domingo, 29 de mayo de 2016

EL CHINCHÓN DE BENITO HORTELANO.


Ayer, en el Teatro LOPE DE VEGA de Chinchón, tuvo lugar un acto en homenaje a nuestro paisano Benito Hortelano, con motivo de la cesión por parte de sus descendientes de varios de sus manuscritos para el Archivo Histórico de Chinchón. El acto fue presentado por el Sr. Concejal de Cultura del Ayuntamiento de Chinchón.


En representación de los herederos de don Benito Hortelano firmó el documento de entrega doña Sol Bordás y el Señor Alcalde lo hizo en representación del Ayuntamiento de Chinchón.

A continuación, don Manuel Carrasco hizo una semblanza del homenajeado don Benito Hortelano, que a continuación transcribo, con el título de:



EL CHINCHÓN DE BENITO HORTELANO
por Manuel Carrasco Moreno


Muy buenas tardes:

Es una satisfacción contar entre nosotros con los descendientes de nuestro ilustre paisano Benito Hortelano, que hoy han querido pasar este día con nosotros en el pueblo que le vio nacer. A todos ellos, nuestra bienvenida y el agradecimiento por haber decidido ceder al Archivo histórico de Chinchón los manuscritos de algunas de sus obras. 

Muchas gracias también a los representantes del Ayuntamiento y a todos los que nos acompañan esta tarde en el Teatro Lope de Vega de Chinchón. Gracias a todos.

Cuando éramos más jóvenes y necesitábamos encontrar información, teníamos que buscarla en las enciclopedias; ahora, lo normal, es acudir a internet; y si ponemos “Benito Hortelano” en cualquier buscador, encontraremos que nació en Chinchón el 18 de abril de 1819, que fue agricultor hasta cumplir los dieciséis años y, después de probar en distintos oficios, fue editor de periódicos y librero; que colaboró con Jaime Balmes en la publicación de varios de sus libros, y conoció a la poetisa cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda; implicándose políticamente con el partido liberal, apoyando al general Esparteros y luchando contra Narváez.

Que las intrigas políticas y los vaivenes económicos le aconsejaron abandonar España y que en el año 1849 se embarcó rumbo a Buenos Aires, donde alcanzó notoriedad en el campo del periodismo y de la edición. Allí publicó revistas como "La España" y tratados de tipografía, siendo uno de los fundadores de la Sociedad Tipográfica Bonaerense.

Que en el año 1860 escribió sus "Memorias" publicadas por la Editorial Espasa Calpe en el año 1936, en las que nos dejó sus recuerdos de niñez en su Chinchón natal, por las que podemos conocer algunas costumbres y tradiciones de esa época, y de su ajetreada vida, digna de un hombre prototipo del siglo XIX.

Y, por último, que murió en Buenos Aires el día 13 de marzo de 1871, cuando le faltaba un mes para cumplir los 52 años.

Podríamos extendernos en los pormenores de todos estos acontecimientos, sin duda muy importantes para conocer a nuestro protagonista; sin embargo, cuando me invitaron a participar en este acto organizado por el Ayuntamiento de Chinchón en su homenaje, pensé que, en el tiempo que disponíamos, era demasiado prolijo glosar toda la personalidad de Benito Hortelano y que sería más entrañable recordarle como paisano nuestros e intentar revivir los años de su niñez en aquel Chinchón, ya tan lejano, del que él se ocupó en dejar datos muy interesantes en sus memorias.

Así, basado en sus escritos y ayudado por lo que de aquellos tiempos hay publicado por distintos autores, he preparado esta breve semblanza que he querido titular:

“EL CHINCHÓN DE BENITO HORTELANO”

Aquel año de 1819 parecía que Chinchón empezaba a salir de la situación de postración en que llevaba sumido desde hacía más de diez años. Poco a poco se iba olvidado el drama vivido en los últimos días del año 1808, cuando el pueblo fue asolado y murieron más de 100 vecinos asesinados por las tropas francesas al mando del Mariscal Víctor.

Todavía, como testigos de aquellos días, quedaban las ruinas de la Iglesia de Santa María de Gracia bajo la torre de ladrillos rojos que se mantenía milagrosamente en pie. En la vecina iglesia de la Asunción, antigua capilla de los condes, se habían iniciado recientemente las obras de restauración, aunque en los años anteriores ya se habían hecho algunas obras de limpieza y acondicionamiento y sabemos que el 19 de julio de 1812 se había colocado en el retablo del altar mayor el cuadro de la Asunción de la Virgen, que había pintado el hermano del capellán don Camilo de Goya.

