sábado, 4 de julio de 2015

¿POR QUÉ NO TE CALLAS?


A todos, en alguna ocasión, nos hubiera venido bien que alguien nos lo dijese.
Y es que todos, en alguna ocasión, nos hemos ido de la lengua más de lo debido. 
Suele ocurrir cuando nos acaloramos o queremos imponer nuestros razonamientos a los de los demás, y se nos "escapa" aquello que nos dijeron en confianza, pensamientos que hasta ahora se habían quedado en nuestro subconsciente, o lo que nunca nos habíamos atrevido a explicitar porque sabíamos que podía hacer un daño gratuito.
Y en muchas ocasiones, porque no hubo quien nos lo dijese, quedamos esclavos de esa indiscreción, de esa debilidad, de ese desatino. 
Los profesionales del secreto; del secreto de confesión y del secreto profesional están prevenidos y es difícil que lo rompan, pero los demás, no. Ya se sabe que si quieres que algo se divulgue rápidamente no tienes nada mas que decírselo confidencialmente a ese que tu sabes y el se encargara de propagarlo, en secreto, naturalmente.
Y sobre todo, deberíamos cerrar la boca y pensar con quien estamos hablando, porque puede traicionar tu confianza el que menos te lo esperas.
Ya lo dice el refrán, en boca cerrada...

jueves, 2 de julio de 2015

UN CUENTO CON POCA GRACIA Y, NO MUY CREÍBLE.


Era un pueblo pequeño, de esos venidos a menos desde que la agricultura tradicional había dejado de ser una fuente de riqueza. Poco a poco los jóvenes se habían ido marchando en busca de trabajo y solo íbamos  quedando los que no teníamos fuerzas para esas empresas aventureras. 
Las grandes casonas se iban desmoronando y apena si ya estaban habitadas por viejos que solo ocupaban una o dos habitaciones y el resto iban siendo colonizadas por arañas y roedores. Poco a poco el pueblo se iba poblando de fantasmas del pasado con delirios de grandeza y añoranzas de los tiempos pretéritos que nunca volverían.
Pero llego el turismo. Eso que llaman industria, del que se benefician unos pocos y lo padecen los demás. Y muchas casonas se convirtieron en casas rurales; otras, las de la plaza, en restaurantes. Las calles se llenaron de coches aparcados en las aceras compitiendo con las terrazas de los bares, que las hacían prácticamente intransitables para los pocos viejos oriundos que aun podían salir a pasear. 
Eso si, algunos de los jóvenes, que se habían marchado, volvieron a casa como camareros, recepcionistas y cocineros, aunque la mayoría de la mano de obra era inmigrante. 
El pueblo se fue remozando y, hay que reconocerlo, ahora ofrece un aspecto más moderno y bullanguero... los días de fiesta, porque solo a diario los viejos del lugar podemos salir a pasear sin riesgo de ser atropellados por los coches de los visitantes.
Yo todavía vivo en ese pueblo, ahora venido un poco a mas; y sigo pagando mis impuestos y viendo como la mayoría se emplean en la promoción turística.


Ahora se dice que los que viven del turismo se van a ocupar, ellos mismos, de organizar el grave problema de la circulación que padecemos y que van a gestionar aparcamientos públicos para dejar las calles para que todos podamos caminar. Y dicen también que los beneficios que obtengan de estos aparcamientos serán para financiar las obras del pueblo, de forma que todos nos podamos beneficiar de alguna forma de esta nueva industria que ha llegado al pueblo y que llaman turismo.
Yo no es que me lo crea del todo, pero si que me gustaría, porque maldita la gracia que me hace estar confinado en mi casa todos los fines de semana y fiestas de guardar.

martes, 30 de junio de 2015

"GOTAS DE LLUVIA", DE LUISA FERNANDEZ MIRANDA, RELATO GANADOR DEL CONCURSO DE LA CAIXA Y RNE

El representante de la Caixa entrega a Luisa Fernandez Miranda, de Madrid, el primer premio del Certamen de Relatos 2015.

"Mi padre y yo solíamos ir a pescar en los amaneceres de primavera, cuando el sol tarda en despertar, mostrándose, de pronto, a un lado de la carretera. 

