Después de mucho tiempo he recuperado la radio Telefunken que había en casa cuando era niño. Este aparato ha permanecido más de medio siglo en un desván con su ojo mágico apagado. Las últimas canciones, las últimas noticias que emitió su altavoz fueron los discos dedicados de radio Andorra, los partes de guerra sobre el paralelo 38, que dividía las dos Coreas, las tómbolas de caridad para remediar el hambre de los niños pobres y los desfiles de la Victoria. Todo lo que salía de su tripa estaba censurado, el parte oficial, las canciones, las epidemias, las catástrofes, los suicidios, el pensamiento, la moral. Uno vivía a la fuerza sin saberlo en un estado de inocencia. Al pasar la aguja por el dial se iluminaban nombres de ciudades soñadas, Singapur, Nueva York, Buenos Aires; se adivinaban las voces rebeldes, lejanas, de radio Pirenaica y de la BBC con interferencias insoportables en medio de un fragor semejante al de una freiduría. Es una estupidez sentir nostalgia de aquel tiempo pasado, lleno de odio y miseria, pero esta radio se había convertido en el desván en un bello objeto en sí mismo, purificado por la memoria. He cometido el error de tratar de devolverlo al mundo de hoy. Después de limpiar sus válvulas lo enchufé a la corriente para saber si funcionaba. Su ojo mágico verde se iluminó como un milagro. Después de más de medio siglo de silencio la radio comenzó a hablar: el periodista norteamericano James Foley ha sido decapitado por el Estado Islámico, que a su vez ha ejecutado masivamente a 250 soldados rehenes; un joven inglés borracho se despanzurra al saltar de un quinto piso a la piscina; en una playa de Mallorca se realizan concursos de felaciones a cambio de una cerveza. De pronto el aparato se ha roto definitivamente, como si se hubiese atragantado. Se ve que no estaba hecho para dar estas noticias.