Según el censo de población de ese año, en Chinchón había 744 vecinos. La situación de ruina generalizada en todo el pueblo, el estado de guerra que se vivía en España, la falta de mano de obra por la muerte de tantos hombres y la precariedad en que habían quedado casi todas las familias de Chinchón por la rapiña de los franceses, hicieron que ese año de 1812 fuese recordado como el “año del hambre”.

Sin embargo, desde el último tercio del siglo anterior se habían ido asentando en Chinchón familias y personalidades cercanas a la nobleza que habían abierto aquí sus casas. Estas personas tenían un nivel cultural muy superior al que se podía esperar en un pequeño pueblo y por aquí fueron pasando personajes como Francisco de Goya, Fray Juan Fernández de Rojas, padre agustino, Catedrático de Filosofía y Teología, y además escritor y poeta, Juan López-Robledo, Bordador de la Corte, Antonio Valladares y Sotomayor, ensayista, dramaturgo y poeta, que nos dejó entre sus obras “Tertulias de Invierno en Chinchón” publicado en cuatro tomos; los dos primeros en el año 1815 y los dos segundos en el año 1920.

Esta era, a grandes trazos la situación de Chinchón, cuando nace nuestro protagonista.

Era sábado, a eso de las diez de la mañana, en el número 10 de la calle Pozuelo,la señora Josefa, la mujer del tío Juan Hortelano, daba a luz a su décimo tercer hijo, a quien al día siguiente en la capilla del convento de los padres agustinos bautizaron con el nombre de Benito.

Cuando nace nuestro protagonista, ya algunos de sus hermanos estaban casados y tenía dos sobrinos mayores que él, hijos de su hermana Prisca. Su padre, Juan Hortelano era agricultor. Entonces, las familias numerosas con mano de obra abundante, prosperaban económicamente y la familia Hortelano Balvo había alcanzado una posición desahogada y había ido adquiriendo varias casas en el pueblo y algunas fincas con las que incrementar su patrimonio, por eso era lógico que los hijos  fueran agricultores como era tradición en su familia.

Así lo recuerda Benito en sus memorias:

“Mi padre, aunque labrador y educado como se educaba al pueblo en el siglo pasado, tuvo el buen sentido y el noble instinto de dar la educación que en un pueblo es posible a todos sus hijos: es decir, leer, escribir y las cuatro reglas primeras de la Aritmética.

Esto es lo que aprendí yo, pues aunque en el pueblo había dómine, o sea, clase de latinidad, sólo aprendían los que eran dedicados a seguir carreras literarias, cosa que mi padre no quiso que ninguno de sus hijos siguiera, pues siendo él labrador y habiéndolo sido su padre y abuelos, decía, y a todos Dios les había protegido, no quería que ninguno de sus hijos tomase otra carrera, ni menos oficio, que tenía esto último en muy poco.

Efectivamente, todos mis hermanos son labradores y yo también lo fui hasta seis meses después de la muerte de mi padre. Creo que si mi madre hubiese vivido más tiempo, y visto la poca inclinación que yo tenía al campo, me hubiese dado una carrera literaria y hubiese podido ser algo, pues desde joven tenía una memoria exquisita, una afición a las letras, que era entre los muchachos el más vivo, el más inventivo, el que dirigía a los demás, el que componía las coplas que cantábamos, el que inventaba juegos y travesuras; pero el destino quería otra cosa, y lo fui”.

Ya hemos visto cómo era el Chinchón en que nació Benito Hortelano, sin embargo, es interesante verlo por sus propios ojos, al menos como él lo recordaba cuando cuarenta años después escribe sus memorias:

“Al sudeste de la Villa de Madrid, a seis leguas de distancia, sobre una colina elevada a 650 pies sobre el nivel del mar, se encuentra una gran villa cuyo nombre es Chinchón; fue patria de los condes de Chinchón, los cuales poseen, entro otras muchas propiedades, un magnífico castillo de la Edad Media.