Pero aquel día no era primavera. Me desperté envuelta en sudor en medio de la noche y oí a un pájaro golpearse contra la ventana. No llegué a verlo,  me lo imaginé negro en medio de la  noche. Fue más tarde, mucho más tarde cuando encontré su cuerpo ya sin color. El aire era caliente, las sábanas  estaban  húmedas y yo estaba esperando. 
Esperando sus pasos silenciosos, cada ruido, cada movimiento de la casa me despertaba. Pero siempre era ella, mi madre,  la que se movía antes del amanecer. Sabía que recorría la casa, sintiéndose dueña absoluta, cuando él dormía, al otro lado de su cama. Caminaba descalza. Yo contenía la respiración, mientras me llegaban los sonidos  de la puerta del cuarto de baño, al abrirse y cerrarse, de la cocina; los grifos, el del vaso posándose en el fregadero. Debí de quedarme dormida, sin dejar de oír sus pasos adentrándose en mis sueños. 
Él nunca entraba a verme. Pero aquella noche entró. 
Por la mañana me desperté al oírle andar con paso firme pero ligero. Llamó con los nudillos en  la puerta de mi dormitorio. Yo solía contestar con la voz aún de  sueños y luego le oía alejarse hacia la cocina; pero esa noche, casi mañana, sin escuchar mi respuesta, entró. Me quedé quieta, con los ojos cerrados, esperando que me dijera algo. Debió de contemplarme en silencio  durante unos instantes y sentí su mirada a través de mi cuerpo cubierto por la sábana. No me dijo nada, salió y  nos encontramos en la cocina. Me vestí rápido. Me puse pantalones cortos. Tenía carne de gallina en las piernas, pero no me cambié. Deseaba salir en seguida. 
Tal vez la blusa, la blusa es demasiado, demasiado…me dijo, pero  se paró de pronto, nunca supe demasiado qué. Durante mucho tiempo pensé en lo  que  le hubiera gustado decirme y no me dijo.  No volví a ponérmela después de ese día. Tenía un encaje en el cuello, quizá por eso le pareciera cursi, o solo inapropiada para ir a pescar.  Pero yo me sentía favorecida llevándola, Me miró mucho o quizá me lo pareció. Desayunamos en silencio, con urgencia.



