domingo, 1 de marzo de 2015

DON ADRIÁN PIERDE LA FE. (CUENTO)


Aquel anochecer, de rodillas en el reclinatorio, con la cara entre las manos, como fue su costumbre durante tantos años, don Adrián fue consciente, por primera vez, de que había perdido la fe.
Había terminado de  recitar los salmos, el himno y las oraciones del tiempo de vísperas. Todavía el ambiente estaba impregnado con el aroma del incienso de la exposición del Santísimo; había dejado su breviario en el confesionario que tenia a su derecha y un escalofrío le recorrió todo su cuerpo, él pensó que por el relente de la noche de principio del invierno que se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas, ya demasiado viejas de la capilla.
Después no supo decir cuanto tiempo había pasado así, aunque cuando salió a la calle era ya noche cerrada.
Adrián fue lo que se llamaba una vocación tardía. De pequeño no había recibido una educación religiosa al uso. Su familia no era de las que frecuentaban la iglesia como no fuera para los compromisos y las celebraciones sociales. A él le bautizaron por el qué dirían en el pueblo, hizo la primara comunión para no llamar la atención y se confirmó porque también se confirmaba Ernestina.
Luego en el Instituto siguió con ella hasta que ella le dejó porque había encontrado lo que llamó su verdadero amor, pero que realmente se llamaba Javier.
Adrián quedo sumido en una profunda consternación de la que solo pudo salir acudiendo a su confesor de su época de catequesis, quien le recomendó mucha oración y poner su amor en quien nunca le defraudaría.
Y así se decidió. Sus padres consideraron que era un grave error entrar en el seminario, pero tampoco hicieron nada para disuadirle. Adrián siempre había sido un chico dócil, amable y no muy brillante; además la madre naturaleza no le había dotado de belleza física pero sí de elocuencia, aunque ésta no le hubiera servido para convencer a su enamorada, de la que nunca llegó a olvidarse del todo.
El iba para perito mercantil como su padre; en el Seminario le convalidaron varios años de estudios y a los treinta y tantos era ordenado sacerdote por el obispo en la iglesia catedral.
Como era de rigor le mandaron de coadjutor a un pueblo de la sierra con un párroco ya mayor que sin embargo era de ideas más avanzadas que el nuevo curita que durante su época de formación fue forjándose una idea bastante radical de lo que debía ser la moral cristiana.
Sin embargo pronto aprendió a ir acomodándose a las circunstancias y por su carácter afable supo granjearse el aprecio de casi todos. Sobre todo de los niños y de los jóvenes de Acción Católica, cuidando muy bien de que los niños y las niñas siempre guardasen una conveniente separación para salvaguardar la moralidad en sus relaciones. Con las mujeres siempre tuvo una reserva especial y tardó mucho más tiempo en ser capaz de ganarse su aprecio y su confianza.
Organizó un equipo de fútbol, un coro parroquial y se incorporó a la docencia en el colegio para que el párroco pudiese dedicar más tiempo al despacho parroquial.
Tres años después fue ascendido a párroco en un pequeño pueblo cercano y a los cinco, pasó a formar parte del cuerpo de canónigos de la catedral después de un breve periodo al frente de una parroquia de la capital.
El señor obispo se había fijado en él por sus innatas dotes para la oratoria y, ya para entonces, las distintas cofradías se lo rifaban para que hiciese los sermones de los triduos y novenas de sus santos patrones.
Y poco a poco fue aprendiendo a vivir bien. Cuando llegó a formar parte del elitista cuerpo de canónigos catedralicios tuvo que trasladar su residencia al palacio episcopal compartiendo apartamento con dos de sus compañeros, atendidos por unas monjitas que se esmeraban por satisfacer todas sus necesidades materiales.
Por esa época conoció cómo vivía realmente la jerarquía, en un ambiente de confort y abundancia que contrastaba con la vida mucho más austera de los curas de los pueblos, e incluso de las parroquias de la capital.
Este confort y esta molicie de su nueva vida cotidiana le fueron suavizando sus estrictos conceptos morales que había intentado imponer a sus fieles y que él mismo se aplicaba para ser consecuente con su conciencia.
En su vida íntima personal nunca había tenido grandes dilemas de cual debía ser su pauta de conducta. Por su desengaño amoroso se creó una coraza misógina que le ayudó a resistir cualquier tentación de acercamiento a ninguna mujer. Aunque en su época juvenil había tenido algunas experiencias con el sexo femenino, nunca se había planteado cual era realmente su orientación sexual. Cuando en su primer pueblo comenzó su relación con los niños y los jóvenes, sus convicciones morales nunca le permitieron plantearse unas relaciones que pasasen de la admiración afectiva a esos seres inocentes a los que ofrecía siempre un cariño paternal, exento de cualquier maldad.
Fue en la residencia del palacio episcopal. Su vida social se iba limitando considerablemente. Ya no tenía una relación tan directa con los feligreses. Su labor pastoral no pasaba de pronunciar homilías, largas horas de confesionario en la catedral, y su labor como capellán en un convento de clausura de las hermanas clarisas.

Con su familia había perdido prácticamente toda relación desde que murieron sus padres. Sólo sus compañeros de apartamento y las monjitas formaban lo más parecido a lo que podía ser una familia. Al obispo sólo le veía de vez en cuando pero nunca había tenido su confianza.
Don Senén, diez años mayor que él, era uno de los sacerdotes con los que compartía apartamento. Experto en Sagradas Escrituras, filólogo, filósofo y entendido en Arte Sacro, era buen conversador y con él solía mantener largas conversaciones en las que el dogma y la moral solían ser el eje de sus disquisiciones. Una noche, después de tomarse varias copitas de mistela y unos bollitos de aceite que les habían dejado las monjitas en la cocina, don Senén le confesó que hacía ya mucho tiempo que no creía nada de lo que predicaba la Iglesia.
Ante la estupefacción de Adrián le dijo que durante un tiempo mantuvo trato carnal con varias mujeres pero que había llegado a la conclusión de que su verdadera opción sexual eran los hombres, y que desde entonces, había tenido distintas parejas que llenaban sus necesidades afectivas.   
Adrián que nunca se había atrevido a cuestionarse sus planteamientos religiosos ni los dogmas católicos, escuchaba atónito como su viejo compañero iba desmontando las creencias de la fe, enfrentándolos con los argumentos de la razón; para terminar confesando que no había sido valiente para obrar en consecuencia y que había decidido seguir con esa vida plácida que le brindaba la vida religiosa.
Para Adrián esta revelación fue mucho más traumática que su desengaño amoroso. No era capaz de rebatir los argumentos de su amigo, pero no podía admitir que hubiera vivido en un tremendo error durante toda su vida y que todos los fundamentos de su vida se desmoronasen definitivamente.

Al salir de la capilla y mientras llegaba, casi aterido de frío a su residencia, hizo un recorrido por lo que había sido su vida y no encontró nada coherente que justificase su existencia. Pero, como su amigo Senen, tampoco iba a ser valiente, y supo que continuaría con sus sermones, su confesionario y sus oficios, para el resto de su triste, muy triste,  vida.