Una campiña fértil y pintoresca, inmensos viñedos, olivos y tierras de panllevar componen la jurisdicción de esta villa, que está blasonada con los títulos de Muy Noble y Muy Leal. Exquisitas y abundantes aguas se encuentran en todo su distrito. Huertas y jardines riegan aquellas aguas, y convidan sus arboledas, de antiguos y copudos álamos negros, a pasar deliciosos días de campo bajo su fresca sombra y al arrullo de sus cristalinos arroyuelos que entre el verde césped serpentean. La variedad de pájaros que tímidamente se posan en los tristes y abatidos paraísos arrullan con sus melodiosos trinos la imaginación de los dichosos moradores de la noble villa. El ruiseñor, el jilguero, la alondra, el pardillo y otra variedad de inocentes avecillas tienen allí sus placeres.

!Ah! ¿Por qué abandonaría yo aquellos lugares de mis inolvidables recuerdos de la infancia?

¡Por ver el mundo, por el bullicio de las grandes capitales, por recorrer climas remotos!

!Oh, pueblo de mi infancia! !Oh, recuerdos de mis primeros años, ni
un día os he abandonado desde que empecé a tener algún viso en la sociedad, desde que me engolfé en los negocios, desde que la ambición de las riquezas y los falsos placeres se apoderaron de mi espíritu!

¿He sido yo más feliz que mis hermanos, que los amigos de mi infancia que no abandonaron el pueblo que les vio nacer? Ellos dirán que sí, porque lo que no se conoce es lo que más se desea. Sin embargo, yo les tengo envidia, a pesar de haber escalado, triste huérfano, un nombre y una posición que ellos me envidiaron; a pesar de haber, desde la edad de veinticuatro años, estado relacionado, tenido a la mesa, concurrido a las diversiones y sociedades, con los principales literatos modernos de España, con las primeras entidades políticas, con diputados, ministros, generales y hasta con el Regente, el duque de la Victoria, de quien tuve el honor de ser abrazado en público, llorando de gratitud en  mis brazos, en presencia de gran número de personajes.

Sin embargo, todas estas satisfacciones, que tanto orgullo dan a los hombres !cuantos disgustos cuestan!

¿Qué sirven las cruces y distinciones que tengo, qué los elogios que en diferentes ocasiones la Prensa me ha prodigado? !Oh Destino, Destino! ¿A dónde me conducirás?.”

Estas Memorias las escribió en el año 1860, cuando tenía 41 años. Moriría, después, cuando le faltaba menos de un mes para cumplir los 52. Su vida había sido azarosa, llena de sobresaltos y de avatares, estaba en tierras lejanas y, la melancolía se debió de apoderar de él en uno de esos días en que la nostalgia es más fuerte que la realidad y le llevó a idealizar su pequeño y lejano pueblo, allá en la meseta castellana. O mucho ha cambiado Chinchón, o no se le puede reconocer en la bucólica descripción de nuestro intrépido paisano. Y sigue así su relato:

“Esta villa contiene de 6 a 8000 habitantes; es cabeza de partido de varios pueblos. En ella reside el juzgado de primera instancia, civil y criminal. Tiene una buena cárcel, donde son detenidos y juzgados todos los delincuentes del partido, y cuando son rematados pasan a Madrid, con sus causas, para, allí, ser destinados. Hay un convento de frailes, uno de monjas, una magnífica iglesia parroquial de tres naves, construida de nueva planta en 1823, por haber sido quemada la antigua, que hoy es ruinas, en 1812 por los soldados de Napoleón”.

Como vemos, hay un error en estos datos. La iglesia parroquial se terminó de restaurar en 1823, después de los desperfectos ocasionados por los franceses en diciembre de 1808, y no en el año 1812 como él indica, pero no se construyó de nueva planta, sino que ya existía como capilla de los Condes. Él sí debió de conocer las ruinas de la antigua iglesia de Nuestra Señora de Gracia que existía junto a la torre del reloj, y que fue totalmente destruida en la misma noche fatal del 28 de diciembre de 1808).

Y continúa: 

“Existen abiertas tres ermitas dentro del pueblo y una en los arrabales y en ruinas, y también en los arrabales, Santiago, Santa Ana, San José, la Purísima Concepción, San Sebastián y otras. Hay un Hospital bajo la advocación de la Misericordia, con su ermita y varios capellanes. Son 25 las capellanías que posee este pueblo, legadas por los condes de Chinchón y otros devotos. El pueblo está construido en una angosta cañada y terreno muy quebrado; las calles están empedradas y son inaccesibles para carruajes por sus ásperas pendientes. Hay una Casa Municipal, una plaza espaciosa con balcones corridos y de tres o cuatro pisos. Dentro del pueblo existen tres fuentes públicas y varias particulares. Hoy hay dos cafés, varias alojerías, o sea establecimientos de helados, por cierto que los tienen bien exquisitos desde tiempo inmemorial.