Miramos los dos al cielo. Sabíamos que el sol aparecería en el momento y donde tendría que aparecer. Salimos de la casa y puso la caña y todas las demás cosas de  pesca en el maletero del coche. Justo cuando lo abría no me dejó ayudarle, como en otras ocasiones. Me mandó sentar en el asiento delantero, como siempre, a su lado.  No me di cuenta hasta mucho después, -cuando tuve que reconstruir una y otra vez todo lo que sucedió aquel día, para conservarlo intacto-, que no me había dejado ver qué más había en el maletero. 
Entra en el coche, me dijo, y yo me recosté, a gusto, entrando en calor. 
Mientras conducía me gustaba mirarlo y sentir su olor. No olía a colonia, ojalá hubiera olido, la hubiera buscado por todas partes. Era un olor a piel morena, a piel al sol, a luz, a calor.
Me extrañó que condujera callado, cuando normalmente iba hablándome de cualquier cosa para que no me durmiera, para que aprendiera a ser una buena copiloto. Yo le miraba de reojo la arruga que acaba de descubrirle  junto a los labios. Después, al recordarlo,  me imaginé que allí, en aquel pliegue, había dejado prendidas todas las palabras que tenía que haberme dicho y no me dijo. No hubo canciones, ni confidencias,  tampoco le conté nada, como en otros días de pesca, sólo canturreé alguna canción sin que él me acompañara. 
Por fin, detrás de una curva vimos la explanada de siempre. Aún era de noche. 
Al salir él no prendió el cigarrillo que llevaba en la mano. Lo retuvo durante un buen rato, dándole vueltas en la mano, mirando al horizonte, aún oscuro. Caminamos juntos, mirando hacia delante. Fue justamente  cuando oí el clic del mechero cuando aparecieron los primeros destellos del sol. Vi su cara, sin palabras, llena de pensamientos, cada vez crecían más sus gestos. donde depositaba el silencio. Ese silencio que se llevó lejos. 
Aquel día no me aproximé a él. Tuve miedo de que le dijera algo que no le gustara, de que mirara el reloj y moviera el aire tibio, de que me dijera ya está, como otros días, vámonos, se nos hace tarde.  Tal vez nos  quedamos más rato del normal, allí sentados, hasta que el sol salió del todo y ya no había más secretos. O quizá lo recuerdo así. 
Algo tendría que decirte, me dijo de pronto y luego se calló de nuevo.
Aquella frase se me ha quedado gastada de tanto recordarla, aunque  tal vez se quedó en mi memoria, mutilada, rota, quizá no la dijera nunca, o fue otra frase. O tal vez no llegó a decir nada. 
Todavía era muy de mañana cuando llegamos a nuestro sitio. Había una pareja con el cuerpo mojado, se les notaba alegres y enamorados. Me fijé en las gotas de sus cuerpos que el sol hacía  brillar. La visión de aquellas dos personas, ajenas a nosotros, me produjo un escalofrío, como cuando uno se acerca a algo que desconoce y a la vez le atrae. 
Él   los observó mucho tiempo, sin decir nada. Su cara se  apagó, como si contemplara una escena triste. Pero de pronto, sonrió cuando empezaron a recoger sus cosas. Los hemos echado me dijo en susurro. Pensé que quería estar a solas conmigo. Yo no dejaba de mirarle  y él de mirar más allá, a través  de alguna ventana abierta en el paisaje. 
Estamos  solos,  me dijo con una mirada brillante, cuando se marcharon. La voz le sonó ronca. Luego la excitación de la pesca me condujo solo al fondo del agua, donde trataba de divisar algún movimiento.
Aquella mañana pescamos muchos peces, más de lo habitual y yo veía cómo nuestras cestas se iban llenando. 
No descansamos como otros días, para tomar bocadillos. Esta vez debió de olvidarse hacerlos, o no quiso. No le dije que quería comer o tal vez ni lo deseara. Fue ya algo tarde, cuando el sol hacía rato que había dejado de estar en lo alto cuando empezó a recoger, diciéndome que nos íbamos a comer. Tampoco me di cuenta hasta mucho más tarde, cuando todo había pasado, de que de nuevo me impidió acercarme al maletero. 
Paramos a comer en un restaurante cercano, al otro lado del río. Allí habíamos  estado otras veces para que él tomara café o un wisky. 
Aquel día, mientras comíamos,  me miró mucho y me acarició la mano, poniéndose cada vez más serio. Apenas comió, yo sí, tenía hambre y me concentré en la trucha, que iba cortando, plateada, casi viva. La imaginé nadando por el río, y me pregunté  cómo se habría dejado pescar. La fui abriendo despacio, como si dentro escondiera algún secreto. Separé, como él me había enseñado, la raspa de la carne rosa, rosa asalmonada, y de la piel crujiente. Fue la última trucha que comí en mi vida. 
Él pidió dos wiskies, uno después de otro;  nunca me olvidé del ruido que hacía el hielo en el vaso. Bebía despacio, muy pensativo, sin dejar de mirarme y sin dejar de acariciarme la mano y la mejilla, con el revés de la suya, quizá imagine la gente que somos novios, se me ocurrió pensar. 
Al beber, sus ojos se le iban encendiendo y yo sentía la trucha revolviéndose en mi estómago. Casi se volvió a hacer de noche allí, él haciendo ruido con los hielos, y yo con ganas de vomitar el pescado que se deslizaba a través de todo  mi cuerpo. 
Luego todo pasó deprisa. Regresamos por otro camino distinto al de otras veces. Cuando llegamos a una estación desconocida bajó del coche, sacó un billete, solo uno, para  el autocar que me llevaría  a casa. Me ayudó a subir en el autobús y me besó en las dos mejillas, apretándome contra él.

Hija, me dijo, algún día iré a buscarte. No dejes que tu madre…, no continuó la frase.  Le vi alejándose, mientras  le miraba por la ventanilla.   


O tal vez no pude verle  porque la lluvia me lo impidiera".     


lunes, 29 de junio de 2015

EQUIPO DE GOBIERNO DE LA CORPORACIÓN MUNICIPAL DE CHINCHÓN.



Ya conocemos la composición del nuevo Equipo de Gobierno de la Corporación Municipal de Chinchón.
La página Web del Ayuntamiento de Madrid ha publicado la composición del Equipo de Gobierno, con la distribución de las Concejalías.


Los 6 componentes de la Agrupación Transparencia y Servicio que obtuvieron la mayoría simple en las pasadas elecciones municipales, van a gobernar en minoría y esta es la distribución de las distintas áreas de actuación:
D. Francisco Javier Martínez Mayor
ALCALDE.

