“En un caldero se fríen con un poco de aceite unos trozos de tocino, asadura y bofe del cerdo. Una vez fritos, se saca la carne dejando el aceite. Se echa la harina de almortas y se va tostando, cuando ya está casi tostada se echa el pimentón, teniendo mucho cuidado de que no se queme. Inmediatamente se echa el agua y se añaden las especias y el hígado de cerdo previamente cocido y rallado, moviendo constantemente para que no se peguen y vayan cogiendo consistencia. Cuando se están terminando de cocer se añaden los torreznos que hemos frito antes - hay quienes prefieren no mezclarlos con las puches y comerlos aparte - Cuando las puches empiezan a hacer “chop”, “chop” y la grasilla empieza a subir a la superficie, es el momento de apartarlas, reunirse a su alrededor todos los comensales y hacerles los honores.”

Si nunca lo habéis probado, ánimo que os van a gustar.




El Eremita.
Relator independiente.