Existen dos Sociedades o Casinos literarios y de baile. Hay un teatro como para 600 personas, una cancha de pelota y otros establecimientos, posadas, billares, etc.”

El teatro a que hace referencia no es el actual dedicado a Lope de Vega, ya que éste se empezó a construir en el año 1871 por la Sociedad de Cosecheros de Chinchón en la parcela de la plazuela de Palacio que compraron a la condesa de Chinchón, y que había sido el solar del primitivo palacio de los Condes. El teatro citado debió de estar ubicado en los Alamillos y que posteriormente se dedicó a salones de baile.

Y añade: 

“Antiguamente había muchas fábricas de paño, que fueron muy renombradas; 22 fábricas de jabón, que también tienen mucha fama y 14 molinos de aceite. De las primeras no existe ninguna; de las segundas quedan algunas.

Con dificultad se encontrará un pueblo que tenga menos necesidades de afuera que éste, porque los géneros toscos, que son el mayor consumo, también se hilan y fabrican en él. En su distrito hay una vega, bañada por el río Tajuña, que bien acanalado, con buenas obras hidráulicas, riega una extensión de dos o tres leguas, convirtiendo aquellos terrenos en un paraíso, produciendo aquellos terrenos con tanta abundancia, que forman la riqueza de los labradores. Es verdad que el cultivo es excelente, el beneficio anual de las tierras es abundante, y esto, unido al riego en las épocas necesarias y por tan buenos procedimientos, hace que la tierra no descanse ningún año. Las esclusas, cauces, caceras y otras ramificaciones para conducir el agua hacen que no se pierda una gota.

Tal es el pueblo en que nací, en el que me crié hasta la edad de catorce años, en donde mis padres tenían sus bienes, con los que educaron, mantuvieron y criaron 13 hijos, si no en la opulencia, al menos en la abundancia, dejando al morir un buen nombre, ninguna deuda, tres casas, varias tierras, olivares y viñas, que fueron repartidas entre todos a su muerte, tocando a cada hermano 14.000 reales de vellón, según la ínfima tasación de lo que allí valen las cosas, pues la casa paterna, en cualquier capital rentaría 20 ó 25 duros, según la comodidades que tenía.

Como hemos visto al joven Benito Hortelano no le gustaba la profesión que el destino parecía haberle destinado. Sin embargo, nos cuenta que

“A la edad de doce años, siendo de cuerpo raquítico, aunque fuerte de espíritu, me dedicó mi padre a las labores del campo, y con un pequeño azadón trabajaba a la par de mis hermanos. A los trece años ya me confiaron un caballo y una burra de mucha alzada, con cuya yunta iba solo a arar las viñas, no pudiendo apenas sujetar la esteva del arado y viéndome en grandes apuros para enyuntar y desayuntar a la hora de comer y descanso de las bestias.

No fui pendenciero de muchacho, pero tampoco me puso ninguno ceniza en la frente; tuvo la suerte de salir siempre vencedor; no recuerdo que ninguno me haya humillado.”

Aunque estas líneas de autoalabanza puedan parecer exageradas, no cabe la menor duda de que debía de tener unas grandes cualidades para conseguir lo que hizo, sin más formación que la de saber leer, escribir y las cuatro reglas aritméticas. Sin duda que su memoria, su tesón, su inventiva y su ánimo suplieron con creces su menguada formación académica.

Los datos concretos que va aportando no parecen demasiado precisos. Pensemos que dice que están referidos al año 1860, cuando escribe sus memorias, y lo hace desde Buenos Aires, por lo tanto están basados en sus recuerdos de niño y en las informaciones que pudiese recibir esporádicamente desde su lejano pueblo, facilitados por sus familiares o amigos. No obstante, según podemos deducir, Chinchón en la primera mitad del siglo XIX debía tener una vida social, económica y cultural fuera de lo común, y una actividad industrial importante.