D. Miguel Angel Montero Bastante
Concejalías de Urbanismo, Transportes y Patrimonio y Obras

Dña. Fátima Magallares López
Concejalías de Juventud, Educación e Infancia,Turismo y Nuevas Tecnologías.

D. Gonzalo Gaitán Martínez
Concejalía de Agricultura y Medio Ambiente.

Dña. Ana González Santos
Concejalías de Servicios Sociales y Mujer y de Sanidad y Consumo.

D. Jesús Francisco Hortelano Carretero
Concejalías de Cultura, Deportes y Festejos.

Les deseamos a todos ellos muchos éxitos en el desempeño de sus funciones, y esperamos que poco a poco vayamos conociendo más detalles de las decisiones que van tomando para el gobierno del pueblo, dentro de la transparencia que han prometido en su gestión. 




domingo, 28 de junio de 2015

"DOÑA PEPITA" UN RELATO DE JUAN MIGUEL PEREZ, FINALISTA EN EL CERTAMEN DE LA CAIXA Y RNE.




JUÁN MIGUEL PÉREZ LÓPEZ, malagueño, Comandante Emérito de la Gurdia Civil, tiene ya una trayectoria en los certámenes literarios, pues en el  concurso de relato corto “La Guardia Civil, 170 años en 170 palabras” fue galardonado con el segundo premio por su trabajo titulado “Nace porque el camino es azaroso y el campo incultivado”.



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Ahora ha sido finalista del Certamen de Relatos 2015 de la Fundación Caixa y RNE, con el siguiente relato:

DOÑA PEPITA

 Trabajo en la planta baja de un edificio de amplios ventanales. Desde la mesa de mi despacho, veo y escucho el ajetreo de la ciudad: palabras sueltas de los viandantes, el ruido de los vehículos, el ladrido del perro de un vecino, la bocina del conductor impaciente  y a los  gorriones confiados que se posan en el alfeizar, mueven sus cabecillas mecánicamente y saltan al suelo en busca de comida. Todo esto me resulta por rutinario, indiferente,  y casi nada de ello atrae mi atención.


 Pero no, no todo me resulta indiferente. A la una de la tarde de cada día, mi reloj biológico me alerta y por unos momentos me alejo del trabajo que estoy realizando.  Percibo entonces, el familiar ruido que provoca un bastón al golpear el suelo con una cadencia lenta y amortiguada. Instintivamente levanto la cabeza y al momento aparece una figura delgada y frágil. Su pelo, desteñido por las cenizas de los años, está recogido en un moño que sujeta una peineta de concha. Luce  pendientes de aguamarina que chocan con su cara blanca,  surcada por las arrugas de muchos otoños y demasiadas lágrimas. Sin embargo conserva un coqueto toque de suave carmín en sus labios. Viste con ropa de mercadillo, pero la luce con retazos del porte y elegancia que evocan la época anterior a su derrumbe económico y la pena familiar que le dejaron como herencia: pobreza y soledad.
Curioso, un día decido seguirla. La alcanzo detenida frente al semáforo esperando su cambio. Baja con dificultad el escalón de la acera y atraviesa la calle cruzándose con otros peatones que le ceden el paso consideradamente. Aunque la acera es ancha, anda pegada a la pared buscando seguridad. A cada trecho, se detiene como si se tomara un respiro, se vuelve lenta e insegura y mira hacia atrás sin ver, entorna los ojos y mueve la cabeza negativamente; tal vez busca entre la gente al hijo que la droga le arrebató o al marido que fue incapaz de soportar su ausencia.
Camino casi a su altura y el golpeteo de su bastón sigue marcando el ritmo de su paso cansado y viejo.
Se detiene ante una puerta ancha de cristal traslúcido. A la altura de la vista, en la parte derecha hay un placa rotulada donde leo: CÁRITAS y debajo COMEDOR SOCIAL.
  Entra con la confianza que da la costumbre, cuelga su abrigo de paño negro en una de las perchas del recibidor y se dirige hacia el comedor. Huele a comida. Se percibe un murmullo apagado. Al abrir la puerta se encuentra con Sagrario, una de las voluntarias,  mujer gruesa y afable, que la saluda con afecto. Su delantal, de blanco impoluto, es un reflejo de su bondad.
-Doña Pepita, buenas tardes!- ¿Cómo la ha tratado su reuma esta noche?, le pregunta Sagrario. Sus palabras rezuman afecto y delicadeza. Doña Pepita la mira con igual afecto y le contesta con sonrisa. – Esta noche no he dormido bien, el frio no es bueno para lo mío. Prefiero el verano.-  -Siéntese –continua la voluntaria - que ahora mismo le sirvo-.
Recorre el pasillo que forman las mesas saludando con ligeros movimientos de cabeza y se acomoda al final, junto a la ventana. Apoya el bastón sobre la pared y deja su bolso en el suelo, junto a sus pies. Es su sitio, allí se sienta siempre. Le gusta porque ve el patio del Colegio y contempla la alborotada chiquillería que salta, corre, se tira por el tobogán y se ensucia. Evoca su infancia, su colegio con patio de tierra y sin toboganes, con babi de rayas y alpargatas. De Dios haberlo querido, su soledad habría sido borrada por las risas de uno de aquellos nietos.


