viernes, 3 de junio de 2016

LA FINAL DE LA CHAMPIONS. DESDE OTRA ÓPTICA.

Todos conocemos cómo terminó el partido de la final de la Champions Ligue, entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid, pero hoy, con más calma os quiero ofrecer dos artículos en el que se comenta el resultado desde una óptica más literaria:

'Efecto Zidane': las 7 decisiones que han valido la Undécima

Es el Madrid, estúpido

En el Madrid se gana, como sea, con quien sea y a la hora que sea. Es su código genético, no hay más que decir.


Cincuenta años después, cuando se trata de indagar en el exclusivo tuétano del Real Madrid el genial Luis Suárez Miramontes aún recuerda con estupor la semifinal del 13 de abril de 1966. Su imponente Inter de Mazzola, Jair, Facchetti y Peiró se había proclamado campeón en las dos ediciones anteriores y ahora debía resolver el último peldaño para otra final. La parada era en Chamartín ante un Madrid con once españoles. El equipo local se adelantó con un gol de Pirri y, en tiempos en los que no había cambios ni para los lesionados, por mucho que fueran los porteros, se lastimó el meta canario Betancort. “Fue increíble, increíble. El hombre se sostenía como podía apoyado en un palo y pasaba el tiempo y no éramos capaces ni de acercarnos a su portería. Nos mirábamos unos a otros y decíamos sin parar: oye, que no hay portero, coño… ¡Ese es el Madrid!”. Por supuesto, ni con la puerta abierta de par en par el Inter pudo con los blancos, que con este y muchos otros episodios han construido su leyenda, tan única que remite a un secreto de ultratumba desde que Di Stéfano se lo llevó a su merecidísima eternidad. Hubo y seguro que hay, mejores equipos, pero no mejor ganador.
No hay entidad más enigmática que el Real Madrid, arcano infinito del fútbol. Resulta paradójico que el más campeón de todos los campeones sea el más indescifrable, quizá porque el planteamiento de crítica y aficionados sea incorrecto desde el pleistoceno. Solo cabe cambiar el foco cenital del debate: en las victorias del Madrid el cómo es lo de menos. Este club gana y luego, que los otros discutan el método si es que quieren perder el tiempo. No se da el proceso a la inversa de gran parte de sus adversarios, que anteponen una mesa redonda sobre el estilo y el cauce necesario para triunfar. A muchos les va muy bien así, pero al Madrid aún le va mejor por la rutilante Europa, sea Copa en blanco y negro o Champions en color.