Pero además de estos datos sobre aspectos más generales, nos deja alguna anécdotas que nos aportan datos interesantes sobre otros aspectos de nuestra historia y nuestras costumbres, como cuando nos narra sus avatares con motivo de las Fiestas del Rosario del año 1832, cuando él tenía 13 años.

“Era el día de la Virgen del Rosario, patrona de Chinchón, y se celebra el día 8 de octubre con grandes fiestas, corrida de novillos, fuegos artificiales, etc. Mi padre era hombre muy rígido con todos y particularmente con sus hijos, de quien se hacía respetar de una manera que más que respeto era temor.

Yo era el menor, como tengo dicho, y no tenía la edad en que mi padre consentía a los demás hijos salir de casa de noche. Ello es que, habiendo función en la ermita del Rosario aquella noche, fuegos artificiales y toda la población de broma y algazara, yo quería disfrutar, y había convenido con mis sobrinos Clemente y Vicente -que eran algo mayores- y otros muchachos que iríamos juntos a los fuegos. Pedí permiso a mi padre, y éste, con la cabeza baja, como de costumbre tenía, sin mirarme a la cara me dijo:

-“Váyase usted a acostar, ésos son los mejores fuegos”

Obedecí la orden; le besé la mano como hacíamos todos los hermanos y me acosté. Yo oía en la calle la algazara de los demás muchachos, que me llamaban, diciendo que saliese pronto, que los fuegos iban a empezar. No reflexioné más; me vestí con sumo silencio y, con los zapatos en la mano, tuve valor de salir, pasando por delante de mi padre, aprovechando la costumbre de tener la cabeza baja. Ya en la calle salté y retocé con mis compañeros, dirigiéndonos alegremente a ver los fuegos y a recoger las cañas de los cohetes. Pero no había yo contado con la huéspeda, porque estando yo en lo mejor de mi retozo, risas y corridas, mi sobrino me dice:

-"Escóndete, Benito; tu padre te busca con una vara de fresno en la mano"

No acabada de decírmelo cuando veo a mi padre, disparo a correr, que ni los galgos me alcanzarían. ¡Ay qué noche de aflicciones! Yo conocía el genio de mi padre, no me engañaba en la cólera que sobre mí descargaría por haberle burlado. Estuve dando vueltas por el campo hasta que la gente se retiró; serían las doce de la noche y me dirigí a la casa de mi hermana Prisca, seguro de que mis sobrinos me esperarían”.

Vemos cómo en aquellos años todavía se celebraba la fiesta de la Virgen del Rosario en la fecha que corresponde al calendario litúrgico, día 7 de octubre, y no en el tercer domingo de septiembre como se hace ahora, aunque las celebraciones sí eran similares con las corridas de novillos y los fuegos artificiales.

Es de resaltar la severidad del padre que imponía a sus hijos un respeto que rayaba en el temor; y una costumbre, la de besar la mano al padre, que perduró durante mucho tiempo. A finales de la primera mitad del siglo XX, recuerdo, que algunas personas que se consideraban venerables, como don Enrique Pelayo, el boticario, nos obligaba a los niños pequeños a besarle la mano cuando íbamos a la farmacia, cosa que aceptábamos de buena gana porque a cambio nos daba caramelos y muñecos recortables. Costumbre obligada con los curas a los que había que besarles la mano cuando nos dirigíamos a ellos.

Unos años antes, el 27 de septiembre de 1829 había muerto su madre y en 1833 su padre contrajo segundas nupcias con una viuda llamada doña Bernarda García, mujer como de cuarenta y ocho años, no mal parecida, algo sorda y bastante beata, la cual llevó algunos bienes al matrimonio. Dice Benito que su madrastra fue buena con él, y desde su enlace con su padre empezó a disfrutar más libertad y a hombrear, lo que le hizo olvidar sus aspiraciones de vivir en la corte.

También nos cuenta en sus memorias sus primeros escarceos amorosos y nos narra una costumbre que ahora nos puede parecer incomprensible. Dice así:

“Había en el pueblo una linda muchacha llamada Paula y por sobrenombre la del Conejo, por tener un lunar en las posaderas que se asemejaba a aquel cuadrúpedo. Paulita era una rubia de ojos azules, algo narigoncita, con un pecho tan abultado a pesar de sus catorce años, que traía trastornados a los jóvenes y no jóvenes del pueblo. Yo tuve la preferencia en los amores entre los muchos que le cortejaban, por lo que era envidiado por todos los pretendientes; pero Paulita, a los seis meses, me dio calabazas, prefiriendo a otro que, en honor de la verdad, era el mejor mozo que en el pueblo había, con el cual se casó.