Siempre comparte la mesa con doña Adelina, que como ella es octogenaria y viuda. La que llega primero espera a la otra para empezar a comer; se conocen desde hace unos años y evidencian sintonía, empatía como se llama ahora. Además, comparten una misma afición, la zarzuela, por lo que sus conversaciones en muchas ocasiones, giran en torno a este género musical.  A Doña Pepita le arrebata el casticismo del Maestro Chueca, con su: Agua, azucarillos y aguardiente, La alegría de la huerta, Gran Vía… cuya letra, a pesar de sus años, recuerda con sorprendente exactitud. Doña Adelina, cuando oye “El barbero de Sevilla” se llena de entusiasmo y la nostalgia le embarga, no en vano la oyó cuando pisó por primera vez un  teatro en compañía de quien luego sería su marido, barbero de profesión,  como se llamaba  entonces a los peluqueros.
Sagrario,  sonriente, deja sobre la mesa dos platos de duralex con la humeante sopa que despierta su apetito. Con parsimonia, Doña Pepita,  despliega la servilleta de papel y  se la cuelga del cuello como un babero. Se arrima cuanto le es posible a la mesa para evitar mancharse, sin embargo, las gotas caen de la cuchara debido al incontrolado temblor de su mano. Durante la comida, que es pausada, conversan animadamente; en estas fechas con la llegada del frío es recurrente el tema de sus achaques: el reuma, la artritis, la tensión…y también, cómo no, sobre  algunos  cotilleos de la tele.
Al acabar, Doña Pepita, se limpia cuidadosamente la boca con la servilleta de papel, saca la barra de carmín  y se retoca los labios. Recoge su bolso, se levanta con dificultad apoyándose en la mesa y toma su bastón. –Hasta mañana si Dios quiere -  se despide de Doña Adelina.
La calle la recibe con un aire que empieza a ser frío para su edad. La llovizna que cae le da al suelo un brillo de espejo viejo, casi reflejo de ella. Su paso ahora es más lento y parece más cansado que a la venida.
Al final de la calle tuerce a la derecha y se detiene en el quinto portal. Buscando las llaves, revuelve el contenido de su bolso.  Abre la pesada cancela y sube al ascensor. Trata de abrir la puerta de su casa con imprecisión, el temblor de su mano no le deja introducir la llave. Tras varios intentos, logra atinar.

Al abrir la puerta le espera la soledad y  “Conde”, como llama a su gato; él se roza contra sus piernas con el rabo levantado y  ronroneando como muestra de bienvenida y contento. Doña Pepita se desviste, se pone la bata y las zapatillas y se sienta en la butaca. La ventana le deja ver el paso de las nubes plomizas cargadas de llanto. Enciende la televisión. “Conde” salta y se coloca en su regazo. Son las tres y es la hora de las noticias. A los cinco minutos su gato y ella duermen. La soledad se aleja por un rato, quizá empujada por una ensoñación que hace años era realidad.
Desde aquel día, salgo a la puerta y la espero en la calle donde conversamos unos minutos. Ha surgido una  amistad que me produce ternura y la saludo con un beso que ella agradece complacida. -Gracias, me dice cuando se aleja,  eres muy amable-.

Temo el día  que el golpeteo de su bastón, solo lo escuchen su hijo y su marido. Pero me compensará saber, que su soledad, habrá terminado para siempre.