lunes, 4 de noviembre de 2013

LA HERENCIA DE MI ABUELO MANOLO.


Yo no se si el carácter se hereda como se hereda una casa, una tierra de regadío, un olivar, la propensión a una enfermedad coronaria, o una insuficiencia renal. El caso que yo pienso que mi abuelo paterno me dejó en herencia su agorafobia.
Mi abuelo era un señor muy serio. Yo creo que nunca le vi sonreír. Vestía unos pantalones de pana siempre de color oscuro, una camisa blanca sin cuello, una faja negra a la cintura que le servía también de bolsillo donde guardaba la petaca del tabaco, el librillo de papel de fumar y el mechero; una blusa negra y una gorrilla que siempre ladeaba hacia el lado izquierdo, y siempre con ademán serio. No creo que nadie se atreviese a gastarle una broma. Era posadero, y los clientes sentían un respeto temeroso hacia él, que siempre mantenía un ademán adusto y una actitud distante.
Era alto y recio. Cuando más joven debió ser fuerte como lo fue su padre, al que apenas conoció porque murió cuando él era todavía un niño.
Mi abuela era el contrapunto. Pequeña, cariñosa y sumisa. Me daba el cariño y la atención que nunca me dio mi abuelo.
Posiblemente por la casi nula atención que nunca me prestó, decidió dejarme como herencia el rasgo más característico de su carácter.
Cuando se hizo más mayor y ya no estaba para trabajar, dejaron la posada y se recluyó en una pequeña vivienda de la casa familiar, junto a sus hermanos y sobrinos, y al lado de su hija. Allí le visitábamos los nietos de vez en cuando, no porque él agradeciese las visitas, sino porque entonces nuestros padres nos tenían muy bien educados y era obligado visitar a los abuelos.
Yo no le recuerdo enfermo, aparte de los achaques de la edad y de una vez que le tuvieron que operar de próstata en la capital y yo acompañé a mi abuela al hospital para hacerla compañía mientras duró la operación.
La vivienda en la planta baja, constaba de tres habitaciones, la cocina, la alcoba y un cuarte de estar con una ventana al patio, junto a la que él se sentaba, para fiscalizar las entradas y salidas de los vecinos, que era su única dedicación y entretenimiento.


Siempre fue de poco hablar y por lo tanto, poco erraba. Como no podía ser de otra forma, le salían las reminiscencias moras de sus ancestros y durante toda su vida, primero mi abuela y luego mi tía, le sirvieron los pensamientos.
Y en los últimos diez o quince años (no puedo precisar cuantos) de su vida no salió del cuarto de estar. Ni en invierno ni en verano; no es que no se asomase a la puerta de la calle, es que ni salía al patio buscando la sombra del verano ni el sol del invierno.
Cuando murió pienso que no fue por una enfermedad sino porque ya se había cansado de no hacer absolutamente nada.
Su recuerdo, posiblemente, no despierte muchas simpatías si es que todavía alguien le recuerda. Yo sí. Yo le recuerdo y realmente no sé si agradecerle o recriminarle su herencia, aunque es posible que mi vocación de eremita no sea más que una reminiscencia de lo que hizo mi abuelo Manolo, que ubicó su eremitorio particular en el cuarto de estar de la casa que había sido de sus antepasados.