Corría el año 33 y yo seguía muy contento por la libertad que me concedían para salir de noche, como es costumbre en el pueblo, y se llama ir de ronda, que se reduce a que, después de cenar, que se hace al anochecer, salen los mozos unos a los billares, otros a lastabernas a jugar al mus, y la mayor parte a platicar con la novia hasta las once de la noche. 

Pero lo particular de los amores de los pueblos es que el novio no puede entrar en la casa de su adorada hasta que la pide en debida forma para casarse, y hasta aquella época no tiene más remedio que hablarla que es por la cerradura de la puerta de calle o por el conducto que por debajo de la puerta da salida a las aguas. Así, pues, en cada puerta de la calle, pasadas las nueve de la noche, hay un mozo boca abajo, con la cabeza metida en el albañal, platicando con su adorada prenda, como ellos dicen, y ella por la parte de adentro y en la misma posición, se pasan tres o cuatro horas conversando, y esto lo hacen todas las noches, todos los meses, y por espacio de muchas años, sin que uno ni otro falte a la cita.

Lo que hablan estos enamorados noche a noche y después los domingos es cosa que no he podido nunca averiguar, pues no sé de dónde ni sobre qué puede conversar gente generalmente rústica.

Yo por mí sé que con mi Paula sólo hablaba a la puerta de la calle algunos ratos y sólo majaderías; los demás harían lo propio”

También nos deja Benito Hortelano en sus memorias detalle de la tradición de la celebración de la llamada a quintas en Chinchón:

“Hubo una quinta por aquel tiempo y tuvo la mala suerte de tocarle bola negra a mi sobrino Vicente Iglesias, el cual, con los demás desafortunados, se caló su escarapela de mil lazos y colores, como es costumbre en los pueblos, y todos reunidos, con guitarras y panderetas, recorrieron las calles del pueblo por algunos días, tocando y cantando, recogiendo las dádivas que de costumbre y casi derecho todo el vecindario les hace, con las que se divierten, visten y atavían para pasar a los depósitos, desde donde son agregados a los regimientos. Las infelices madres no tienen consuelo; las novias se retraen de sus diversiones en aquella época; los que tienen algunos recursos los venden o empeñan para reunir la cantidad necesaria para suscribirse en las sociedades de sustitutos que al efecto hay establecidas; en fin, familias hay que quedan arruinadas y otras empeñadas para muchos años por inscribirse en las sociedades, por cuyo medio se libran de ir a ser soldados, pues estas sociedades están obligadas a librar los soldados a quienes por mala suerte les haya tocado la bola negra.

Pero si bien es verdad que estos sacrificios se hacen (ya que es preciso que haya ejércitos), también es lo cierto que, pasado este trance fatal, que es una vez en la vida, queda ya el ciudadano libre para siempre del servicio de las armas y puede disponer libremente
de su persona, sin estar sujeto, ni en guerras ni en paz, a que nadie  le moleste, y queda a su voluntad el tomar o no las armas en cualquier guerra o cuestión que haya.”.

Como podemos comprobar, en esa época ya era costumbre el que los quintos pidiesen ayuda a los paisanos para celebrar su entrada en filas, costumbre que ha perdurado hasta nuestros días, hasta que se derogó la obligatoriedad del servicio militar, si bien, en aquella época, más que para la celebración, se pedía ayuda para sufragar los gastos, incluso de compra de ropa y atavíos, que ocasionaba su incorporación a la milicia, dado que sólo iban al ejército los mozos más pobres, puesto que los demás “podían” comprar un sustituto que hiciese la milicia por él.

Para finalizar esta etapa de su vida, nos narra la muerte de su padre, motivada
por la terrible epidemia del cólera: 

“Llegó el año 1834 y con él el lúgubre rumor del cólera morboasiático, que había invadido la España hacia principios de julio.Aterrorizados estaban los habitantes; los cordones sanitarios quese establecieron de pueblo a pueblo, de provincia a provincia,imposibilitaban toda comunicación, hubo pueblos que seamurallaron, y sus vecinos, armados de escopetas y otras armas,vigilaban más que si hubiesen esperado un ejército enemigo; ydesgraciado del forastero que se atreviese a acercarse, que eravíctima de su temeridad.

