martes, 12 de abril de 2016

LA ALCANCÍA.



A mí, de pequeño, los Reyes Magos me trajeron de regalo una hucha. Era de barro, con forma de botijo sin pitorro y una ranura en la parte superior, por donde se podía introducir hasta una moneda de cinco duros.
Mi madre tuvo que explicarme lo que era. 
- Es una hucha, dijo, y sirve para ahorrar.
Mi abuelo, que era menos prosaico y experto en etimología, me dijo que también se llamaba alcancía y que en ella se iban guardando renuncias y sacrificios y después te encontrarías con ilusiones impensables ahora y grandes proyectos en el futuro.
Y me dio una moneda de un real para que la introdujese por la ranura, asegurando que posiblemente me ayudase a realizar alguna gran aventura cuando pasara el tiempo.
- Y ahora, ¿cómo se saca?, pregunté.
- Ahora no se saca. Cuando la alcancia esté llena, entonces se rompe y se cuenta el dinero y será el momento de pensar en esos proyectos y esas ilusiones.
Como he dicho, entonces yo era pequeño, y posiblemente por eso no entendí muy bien lo,que me quería decir mi abuelo. 
Cuando llegó mi cumpleaños, mis tíos me dieron dos pesetas y mi madre dijo que las echase en la hucha. A mí siempre se me olvidaba lo de alcancía, como la había llamado mi abuelo, y termine por llamarla hucha, que era más fácil de recordar. 
También, de los tres reales que me daban en casa para los domingos, mi padre me decía que debía guardar uno, por lo menos.
La tenía guardada en el armario, junto a la caja de latón que fue envase del dulce de membrillo, en que mi madre guardaba los papeles que decía que eran importantes. Yo, de vez en cuando, la cogia y la agitaba para que sonasen las monedas.
- Mama,  ¡mira cómo suenan!
Aunque a mí me parecía que siempre sonaba a vacía. 
Aquella semana se anunciaba el ultimo almanaque del Guerrero del Antifaz y a mí me faltaban treinta céntimos. Mi madre dijo que esperase al domingo para comprarlo, pero me hacía mucha ilusión leerlo ya, y ya se sabe que los niños no suelen entender aquello de renunciar a los caprichos . 
Mi amigo Juliancin, del que decían que no crecía de las muchas picardías que tenía, me tenía contado que se podían sacar las monedas de la hucha con un cuchillo. Y decía que era relativamente sencillo. Se ponía la alcancía con la ranura hacia abajo. Se introducía por ella la hoja de un cuchillo y se intentaba que alguna de las monedas resbalase por ella hasta coincidir con la ranura; se iba sacando poco a poco el cuchillo y, con un poco de suerte, caía la monda fuera.
La teoría era sencilla, la práctica, no tanto. Después de bastantes intentonas, logre sacar una moneda de un real (yo creo que era la primera que me dio mi abuelo y me acorde de su profecía de que algún día me ayudaría a vivir una gran aventura y ¡qué mejor aventura que una con el mismísimo Guerrero del Antifaz!) y rebuscando por los bolsillos encontré los cinco céntimos que me faltaban y me fui corriendo al estanco de la calle de los Huertos que era donde entonces se vendían los tebeos.


A partir de entonces, y con la pericia que conseguí en el manejo del cuchillo, mi alcancía no crecía, sino que decrecía más cada semana que pasaba. Tanto, que ya no se la enseñaba a mi madre para que no se diese cuenta por el sonido a vacío que cada día era mayor.
Un tiempo después, creo recordar que se me escurrió de las manos, involuntariamente -lo juro- y en casa renunciaron a enseñarme a ahorrar.
Pero, mira tú por dónde, hoy me he acordado de mi vieja alcancía y de aquellos tiempos en los que apenas si teníamos nada y éramos capaces de renunciar a lo necesario para mantener las ilusiones que entonces nos parecían irrealizables.
Hoy, los de aquella generación estamos preparados por si hay que seguir apretándonos, aún más, el cinturón, aunque ahora tengamos la alcancía medio vacía, como a mí se me quedo cuando era pequeño.