Mientras merece todo el sincero reconocimiento que otros se estrujen el cerebro en la búsqueda de un sello, el Madrid contradice toda lógica: suma y suma como nadie cuando juega bien, mal o regular, con mejores o peores entrenadores, jugadores o directivos, con suerte en los sorteos y sin ella, galácticos de no sé dónde y “pavones” de por aquí. Se le ha visto hacer cumbre con jugadores importados y con una nómina limitada a españoles, con tracas inigualables de Puskas y voleas de Zidane para los archivos del tesoro, pero también marca en fuera de juego y a deshora, en prórrogas y tandas de penaltis, con gente acalambrada o en plenitud, con pizarra o sin pizarra… Lo mismo da: 14 finales y 11 ganadas. Y las tres perdidas se remontan a Altamira, en 1962, 1964 y 1981. Por increíble que parezca, en su extenso relato no hay gafes con los postes como tuvo aquel Barça de Kubala en Berna, tampoco un Ducadam del Steaua iluminado. Por más que se rastree, en los momentos cumbres nunca le remontaron como el United al Bayern o el Liverpool al Milan. Por descontado, no tiene desvelos con quebrantalenguas como Schwarzenbeck o pesadillas en cualquier minuto 93.
Tan misterioso es el Real que donde alcanzaron los García no lo hicieron Butragueño y su estilosa y maravillosa Quinta. Marcaron época el Benfica de Eusebio, el Inter de Helenio Herrera, el Ajax de Cruyff, el Bayern de Beckenbauer, el Liverpool postShankly, el Milan de Sacchi y este Barça de Messi. Para profundizar en lo sibilino de esta institución, desde los pañales de la Copa de Europa con la Saeta como referente no hay etiqueta posible para el Real. En el Madrid quien ha marcado época es el Madrid, ya sea con Amancio (1966), Mijatovic (1998), Raúl (2000), Iker Casillas (2002), Sergio Ramos (2014) o Cristiano (2016).
Tan contracultural es su formato, que donde no llegó el técnico con más eco del planeta, José Mourinho, lo ha hecho un novato como Zizou o entrenadores campechanos que no precisaban cortejos de aduladores como Heynckes, Del Bosque y Ancelotti, fulminados en pleno apogeo. No importa, en el Madrid se gana, como sea, con quien sea y a la hora que sea. Es su código genético, no hay más que decir. Más bien aplaudir, quedarse boquiabierto y coger fuerzas para reabrir otro estéril congreso sobre madridismo la próxima temporada. Cabe incluso que repita otra “catetada” como la copera de Cádiz que cambie de entrenador a medio curso, que esté a punto de fichar De Gea y falle el fax o desdeñe por un rato a los Casemiro de este mundo, tan alejados del espumoso mundo de las celebridades. Cuidado, que ni así se le ocurra a nadie afilar la guadaña y precipitarse en los vaticinios.
Antes de abrir otro inevitable simposio sobre el Madrid, convendría recordar lo que padeció Luis Suárez Miramontes y lo que ha martirizado a todo un paladín como Diego Pablo Simeone, más tocado que nunca tras el doble fiasco de Lisboa y Milán. Su fantástica obra en el Atlético no merece que le entren dudas. El Cholo, futbolero y futbolero, debería saber ya mejor que nadie que con el Madrid por delante no cabe otra introspectiva que susurrar a tu conciencia: es el Madrid, estúpido. Coletilla bien manoseada, sí, pero… ¿Cómo explicar si no lo de este majestuoso club de mocitas madrileñas y glorias deportivas que se cantan con un simple Hala Madrid?

Lo fatal

Y al despertar, recordé a tiempo que la sangre es roja. Como los amaneceres. Como las revoluciones. Y que las mejores cosas de este mundo nunca son de un solo color.


ALMUDENA GRANDES. 30.MAY.2016.

Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque ésa ya no siente... El sábado por la noche, después del partido, los primeros versos de Lo fatal retumbaban en mi cabeza como un amigo muy querido que escoge el peor momento para hacer una visita. Dichoso el árbol, recordaba mi memoria por mí y contra mi voluntad, y más la piedra dura, que no tiene piel ni corazón, que no tiene ilusiones, ni sentimientos. Mi poema favorito de Rubén Darío me estorbó para conciliar el sueño más que los madridistas que cantaban en la calle, pero al final me dormí, porque no soy árbol, ni piedra dura. Y al despertar, recordé a tiempo que la sangre es roja. Como los amaneceres. Como las revoluciones. Y que las mejores cosas de este mundo nunca son de un solo color. Pensé que me estaba equivocando, que había activado sin querer un mecanismo de protección automática contra la derrota, una burda maquinaria de autoengaño, pero me levanté, me hice un café, disfruté del desayuno y comprobé que seguía estando de buen humor. Me vigilé discretamente desde entonces hasta que llegó el momento de escribir esta columna y me sorprendí combinando las viejas palabras de una manera nueva. Porque no soy un árbol ni una piedra, no existe fatalidad capaz de doblegarme. La historia de mi equipo, como la de la misma Humanidad, se divide en dos grandes periodos, a. C. y d. C. Antes del Cholo, el título de Rubén flotaba como una maldición irresoluble sobre cada fracaso. Pero después del Cholo, fatalidad resulta un término incomprensible, una palabra ajena, extravagante reminiscencia de un idioma que ya no sabemos hablar. La piel y el corazón están intactos. Mi memoria se equivocó de poema porque los árboles y las piedras no saben gritar ¡aúpa Atleti!