Chinchón fue azotado de la epidemia comparativamente más que Madrid. Días hubo que llegó a cuarenta el número de cadáveres que el cólera causó.

Gozaba mi padre de una robustez y salud preciosas; nada indicaba su próximo fin, y, sin embargo, atacado del flagelo, sucumbió el 16 de agosto. Mi hermana Prisca, tan hermosa y contando apenas treinta y ocho años, también sucumbió a los pocos días, dejando once hijos. Dos tíos también sucumbieron.”

Según nos cuenta Raúl Panadero en su trabajo “Epidemias del cólera en Chinchón durante el siglo XIX”, premiado en el año 2007 en el “Concursode Investigación sobre Chinchón y su entorno”, en la epidemia del año 1834 enChinchón se contabilizaron 1450 infectados y un total de 179 fallecidos. Con motivo de esta epidemia, la Junta de Sanidad de Chinchón aconsejó que los cadáveres deberían ser inhumados fuera de la población; todavía estaba en servicio el antiguo cementerio junto a las ruinas de la antigua iglesia. Para el nuevo -y actual- Campo Santo se habilitó una parcela rectangular junto a la ermita de Santa Ana, haciéndose el primer enterramiento el día 14 de julio de 1834.

Y nos sigue contando:

“Después de hechas las exequias fúnebres, se procedió a hacer las particiones que, con arreglo a su testamento, había dispuesto. A mí me dejó mejorado, como también a mi hermana Casimira, los dos menores que habíamos quedado. ¡Qué riñas, qué cuestiones entre los hermanos mayores entre sí y nuestra madrastra! Cada cual quería llevar la mejor parte, a pesar de estar bien deslindados los derechos (cada uno en el testamento, pues mi padre tuvo la previsión de extender carta de dote a cada hijo que casaba, expresando lo que cada uno había entregado al emanciparse, lo que hizo que las cuestiones no pasasen a pleito).

Ahora quedaba otra cuestión, y era quién se había de hacer cargo de los menores. Todos se disputaban este derecho, no por virtud, creo yo, sino por manejar nuestros bienes. Por fin, dejaron a nuestra elección el que nos fuésemos con quien quisiéramos; Casimira se fue a Madrid con mi hermana Mauricia, y yo elegí el hermano más desfavorecido de la fortuna: Francisco, mayor de los varones”.

Sin embargo la convivencia con su cuñada Colasa se hace insoportable y decide marcharse a Madrid a casa de su hermana Mauricia. Era el día 23 de enero de 1835, y le faltaban poco más de dos meses para cumplir los 16 años.

Y aquí termina todo lo que Benito Hortelano cuenta de su estancia en Chinchón. No indica si volvió por el pueblo, aunque es previsible que sí lo hiciera ocasionalmente, y durante cuánto tiempo conservó sus propiedades, aunque, posiblemente, por su azarosa vida financiera, tuviese que venderlas para salir de los atolladeros en que se metía, ya sea por los negocio, ya por tener que pagar el pasaje de su familia hasta Buenos Aires.

Al llegar a Madrid, sus cuñados le ayudan a encontrar un empleo, y empezando
por aprendiz de sillero, termina como cajista de imprenta, lo que va a marcar el futuro de su vida.

Con 22 años, se casa el día 5 de enero de 1842 con una joven de 17 años llamada Tomasita Gutiérrez. Tuvo con ella cuatro hijos: Marianita, Agustín y Emilia, y un niño que murió a los catorce meses.

Desde un principio, fiel a su ideología liberal, se involucra en la política, participando activamente en insurrecciones, insidias y conjuraciones que le acarrearon no pocos quebraderos de cabeza, siendo ferviente seguidor de Espartero y acérrimo enemigo de Narváez.

Pasa por varias imprentas hasta que él mismo se hace propietario de una. Tiene una participación fundamental en la fallida revolución del 7 de mayo de 1848,salvándose de la represalias por muy poco, todo lo cual le llevó a tener que partir para Francia, huyendo de sus acreedores y de sus enemigos políticos.

El 19 de julio de 1849, con 30 años, deja a su familia y toma una diligencia para Bayona y después de pasar por Burdeos llega a París, bajo el pretexto de conocer
las últimas novedades tipográficas.

A la vuelta, animado por sus amigos, decide embarcar rumbo a Buenos Aires, solo y sin dinero, con el pasaje fiado y sin haberse despedido de su mujer ni de sus hijos.

Llega a la capital de Argentina y allí inicia de nuevo su carrera como impresor, editor de libros y periódicos, y hasta empresario teatral, con variada fortuna. Mantiene relaciones comerciales con Fernández de los Ríos, quien le envía desde España libros para que él los venda en Hispano América. Dos años después, el 23 de julio de 1851, consigue que su familia se reúna con él. Llegan su mujer, sus tres hijos, un sobrino y su cuñada Paca, con quien se casaría a la muerte de su esposa, ocurrida el día 12 de agosto de 1853.

En el año 1852 Benito Hortelano inicia la publicación de "La Avispa", "El Español" y la "Historia de España" de Lafuente, en entregas mensuales, editando también "Los debates" que dirige Bartolomé Mitre.


En el año 1854, Benito Hortelano publica "La Ilustración Argentina", primer periódico con imágenes de Buenos Aires, "La Revista Española" y organiza el "Casino Bibliográfico", primer centro de lectura de la ciudad.

En 1855 funda el Casino Bibliográfico; escribió el “Manual de Tipografía para uso de los tipógrafos de la Plata”, y fue uno de los fundadores de la Sociedad Tipográfica Bonaerense.

Escribe sus Memorias en el año 1860, y en el año 1865 funda el diario “La España”, siendo su redactor hasta su muerte, que tuvo lugar, atacado de fiebre amarilla, en Buenos Aires el día 13 de marzo de 1871.

En Chinchón, con motivo del centenario de su nacimiento, se descubrió una lápida conmemorativa en la fachada de la casa donde nació, en el número 10 dela calle que lleva actualmente su nombre.

No cabe la menor duda que, durante su estancia en Argentina, mantuvo comunicación con familiares y amigos de Chinchón, del que, como hemos visto en sus memorias, nunca se olvidó. Las informaciones que da del pueblo estánmuchas veces matizadas por el tiempo y la distancia que las hacen imprecisas, pero nos ha dejado un bosquejo impagable de costumbres y acontecimientos de sus jóvenes años, al principio del siglo XIX, en Chinchón.

Además de sus Memorias, Benito Hortelano tuvo una importante actividad literaria. Además de los artículos que publico en sus revistas, conocemos un nuevo libro escrito también por Benito Hortelano, titulado "RETÓRICA EPISTOLAR" que fue publicado en Buenos Aires por la Imprenta Española en el año 1870, el mismo año de la muerte de su autor, que subtitula con “El nuevo arte de escribir todo género de cartas misivas y particulares, incluyendo también una colección de cartas amorosas, asegurando que era la más completa de cuantas se habían publicado hasta entonces.

Y para terminar, decir que el nombre de Benito Hortelano sigue siendo recordado todavía en Argentina. En el año 2002, se publica otra biografía de Benito Hortelano, que firma Stella Maris Fernández, fundadora de la Sociedad de Investigaciones Bibliotecológicas, bajo el título de "BENITO HORTELANO, TIPÓGRAFO, PERIODISTA, EDITOR Y LIBRERO".

Hoy nosotros, hemos querido también traer su recuerdo hasta nuestros días, a la espera de que dentro de tres años podamos celebrar, como él se merece, el segundo centenario de su nacimiento.

Hay que reconocer el gran mérito que supone el que se te recuerde después de pasados casi doscientos años y que tus descendientes puedan donar los manuscritos de tus obras al Archivo Histórico de tu pueblo. ¡Ya me gustaría a mí que dentro de veintinueve años se pusiese mi nombre en la placa de una calle y que allá por el año 2145 todavía me recuerden mis paisanos! ... Sin embargo, entonces, mis tataranietos no podrán donar mis manuscritos al Archivo Histórico, porque no tengo nada escrito a mano, como mucho,  sólo podrán donar el disco duro de mi ordenador.

Gracias. Muchas gracias a todos.

Como fin de fiesta, el Coro del Instituto Ortega y Gasset de Madrid, dirigido por David de la Gala, ofreció un pequeño concierto de música del mundo.


Después, dio tiempo a los asistentes a llegar al partido de fútbol de la Final de la Liga de Campeones que se celebraba en Milán y donde el Real Madrid consiguió su undécima copa de Europa, al ganar en la tanda de penaltis al Atlético de Madrid.